Adolfo Sánchez Rebolledo
Se va el abad

El affaire Schulenburg ha terminado con la anunciada renuncia del abad de la Basílica de Guadalupe. Se cierra así un capítulo sorprendente en este México convulso de fin de siglo que nos hizo revivir, así fuera por unos días, el debate que lleva siglos sobre el mito religioso por excelencia: la aparición de la Virgen al indio Juan Diego. El custodio de la imagen, corazón y centro de la religiosidad nacional, sostuvo por escrito lo que muchos sabios de la Iglesia ya habían dicho antes, pero, viniendo de él, en el lugar y en el momento menos oportunos, sus palabras fueron aprovechadas con acierto para levantar una verdadera ola de indignación católica como hacía tiempo no se daba. Pero hubo más; Schulenburg fue exhibido como un hombre deleznable, enriquecido con las limosnas, los favores y privilegios asociados a su cargo, incurriendo en una actitud sospechosamente comparable a los otros corruptos que la Iglesia dice combatir en las demás esferas de la vida, pero sobre todo en la política. De la noche a la mañana, el abad pasó de ser el bondadoso custodio de la Virgen en los años de la simulación, para convertirse en el símbolo de la conducta execrable en esta era de libertades religiosas y nuevos protagonismos católicos. Así pues, la salida del abad vendría a ser la reparación moral de un daño que no tiene remedio, aunque algunos obispos hubieran preferido una auditoría, por si acaso.

Y sin embargo, quienes saben de estas cosas dicen que el escándalo fue una verdadera cortina de humo, pues el litigio, en realidad, se vincula a las relaciones de poder dentro de la Iglesia, marcadas hasta hoy por la oposición entre el poderoso nuncio apostólico (que va de salida) y el grupo de obispos (en ascenso) que quieren, por así decir, mandarse solos, sobre todo hoy que las relaciones entre la Iglesia y el Estado obligan a un juego más abierto y visible de parte de los jerarcas católicos.

La exitosa ofensiva contra el abad implicaría, en resumen, la derrota del nuncio quien, en virtud de la indefendible posición de Schulenburg, al final habría consentido en su renuncia, abandonándolo a su suerte en los corredores vaticanos. El ganador, nos indica Bernardo Barranco, es Norberto Rivera, arzobispo de México, quien aparece encabezando un nuevo liderazgo, más acorde con los tiempos de cambio que se viven en el país. Así sea.

Pero a los que no somos parte de esa milenaria corporación ¿qué nos deja este affaire? Boquiabiertos hemos presenciado cómo se desafiaron los sentimientos religiosos de una parte muy grande del pueblo ¿únicamente para remover a un abad corrupto? ¿No tiene la Iglesia otros medios para poner orden en su tinglado? ¿Tendremos todos que padecer de ahora en adelante no sólo los eventuales conflictos de unas iglesias contra otras sino, además, sus guerras internas pero siempre en nombre de la fe y su pureza? Nos queda la esperanza de que este desagradable episodio sirva para abrir el camino a una relación más madura sobre el papel de la jerarquía católica en la vida pública, lo cual presupone eludir la tentación de querer convertir a la Iglesia en el centro de la vida pública y a sus obispos en los directores del futuro. La normalización de las relaciones entre las iglesias y el Estado, que muchos consideran un retroceso, no puede ser una excusa para volver la mirada hacia atrás, haciendo como que este siglo, y buena parte del precedente, no hubieran existido jamás. La secularización de la sociedad, así como la construcción de un Estado democrático, no puede leerse como una indicación para repetir las viejas disputas, como si la urgencia de hacer coincidir la ley con las nuevas realidades fuese una ``rectificación'' histórica, incapaz de tomar en cuenta, justamente, los cambios ocurridos en la vida del país. Bienvenida la modernización de la Iglesia católica, cuya presencia es y será cada día más importante si ésta ayuda, como se espera, a mirar por los intereses de México más que por los propios.