La Jornada Semanal, 15 de septiembre de 1996
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Pinturas y textos literarios muestran cómo sobrevivió y
cobró nuevo rango la insignia de Tenochtitlán, y
cómo a lo largo de tres siglos se amalgamó con la imagen
de la Virgen de Guadalupe. Veamos ahora cómo esos dos legados
culturales e iconográficos convergen en el anhelo de crear un
Estado independiente de España, fundado en los ideales de la
tradición liberal europea.
En 1810, Miguel Hidalgo y Costilla, un cura ilustrado, encabezó a un grupo de patriotas deseosos de independizar a su país de España. Para darle apoyo a su causa, alzó como estandarte la imagen de la Virgen de Guadalupe, y en breves meses reunió el ejército popular más numeroso que combatió por la independencia en América. En 1824, otro grupo de liberales, bajo las banderas de la república, la libertad y la independencia, consumó el movimiento iniciado por Hidalgo. Entre esas dos fechas, el territorio de Nueva España fue teatro de dos guerras: una civil y otra de imágenes, esta vez entre los antiguos símbolos religiosos y las nuevas ideas políticas que se plasmaron en proclamas, congresos y constituciones de inspiración liberal. La Virgen de Guadalupe atrajo a las filas de la insurgencia a las masas indígenas, a miles de trabajadores y desempleados del campo y de las minas, y a los curas, letrados, militares, licenciados e individuos pertenecientes a los sectores medios y populares de las ciudades. Todos se identificaban en la insurgencia por ser católicos y guadalupanos. Pero los letrados y buena parte de los sectores medios no compartían las creencias míticas de los grupos populares y campesinos. Eran hombres formados en las ideas de la Ilustración y del patriotismo criollo, y tenían un proyecto político moderno y secular. Sin embargo, la mayoría transformó a la Virgen de Guadalupe en emblema de su propia causa. Solicitada por esos intereses diversos, la Virgen se convirtió en el emblema principal de la insurgencia y el centro de un culto patriótico. Al grito de "Viva Nuestra Señora de Guadalupe y mueran los gachupines!", el ejército rebelde sumó nuevos adictos a su causa. Al ser incorporada a las tropas populares, la Virgen recibió el nombre de "María Insurgente". En la confusión entre creencias religiosas tradicionales y aspiraciones políticas modernas, que es propia de esta época, la Virgen de Guadalupe recogió tanto la carga mítica de las masas indígenas y populares, como las aspiraciones libertarias de los grupos políticos más desarrollados del virreinato. Al absorber estas aspiraciones plurales, la Virgen alcanzó irradiación máxima como símbolo religioso y político de los mexicanos. Nada tiene pues de extraño que Hidalgo, Morelos y otros jefes insurgentes escogieran los símbolos de la Virgen como distintivo de sus ejércitos . Después de la muerte de Hidalgo, las fuerzas insurgentes acordaron celebrar una reunión para organizar el mando, que llamaron "Suprema Junta Nacional Americana o Junta de Zitácuaro" (1811). Ahí se esbozó la primera forma de gobierno revolucionario, y el 19 de agosto de ese año se acordó la elección de un escudo para actas, proclamas y documentos oficiales. Es un escudo que recoge la imagen del águila parada sobre el nopal, que se había afirmado durante el virreinato, y le agrega las banderas, los cañones y el estruendo de la guerra. Como se observa, el castillo hispano desapareció y quedó sólo un puente con tres vanos. Arriba del puente aparecen las iniciales del versículo que solía acompañar a la guadalupana: Non fecit taliter omni nationi. A los lados del escudo cuelgan las ramas de encino y de laurel. Como se advierte, el águila está coronada y no aparece la serpiente. Una variante de ese escudo es la que usó José María Morelos, el líder que sucedió a Hidalgo entre 1811 y 1815. En 1812, Ignacio Rayón, otro jefe revolucionario, dio a conocer sus Elementos constitucionales, en los cuales señaló como celebraciones de carácter nacional el 12 de diciembre, día de la aparición de la Virgen de Guadalupe, y el 16 de septiembre, el día en que Hidalgo lanzó el grito de Independencia. Los datos disponibles indican que fue José María Morelos quien por primera vez colocó el emblema del águila y el nopal en el centro de una bandera insurgente. Morelos le impuso asimismo a su bandera los colores de la Virgen (azul y blanco). El centro de esta bandera tenía como motivo principal un águila de frente, con las alas extendidas, mirando hacia su derecha, parada sobre un nopal que nace de un lago. Como se advierte, el águila de la bandera de Morelos es la misma que la del