MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Noche de independencia
Gracias a Dios, estoy bien. La que me tiene preocupada es mi prima Claudia. Temo que vaya a enfermarse o algo peor. ¿Te digo lo que come? Lechuga, nopales, jícama y sólo por gramos. Aquí en el salón varias veces ha estado a punto de desmayarse. Si por mí fuera se lo diría a Rubén pero ella me ha pedido que no lo haga. Tiene miedo de que su esposo le impida seguir con su locura. Eso y un vestido rojo es lo único que le quedó del trabajito porque de dinero ¡nada! ¿Sabes que por anunciar el dichoso Klo-Oro le pagaron una miseria?
El lunes me encontré a su suegra. Fue a la escuela por sus nietos. Yo, toda amable, le pregunté por Claudia y ella me contestó con un tonito venenoso: ``Salió a ver lo del trabajo. Para mí que no volverán a dárselo y lo único que está haciendo es perder el tiempo y descuidar a su familia. No se lo digo porque, ya sabes, cae mal todo lo que comentamos las suegras. Si a Claudia le interesara mi opinión le diría que a mí también me choca lo que hace. La gente que la vea pensara que mi Rubén la tiene en la miseria y no es justo: para darle lo que ella necesita el pobre vive matándose''.
Me enfureció que la suegra de Claudia quisiera pintarme a Rubén como una pobre víctima cuando en realidad es el responsable de lo que le sucede a mi prima: lo sé por algunas cosas que he visto cuando he ido a su casa y también por lo que ella me ha dicho, y también por lo que me dijo el día de la primera comunión de René.
Quisimos hacer la fiestecita en la casa porque es muy íntima y sale más barato que en un salón. Regresando de la iglesia, Claudia se ofreció para ayudarme a servir el desayuno. Cuando entramos en la cocina y vio el bote de tamales quiso saber si no habría otra cosa. ``¿A poco no te gustan?'' le pregunté y se soltó llorando. Me asusté, iba a llamar a Rubén pero ella me pidió que no lo hiciera: ``Si ve cómo estoy, me mata''. Quise saber qué estaba sucediendo entre ellos. ``Perdóname, ahorita no puedo decirte nada. Mejor invítame mañana a tomar un café. Lo dices fuerte, cuando estemos todos en la mesa, para que Rubén me dé permiso''.
Imaginé que Rubén era un hombre celoso --mi prima no es una beldad, sólo tiene algo fresco, inocente, que la hace muy agradable--, pero Claudia me sacó de mi error cuando al fin pudimos conversar a solas: ``No, ¡qué va! Preferiría eso y no que fuera tan autoritario. El tiene que decidirlo todo, absolutamente todo: qué me pongo, adónde voy, cómo me arreglo''.
Al oír a Claudia recordé su nerviosismo una vez que por descuido le corté el pelo un poco más que de costumbre: ``Ay Dios Santo. Nena, ¿ahora qué le digo a Rubén?'' Le contesté: ``Pues la verdad. Además te quedó muy bonito, y conste que no te lo digo para que me disculpes''. Intervino una cliente que vio la escena. ``En serio: quedó guapa. Además, su esposo estará encantado. A los hombres les gusta que uno los sorprenda.'' Tristísima, Claudia le contestó: ``A otros, pero a mi marido no... A ver cómo me va''.
Llorando, Claudia me confesó que en la casa se sentía asfixiada y peor aún cuando su esposo los invitaba a salir a los niños y a ella. ``Nunca nos pregunta dónde queremos pasear. Elige también los restoranes y allí, como le fascinan los tamales, los pide para todos. ¿Ves por qué los odio? Los huelo y me dan ganas de vomitar''.
La irritación que me causaron las confesiones de mi prima fue tan grande que, contra mi costumbre de no meterme en asuntos matrimoniales, me atreví a opinar: ``Ah, pues muy sencillo: no te los comas y ya. Empieza por allí y después sigues con todo lo demás''. ``Imposible: cada que hago algo que le disgusta, Rubén amenaza con reducirme el gasto''. No pude controlar la risa: ``Te lo dice para asustarte pero no creo que se atreva''. Creo que jamás olvidaré la expresión abatida de Claudia cuando me respondió: ``Lo ha hecho varias veces porque no he querido acostarme con él. Y es que a veces estoy muy cansada o me siento mal. Se lo digo pero él no lo comprende. No acepta que alguien más pueda decidir''.
