Indígenas en el DF y conurbados: el desprecio de la megalópolis
Conocida como la capital indígena del país, la ciudad de México y su área metropolitana albergan, en condiciones que van de la pobreza extrema a la extrema miseria, a uno de cada 20 indios mexicanos.
Convertidos en ``fantasmas de las miseria'', como les conocen algunos, cerca de medio millón de indios de diferentes etnias vagan entre las calles de la ciudad en busca de desperdicios, sirviendo a alguien o atorados en una esquina vomitando fuego, pero siempre ingnorados por los demás.
No se les quiere ver, es como si caminaran invisibles, pero son los mixtecos y zapotecos ubicados en la rama de servicios del DDF; los triquis de la zona alta que entran al Ejército y se emplean como policías auxiliares, los de la zona baja que venden productos de su región en puestos ambulantes. Son los mazahuas estibadores y diableros de La Merced, los mixtecos que reparten las cartas de ``amor'' y ``odio''; los limosneros y chicleros otomíes, las mujeres indígenas que trabajan como sirvientas en las zonas residenciales.
Para los antropólogos Carlos Avila y Alicia Vargas, del Centro Interdisciplinario para el Desarrollo Social (CIDES), los indígenas también son los ``maltratados desde que fueron engendrados'', los que nacen de padres desnutridos y anémicos en un marco de salud deplorable.
Es tanta su pobreza que ``un nino que tiene tres años ya es una persona que puede obtener un ingreso para mantener y darle de comer un día a la familia completa''.
Así, bajo esas condiciones de vida, todos ellos hacen un conjunto de 446 mil 243 indios que abaratan su hambre en la Zona Metropolitana de la Ciudad de México y que representan el 5.32 por ciento del total de indígenas que habitan en la República Mexicana.
Para su sobrevivencia, fundamentalmente se han repartido el área metropolitana en cinco delegaciones y municipios. En primer lugar se encuentra la delegación Iztapalapa, que concentra a 22 mil 242 indígenas, principalmente de los pueblos nahuas originarios del estado de México y otomíes de Querétaro, seguida del municipio de Naucalpan, que alberga a 18 mil 890, con una gran mayoría de triquis del poblado de Chicahuaxtla, Oaxaca.
El municipio de Nezahualcóyotl, zona de mixtecos y zapotecos de Oaxaca, ocupa el tercer lugar con 17 mil 582 indios, cifra que apenas rebasa a los 16 mil 112 que viven en Ecatepec. La Gustavo A. Madero alberga a 13 mil 743 hablantes que representan el 1.25 del porcentaje sobre la población de esa demarcación.
Teresa Mora, investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia, establece que las colonias indígenas en la Zona Metropolitana ``básicamente se han formado por una estructura de enlace mediante la que ellos se avisan, ya sea para invadir o comprar un terreno''.
``La vida cotidiana del indígena se caracteriza por carecer de dinero, vivir al día --llegan a ganar hasta cien pesos diarios--, pero la dinámica de la calle les hace consumir todo en alimentación y transporte; viven en zonas pobres, pero de vida cara.
``Socialmente están expuestos a la agresividad, tensión y violencia cotidiana, no tienen la mayoría de las identificaciones (registro civil, credenciales, licencias), son indocumentados en su propio país, por lo cual es difícil que accedan a cualquier programa institucional.
``El acceso a empleos en donde se exijan identificaciones, escolaridad y manejo fluido del español están vedados para ellos por el momento'', señalan las investigadoras Marjorie Thacker y Silvia Bazúa en un estudio realizado sobre los indígenas urbanos de la ciudad de México''.
Pese a las condiciones de vida que les ofrece esta capital, datos del INEGI reportan que la Zona Metropolitana es el principal polo de emigración indígena a nivel nacional. No obstante, los datos estadísticos no reflejan el crecimiento de la población indígena, según las tasas nacionales.