escudo de la Junta de Zitácuaro. Si los símbolos que se enarbolaron en la guerra de Independencia seguían apelando a identidades antiguas amparadas por emblemas religiosos, en los documentos políticos se comenzaron a definir nuevos principios para constituir a la nación. El principio de la libertad de los pueblos para autogobernarse fue el punto de partida de los insurrectos para reclamar la Independencia: "ningún pueblo tiene derecho para sojuzgar a otro". Este principio, invocado en condiciones semejantes por otras naciones, tuvo en México una connotación particular. México se proclamó una nación libre y soberana, pero se definió como una nación antigua, anterior a la conquista española que la había sojuzgado. No se trata de una nación que nacía con el movimiento insurgente, sino de una cuyas raíces se hundían en un pasado remoto y propio. Por ello decía el Acta de Independencia firmada en 1821 que la nación había "recobrado el ejercicio de la soberanía usurpado". En la Constitución de Apatzingán (1815) se asentó que "ninguna nación tiene derecho a impedir a otra el uso de su soberanía. El título de conquista no puede legitimar los actos de la fuerza; el pueblo que lo intenta debe ser obligado por las armas a respetar el derecho convencional de las naciones". El principio de la soberanía popular fue el otro gran pilar sobre el que se hizo descansar el proyecto político de los insurgentes. Recogiendo el espíritu que animó a la insurrección popular, Morelos afirmó en los Sentimientos de la Nación que: "La Soberanía dimana inmediatamente del pueblo." En la Constitución de Apatzingán se declara asimismo que la "soberanía reside originalmente en el pueblo y su ejercicio en la representación nacional compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos". A estos principios fundadores de la nación insurgente se unieron los provenientes de la gesta popular, del pensamiento ilustrado de los criollos y del pensamiento político moderno. En conjunto, estos principios afirmaron la igualdad de los mexicanos ante la ley, ratificaron la unidad de la población en torno de la religión católica, declararon que el objetivo fundamental del Estado era la persecución del bien común, y definieron la nueva organización política de la nación. Sin embargo, la organización política fundada en la república, y asentada en los principios liberales y democráticos que venían de Estados Unidos de América y de Francia, fue la más combatida por las fuerzas conservadoras de la Nueva España. En 1820, estos principios se convirtieron en la bandera del grupo liberal, al reestablecerse la Constitución de Cádiz. En ese año, se convocó a Cortes y volvió a dominar el ambiente liberal de diez años atrás. Entonces, el anticlericalismo se convirtió en una actitud general; las Cortes españolas emitieron una serie de decretos en contra del poder temporal de la Iglesia. Acordaron la supresión del fuero eclesiástico, la reducción de los diezmos, la abolición de las órdenes monásticas y de la Compañía de Jesús, y la desaparición de la Inquisición. En México, estas noticias causaron temor y consternación entre la élite gobernante. Los grupos más conservadores, ante el peligro de ver al país invadido por esta oleada liberal y anticlerical, comenzaron a proponer la separación de España. Un programa basado en esas ideas fue encabezado por Agustín de Iturbide, un militar criollo que se había distinguido por sus campañas contra los insurgentes. En 1821, proclamó el Plan de Iguala, que se propuso unir a la élite novohispana, temerosa de las ideas liberales que habían triunfado en España, a los militares que tenían mando de fuerzas, y a los antiguos insurgentes que continuaban luchando por la independencia. El Plan de Iturbide se resumía en tres puntos: religión, unión e independencia. Según Lucas Alamán, sus ideas esenciales eran "la conservación de la religión católica, apostólica, romana, sin tolerancia de otra alguna; la independencia bajo la forma de gobierno monárquico moderado, y la unión entre americanos y europeos. Éstas eran las tres garantías, de donde tomó el nombre el ejército que sostenía aquel Plan, y a esto aluden los tres colores de la bandera que se adoptó y que ha venido a ser la bandera nacional". El Plan de Iturbide recibió el apoyo de las fuerzas que contendían en la arena política, y el 21 de septiembre de 1821 hizo su entrada triunfal el Ejército de las Tres Garantías en la ciudad de México, donde fue recibido por un despliegue inusitado de banderas tricolores, en cuya parte central figuraba el águila mexicana. Siguiendo la tradición que se había establecido cuando se hizo