¿Cuál de los bandos gana en una guerra fratricida? Ninguno. Después de ella, con el paso de los años, el dolor, el resentimiento y el deseo de revancha van perdiendo su lugar en la memoria colectiva, donde se resignifican los hechos violentos, que, un poco de manera natural, digamos, y con un tanto de ayuda de los historiadores, adoptan un sentido más bien heroico y romántico. Pero las vidas inmoladas, los cuerpos y las mentes destrozadas, la pérdida de recursos naturales y la destrucción del medio ambiente, jamás se recuperan. La única guerra fratricida que se gana es aquella que la sensatez, la responsabilidad, el patriotismo verdadero, evitan que comience. Nada se consigue con arrinconar al contrincante y reducirlo a su mínima expresión si no se superan las causas que provocan las contradicciones irreconciliables que originan el conflicto.
Abogamos por una sociedad en paz, por una cultura de paz. Pero una sociedad en paz requiere de una base económica firmemente orientada hacia la superación de los irritantes índices de pobreza; una mejor y más amplia distribución de la riqueza generada por el trabajo de todos; y hacia la sustitución del concepto de crecimiento de la economía por uno que tenga como objetivo el desarrollo humano sustentable. Y una cultura de paz requiere para su existencia de un conjunto de condiciones que se sintetizan en la noción de justicia.
Naturalmente que nada de ello es concebible sin la vigencia cotidiana de una democracia, formal y real, en la que todos y cada uno de los ciudadanos gocen, en igualdad de condiciones, del derecho de participar y ser tenido en cuenta en la adopción de aquellas decisiones que afectan su calidad de vida y las posibilidades de su desarrollo. Una democracia en la que todos y cada uno de los niveles de gobierno tengan presente el interés social en el diseño y ejecución de las políticas públicas. Una democracia en la que los funcionarios tengan la obligación de velar por el estricto cumplimiento del mandato de la ciudadanía y de responder por aquellas acciones que se desvíen del propósito para el que fueron elevados al cargo de autoridad, o sea, por no buscar el bien común.
Nada es más opuesto a esta idea de la paz que el empecinamiento en darle continuidad a las políticas que tanta pobreza e injusticia han generado y promovido en México. Ningún atentado es más grave para las posibilidades de recuperación y mantenimiento de la paz, que la negativa a abrirle caminos a una completa reforma democrática. Nada es más peligroso que pensar que sólo con los fusiles y los cañones, los tanques y los aviones, se va a garantizar la paz.
Por ese camino puede ser que se llenen los cementerios, los legales y los clandestinos; puede ser que se inunden las cárceles con los inconformes; puede ser que el terror silencie las bocas e inmovilice las plumas; puede ser que crezca la migración, la derivada de la pobreza y la nacida de la persecución. Pero eso no es la paz ni se le asemeja.
El 13 de julio escribíamos en estas mismas páginas acerca de la constitución de la Comisión de Apoyo a la Unidad y Reconciliación Comunitaria, anunciada por la Alianza Cívica Nacional, la Red Nacional de Organismos Civiles ``Todos los derechos para todos'' y la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas, y nos congratulábamos por la esperanza que se encerraba en sus objetivos y actividades, encaminados a lograr la reconciliación y la unidad de las comunidades y regiones de Chiapas. Vislumbrábamos que con la distensión, con el logro de la paz en Tila, Tumbalá, Chilón y Salto de Agua, se abonaría el terreno necesario para el diálogo de San Andrés. Hoy, a sólo dos meses de distancia, el panorama es turbulento en todo el país. El diálogo de San Andrés está suspendido, los discursos se encienden y las armas se preparan para el combate.
Un nuevo llamado de la Conai ha sido dado a conocer esta semana. Esta vez para concretar una propuesta integral y coparticipativa que detenga el deterioro y la creciente polarización que se vive en Chiapas, y siente las condiciones de respeto y pluralidad que permitan restablecer la búsqueda cotidiana de la vida y la justicia.