Cada vez que el papa viene a México, resurge el temor de una posible ``política vaticana'', del regreso a un triunfalismo clerical e intolerante. En unos días el papa irá a Francia para celebrar el 1,500 aniversario de la conversión al cristianismo del rey Clodoveo. Aquel rey franco logró ser el rey de toda Galia y fundar la monarquía que dio su nombre a Francia. Fue el primer rey bárbaro en hacerse católico: no se trata de un pueblo que se somete a la religión de su rey, sino de un rey que abraza la religión de su pueblo, para integrarse a él. De manera que se puede saludar en su memoria tanto un evento religioso, como un hecho socio-político: ese rey ofrece la figura tranquilizadora del inmigrante integrado, del europeo (hablaba germano y latín) encima de las naciones galas y germánicas.
La visita programada de Juan Pablo II levantó una interesante polémica. Toda querella sobre los orígenes de Italia, Francia o México tiene que ser confusa. ¿Cuándo nace un país, una nación? Los historiadores franceses no se deciden entre la guerra de Galia, Clodoveo, Hugo Capeto y la Revolución. No importa, y sí importa. Francia no fue siempre una e indivisible, fue monarquía, luego república, fue católica (en el mismo sentido que se dice ``mexicano y guadalupano''), ya no lo es tanto. El pleito nos obliga a recordar que las sociedades no pueden evadir la pregunta: ¿cuál es el sentido de nuestra vida colectiva? ¿Qué significa ser francés, ser mexicano? La memoria, inevitablemente mítica, de los orígenes, pesa mucho y hay que aceptarlo para ``forjar patria''. No se puede separar el hecho de ser ciudadano de la sociedad histórica; no podemos encerrarnos en una ciudadanía sin base histórica, o con una base histórica puramente local o étnica. Por lo mismo, hay que conmemorar, para celebrar la idea nacional en lo que tiene de positivo. Nuestra memoria común se hace y se deshace siempre, como nuestra memoria individual, según las circunstancias y las necesidades. La figura de Hidalgo o de Zapata ha cambiado muchas veces de significación y seguirá cambiando.
El segundo aspecto de la polémica francesa es el más violento porque toca al tema religioso, en dos dimensiones, la nacional, la pontifical (la persona de Juan Pablo II). Algunos piensan que la visita del papa y la memoria del bautizo de Clodoveo amenazan la laicidad, la separación entre Estado e Iglesia, anuncian el arribo de una Francia ``vaticana'' reaccionaria. Como cuando el papa viaja a México, algunos creen que la república peligra. Si la memoria de los orígenes es necesaria, no se puede hacer como si el pasado no hubiese sido marcado por el cristianismo. No hay contradicción entre una verdadera laicidad (la separación de los reinos, según el Evangelio) y esa memoria religiosa. ¿Se puede borrar a la Virgen de Guadalupe de la historia de México? No, contestaron todos los liberales; no, contestaron los anticlericales revolucionarios. El cristianismo es presente en nuestras historias, la de Francia, la de México. Ni modo. Sería absurdo rechazarlo en el sentido freudiano de la palabra. Un catecismo cívico seudorepublicano presentaría una memoria castrada: sin hablar del cristianismo, o hablando negativamente de él.
Incorporar la dimensión cristiana a la memoria nacional no significa resucitar la guerra de las dos Francias, de los dos Méxicos, ``el que creía en Dios, el que no creía en él''. Memoria del cristianismo no significa identidad cristiana presente (o católica). No hay razón para borrar las herencias culturales de la antigua influencia del cristianismo.
Los que persisten en esa vía, en Francia, manifiestan no solamente su hostilidad profunda a la persona del papa polaco (hay católicos entre esos franceses), sino también su alergia al cristianismo. Están en su derecho, pero no deben confundir su preferencia personal con el problema de fondo: las bases de la nación en la memoria histórica. El antipapismo, como el anticlericalismo, ha existido siempre (¡qué bueno!) entre los católicos. Pero el movimiento ``Vivir en el presente'' que define a Juan Pablo II como ``un criminal'' ha perdido la medida. El viaje del papa da pretexto a una interesante coalición; los que no aceptan que una conversión figure entre las lejanas raíces del país; los que odian al ``polaco'', a ``Wojtyla'' porque pretende no seguir los imperativos de la moda, especialmente cuando denuncia el ``hedonismo'' de nuestras sociedades. El papa no impone nada, habla a los católicos y les recuerda el mensaje de la Iglesia. Nada más, nada menos.