No es que me retracte: sostengo que Rubén es responsable de lo que le está sucediendo a Claudia, pero también yo tengo cierta culpa: si no le hubiera aconsejado que se presentara en la agencia de publicidad, a estas horas ella sólo tendría que batallar en un frente y no en dos.
Una tarde en que estaba sola en el salón me puse a leer el periódico y vi un anuncio: ``Se solicita mujer de 27 a 30 años. Piel blanca, pelo castaño, que mida entre 1.65 y 1.70 metros. Interesadas, comunicarse en horas hábiles a los números...'' Pensé que en ellos podría estar la solución para Claudia, pero antes de decírselo llamé a la agencia.
Una señorita muy amable me explicó que necesitaban una mujer que no fuera modelo profesional para filmar el anuncio de un blanqueador. ``¿Y pagan por eso?'' La empleada se rió: ``Pues no mucho, pero algo sí. Lo interesante es que después del primer comercial casi siempre se les presentan a las modelos posibilidades de otros trabajos''. Colgué y volví a marcar. Mi prima contestó. Ni siquiera la saludé, sólo le dije: ``¿Tienes una pluma de mano? Pues tómala porque muy pronto firmarás tu acta de independencia''.
Rápidamente le transmití a Claudia lo que me había dicho la empleada de la agencia: ``Presiento que te darán el trabajo. Apúrale a hacer la prueba''. En el suspiro de Claudia percibí su desaliento: ``Rubén no va darme permiso porque como no fue él quien decidió que yo trabajara...'' Insistí: ``No se lo digas ahora sino hasta que te contraten. Cuando sepa que vas a ganar tu dinero y que eso lo descargará de ciertos compromisos se pondrá feliz. Claudia, tu vida esta a punto de cambiar. Lo sé, me lo dice el corazón''.
Gracias a Dios no me equivoqué. Claudia consiguió el trabajo. Me lo informó apenas pasó la prueba: ``Fue facilísimo. Me indicaron que tomara una botella de cloro y que hiciera con ella lo que había hecho en mi casa. Así que la tomé, la abrí, la olí y dije: `Todo quedará muy blanco'. Es cierto. Si me regalan más muestras te las traigo para que veas que digo la verdad''.
En esos momentos otras cosas me interesaban más que el cloro: ``¿Te dijeron cuándo empiezas y cuánto van a pagarte?'' Claudia estaba fascinada: ``Maña-na... Ay, madre mía, a ver cómo se lo digo a Rubén''. ``Exactamente como me lo estás diciendo. ¿Cuánto te van a pagar?'' Mi prima se mordió los labios antes de contestarme: ``Veinte mil''. ``¡Qué bárbaros! es poquísimo.'' Claudia dejó de reír: ``Aunque hubiera sido menos, lo habría tomado. ¿Sabes? Deseo invitar a Rubén y a mis hijos al restorán. Quiero ver la carita de los niños en el momento en que pidan algo que se les antoje.''
Yo habría dado cualquier cosa por ver la expresión de Rubén cuando Claudia ordenó: ``Pedí enchiladas con mole y una cerveza. Mi marido por poco se cae de la silla pero le dije: no te preocupes. Yo pago. ¿Tú no quieres pedir algo que no sean tamales? Ni me contestó pero todo el tiempo estuvo viéndome comer. No dejé nada en el plato. Te juro que las enchiladas me supieron a gloria. Quien sabe qué les habrá puesto la cocinera''. No escuchó cuando le dije: ``Nada. Te gustaron porque tú las elegiste''.
Por lo que ahora sé comprendo que en los ocho años que Claudia lleva de matrimonio aquella fue una noche --quizá la única-- en que probó el sabor de la libertad. Ojalá vuelva a disfrutarla, pero como van las cosas, lo dudo. En la agencia no la han recontratado, ni siquiera porque se presenta tres o cuatro veces a la semana y sigue al pie de la letra las indicaciones del gerente: Jimmy. El le dijo que si no quería quedarse atrapada en la imagen de la señora Klo-Oro tendría que modernizarse: ``Adelgaza, cámbiate de peinado y de color de pelo''.
Claudia está convertida en una rubia platinada y sólo come lechuga, nopales, jícama; tiene un aspecto más moderno e internacional pero en el fondo sigue siendo la misma de antes, sólo que ahora, en vez de una, la oprimen dos hombres: el que la obliga a comer tamalitos y el que le exige bajar de peso.