El último reporte del INEGI establece que en 1930, el 1.36 por ciento de total de los indios del país vivía en la ciudad de México, mientras que para 1990 el porcentaje era de 1.5, es decir, en 60 años el aumento de la población indígena en la capital apenas fue de 14 décimas de punto. ``Es tan bondadosa esta ciudad que a pesar de no tener dinero ganan más de la limosna que trabajando en el campo'', afirma Marjorie Thacker, directora de la zona metropolitana del Instituto Nacional Indigenista.
Sin embargo, la salida de sus comunidades ocasiona un constante extrañamiento: ``Yo no sé por qué cuando estoy aquí mi pueblo se me parece cada vez más bonito y luego voy allá y entonces ora me extraño la ciudad'', esa es la dicotomía, la contradicción en la que vive habitualmente un indio, agrega Thacker.
La antropóloga Teresa Mora, quien actualmente realiza un estudio sobre las Asociaciones de Migrantes Indígenas --formadas por los mismos indios para establecer un lazo y ayudar al progreso de sus comunidades-- señala que los partidos políticos, el PRI en especial, tratan de coptar a éstas formas de organización para amasijar votos en las contiendas electorales. Con tal de tener vivienda, educación y hasta un registro ``se insertan en el Movimiento Urbano Popular, dice Thacker. Y ahí, son utilizados hasta el extremo de que su pobreza produce la riqueza de otros.
La noche de la urbe los alcanzó bajo una larga tira de hule, uno detrás de otro, formados como tacos, sobre retazos de alfombra, cartón y cobijas.
Enterrados en la trilogía, miseria, muerte, despojo, los indios de la ciudad encadenan sus desgracias en la lucha por sobrevivir entre un ambiente ajeno y agresivo, y frente a quienes los desprecian como gente.
En media lengua, entre risas y amargura y recuerdos vivos, los indios hablan de su nueva vida o de su muerte.
Telésforo Arroyo Mora falleció 30 minutos después de ingresar a la Cruz Roja de Polanco, y Juan Gabriel Domínguez, con más fortuna, solamente perdió una pierna y camina con una pata de palo. Se les cayó una barda encima.
Habían pasado 47 días del cambio de casa. Estaban felices. Un 7 de junio de 1995, pese a sus temores, decidieron abandonar el camellón de la avenida Chapultepec y ``se colaron'' a un predio deshabitado que engaña al transeúnte con una fachada del tipo porfiriano, y allí se les cayó la barda.
Telésforo, el difunto, y Juan Gabriel pertenecen al grupo de las 26 familias otomíes que aún ahora habitan el baldío de una puerta porfiriana, marcado con el número 346 de la avenida Chapultepec. El resto de esa comunidad indígena se reparte dos cuartos para dormir, uno de escusados y regaderas y el otro de lavabos, pertenecientes al deportivo Estado de Tabasco, número 49 de la calle Mascagni.
Los infortunios de la muerte a flor de piel ocasionaron la intervención de las autoridades de la delegación Cuauhtémoc. Juan Sabines Guerrero, el subdirector de Servicios Educativos y Desarrollo Social de esa demarcación, les trazó el destino.
Prometió que serían reubicados en ``un lugar con los servicios básicos de vivienda'' y se los llevó a una cancha de basquetbol y futbol, donde ``no podíamos poner cartones para dormir'' porque ``nos veíamos feos'', decía el administrador del deportivo Peñoles, ubicado en calzada de Guadalupe y Reforma.
Los 68 otomíes fueron saltando de deportivos a gimnasios y de albergues de indigentes hasta los albergues psiquiátricos.
Salieron del albergue del Ejército de Salvación porque los levantaban a las 6 de la mañana a bañarse con agua fría; los bebés, ancianos y menores se enfermaron.
Sin embargo, las órdenes de Sabines eran contundentes: ``Tienen que ser reubicados en diferentes albergues''.
La trabajadora social Rocío López llevó a una comitiva del grupo a que conociera ``la tierra prometida'', el espacio donde por fin estarían juntas las 26 familias.
Se trataba de un albergue psiquiátrico con 380 internos jerarquizados por su locura en cuatro niveles: los postrados, los psiquiátricos, los seniles y los autosuficientes, y según el grado de transtorno separados en seis salas, cada una con 80 camas de hospital.
