A mi izquierda, con mi esposo entre las dos, me pregunta si desde entonces yo ya escribía. Es la señorita C., la maestra de historia, ahora señora de D. Se refiere a 1964. De allá para acá han sucedido muchas cosas; sí, en efecto, desde entonces yo ya escribía; escribía desde antes. ``Pero sin duda él te dio un empujoncito, ¿no?'', sonríe y señala a mi esposo a su derecha. Han pasado 32 años. Advierto que ya no me siento forzada a probar que ``desde entonces'' yo escribía; además, ya no me sofoco cuando alguien lo suficientemente directo manifiesta que yo le debo ``todo'' al hombre que está entre las dos.
Para empezar, le debo que estemos ahí. De no haber sido por él, yo no habría aceptado la invitación. De rara no pasé entre el reducido grupo de quinceañeras que en aquel tiempo compartimos un salón de clases y unos maestros; rara, porque leía. Eramos dos las raras. Y a medida que la imaginación de nuestras condiscípulas fue madurando, pasamos de ser raras porque leíamos a raras porque nos hicimos amigas. ``¿Ella no se casó, verdad?'', me pregunta ahora no sin malicia una de nuestras viejas compañeras.
Todas están con sus esposos; alguna de ellas, con su segundo. Todas se ven opulentas. Todas son madres; niniguna fue rara. Femeninas, despreocupadas. ``¿Así que te hiciste escritora?'' ``¿Qué escribes?'' Celebramos los 50 años de la mayor de aquel grupo, la que desde entonces se me acercó sin miedo, como con la intención de convencer a las demás de que yo era normal, aunque leyera.
``Te cortabas el pelo muy raro'', me recuerda una de ellas. ``Nosotras sí nos hemos seguido viendo''. Detrás del menú me anotan el nombre de solteras y de casadas, el número de teléfono, la dirección. Dos de las del grupo ya murieron; de tres o cuatro se ha perdido la pista. ``¿Y la maestra Magdalena?'', de literatura, pregunto; nadie sabe qué fue de ella. ``¿Qué escribes?'', insiste alguna; va a ir a una librería a buscar mis libros. ``¿Cuentos? ¿Ensayos?'' El término que no las inquieta es el de novela; a todas les dice algo la palabra. Por más que me había propuesto no usar el adjetivo en esa reunión, me oigo advertirles que, sin embargo, mis novelas son un poco raras.
Entre los invitados, familia de la festejada. A una de sus primas le da curiosidad saber si un escrito se publica tal como lo entrega el escritor al editor, o si alguien lo revisa e indica al autor si está bien o mal. ¿Se lo corrige? O qué sucede; cómo es la cosa. Tiene una duda. Trabaja en un banco, y con frecuencia enfrenta este problema: ¿Se dice ``a cabo'' o ``al cabo''? Ha consultado a sus colegas; una española opta por uno de los términos, pero un funcionario, al que recurre en casos extremos, por el otro.
La fiesta es un éxito. He dejado de preguntarme si hice bien o mal en aceptar la invitación; me doy cuenta que he vivido la experiencia con menos inseguridad de la que temía. Pero en dos o tres ocasiones he notado que me tiemblan las manos. Me digo que de cuanto estoy viviendo podré algún día escribir una novela, un cuento, algo. Siento cerca a algunas de mis compañeras, como si desde entonces hubiéramos sido amigas, y como si, de contarles mi vida de aquellos años para acá, ellas fueran a conmoverse igual que yo me conmuevo al oír las de ellas. Inclusive llego a pensar que la amistad es posible, después de todo, y que tal vez a lo largo del tiempo he tenido amigas. Fui a colegios tan diferentes que he de estar rica en amistades diferentes, sin saberlo. Amistades lectoras o no; raras, normales.
Se me acerca una joven. ``Yo también escribo'', me dice; asiste a un taller. Por su aspecto, parece tener a lo mucho 30 años. ``Antes me la pasaba leyendo, pero desde que me casé dejé de leer'', me informa. ¿Qué leía? ¿En el taller no lee? ¿Quiere ser escritora? ¿Cómo? ¿Cuándo? ``Escribir se me da'', me revela con naturalidad. Tiene un problema. ``Leí al señor Cortázar y me di cuenta de que lo que yo escribo es idéntico a lo de él''. Y lo mismo le sucedió con una novelista famosa. ``¿Cómo, si son muy diferentes entre sí?'', le pregunto. No sabe qué contestarme. ``¿Qué hago?'', me pregunta a su vez. ``Lee a muchos más para que ya no sepas a quién eres idéntica''.
Han pasado 32 años. ``¿Usted escribió esto, señorita?'', cuestiona la directora. ``¡No me va a decir que usted ya no es señorita!'' ¿Por qué habrá llegado a esa conclusión? El profesor de ética nunca sacó la mano del bolsillo de su gabardina negra; la maestra de gramática alternaba tratarnos con dulzura y gritarnos con las fauces abiertas; para deshacernos de la profesora de geografía, el grupo entero acordó contestar erróneamente cada pregunta del examen, pero sólo las dos raras cumplimos; es decir, fallamos.