El subdirector del Hogar Social para Adultos Indigentes, Joel Hernández, tendría que recibir a los 68 otomíes para repartirlos a granel y ``sin clasificación'' dentro del albergue. El día de la visita, Rocío López dio el ultimátum al dirigente otomí, Juan Ventura: ``Lo toman o lo dejan'', es la única opción que tienen para estar todos juntos. Aunque también les dio una segunda alternativa: ``Regrésense a su pueblo''.
A la manana siguiente, el 7 de septiembre del mismo año, Juan Ventura dirigió al entonces delegado de la Cuauhtémoc, Jesús Dávila Narro, una carta ``para informarle que las 26 familias otomíes no estamos conformes en ingresar al Hogar Social para Adultos Indigentes que se nos ha asignado, ya que consideramos que las características y conducta de la gente que ahí se encuentra no son similares a las nuestras.
``El día de ayer, unos de nosotros recorrimos las instalaciones del albergue que nos asignaron y el pensar que nuestros hijos tendrían que vivir ahí, compartiendo la estancia con gentes no del todo sanas (mentalmente), nos asusta; esperamos contar con su valiosa ayuda y reconsideración que sabemos ya podemos contar con ella''.
Al recordar la orden de reubicación por parte de Juan Sabines, Joel Hernández, subdirector del albergue psiquiátrico, conocido como La Cascada, señaló que ``yo nomás por los niños decía que no'' sería conveniente que estas familias ingresaran al lugar. Y afirmó que ``los indigentes que llegan sin transtornos a este albergue, luego luego se salen; la gente normal no está aquí, se encuentra en su casa'', dijo, aunque primero negó que La Cascada es un lugar para enfermos mentales.
``El 28 de julio de 1996 fuimos con Juan Sabines para decirle que ya había pasado un año y no teníamos el lugar que nos prometió, y nos dijo que ya no podia hacer más por nosotros''.
En el número 380 de avenida Chapultepec
Para llegar a la ciudad de México, 16 patriarcas otomíes dejaron hasta ``su alma'' en Santiago Mezquititlán. Perdieron su pedazo de tierra ``sin casita arriba'', ``el aire'' y ``el cielo''. Y durante su estancia en la ciudad de México han sido crónicamente despojados.
Un hombre de 1.85 de estatura, piel blanca, rizos apretados, ojos reducidos y boca ``trompuda'', quien se hizo pasar por el dueño del predio y cantante oficial del Himno Nacional, los defraudó con 45 mil 600 pesos. Y nadie sospechó de la trampa por el ``cargo tan alto del defraudador''.
En cualquier momento podrían desalojarlos del predio que invadieron hace ocho años. Sus casas de 2 por 1.5 metros se hallan en un baldío que no pertenecía a quien les cobró los servicios imaginarios y por adelantado, bajo el nombre de Juan González Vinicio, sino al Sistema de Transporte Colectivo (Metro).
Exhortados por el STC a que ``desocupen el multicitado terreno'', porque de lo contrario ``esta Institución se verá en la penosa necesidad de proceder legalmente'', cuentan que desde marzo de 1994, fecha en que se inició la averiguación previa sc/2697/94-03 en su contra por invasión de terrenos, estaban dispuestos a salir, pero ``no encontramos dónde quedarnos. No tenemos ningún lugar más que la calle''.
Los 58 otomíes también viven bajo la amenaza velada que les envió el STC: ``Lamentamos mucho tener que notificarle que no es posible acceder a su petición ni tampoco seguir permitiendo que sigan ocupando, ilícitamente, dicho predio, ya que su permanencia en él representa un peligro de vida, debido a que en éste se encuentra una de las fuentes que provee de energía eléctrica a la red del sistema, pudiéndose suscitar un incidente de lamentables consecuencias tanto para ustedes como para este organismo.
Y mientras que la Tesorería del Distrito Federal se encargó de cobrarles 952 pesos por el servicio de agua que no tienen, la Dirección General de Operación Hidráulica se encargó de negarles la instalación del medidor, porque para ello necesitan poseer el terreno legalmente.