jurar la Constitución de Cádiz en 1812 que a su vez recordaba las ceremonias que juraron devoción a la Virgen de Guadalupe en 1737, 1746 y 1754, Iturbide acordó celebrar el día de la Independencia en cada uno de los pueblos y ciudades del país. Así, con una mezcla de tradiciones religiosas y actos políticos modernos, el 21 de septiembre de 1821 fue un día festejado en todo el territorio con ceremonias semejantes. Ese día quedaron consagrados en el calendario cívico el desfile militar, los discursos que exaltaban el valor de los hombres y mujeres que encabezaron la insurgencia, y la fiesta popular que unía a los diversos sectores de la población en el entusiasmo de reconocerse independientes bajo la insignia y los colores de la bandera nacional. Por decreto del 2 de noviembre de 1821, se acordó que la bandera nacional tuviera los mismos colores que la bandera del Ejército Trigarante, y por escudo el águila parada sobre un nopal, y a sus lados banderas, tambores y armerías. La declaración de Independencia significó también el fin de una guerra civil prolongada y desastrosa, y por ello suscitó júbilo y fue motivo de innumerables festejos. La conmemoración de la Independencia, además de impulsar el discurso cívico y apoderarse de los espacios públicos, promovió la creación de incontables arcos triunfales, carros alegóricos, pinturas y obras populares donde se representaba a la patria liberada, a sus héroes y a sus emblemas. Entre las imágenes más populares de esa época sobresalen la de la patria rompiendo sus cadenas y la del águila mexicana que remonta el vuelo, libre de sus antiguas ataduras. Cuando Iturbide abdicó a la Corona, en febrero de 1823, el Congreso Constituyente adoptó la república como forma de gobierno. En la Constitución Federal de 1824 se ve al águila, combatiendo con la serpiente, sin corona, parada sobre el nopal heráldico, el cual brota del montículo que emerge de la laguna. Es decir, desde su adopción por la Junta Suprema Nacional en 1811, el escudo con el águila y el nopal se mantuvo como insignia del movimiento insurgente, con ligeras variaciones. A su vez, la insignia de Morelos fue el modelo adoptado por la bandera del Ejército Trigarante, la cual le añadió los colores verde, blanco y encarnado que hasta la fecha se mantienen, y que provienen de la tradición inaugurada por la Revolución francesa en 1789. Sin embargo, hay quien sostiene que esos tres colores de la bandera están ya presentes en la iconografía guadalupana. Esta bandera tricolor, en cuyo centro figuraba el antiguo escudo de armas de Tenochtitlán, se convirtió en el símbolo representativo de la nación independiente, y en la imagen visual que en los actos públicos identificaba a la patria liberada y expresaba los sentimientos de unidad e identidad nacionales. Fue el primer emblema cívico, no religioso, que unió la antigua insignia indígena de los mexicas con las banderas surgidas de la guerra de liberación nacional.
Características del emblema mexicano: antigüedad, representatividad y particularismo
Para concluir, quisiera resaltar tres rasgos que distinguen al emblema mexicano. Algunos autores, al estudiar las características de los emblemas nacionales, observan que la más constante es el predominio de los símbolos antiguos sobre los recientes: la regla es que lo antiguo es lo más sagrado ("The rule should be that the older is holier"). Los mexicanos, después de tres siglos de dominio español, de imposición de símbolos extraños y de búsqueda de nuevas señales de identidad, al consumar la Independencia en 1821 recuperaron la antigua insignia azteca y la impusieron como icono de la bandera y del escudo nacionales. La explicación más plausible de esta decisión es que el emblema indígena era un símbolo antiguo, ornado por el prestigio inconmensurable de la duración, pues había probado que era capaz de resistir los efectos destructivos del paso del tiempo y el embate de otros símbolos que amenazaron asumir la representación nacional. Además, ese emblema era un símbolo de la resistencia indígena que había enfrentado a la invasión española, y concentró en él las nociones de legitimidad y defensa del territorio autóctono. Es verdad que durante la época colonial persistió el altepetl, la antigua institución indígena que simbolizaba el territorio ocupado, la sede del Estado y la residencia del tlatoani. Pero esta institución, al ser absorbida por el cabildo español, no pudo asumir los anhelos de solidaridad que subyacían en la población indígena, ni responder a las demandas de identidad de los sectores criollos y mestizos. En cambio, el emblema del águila y la serpiente, al mezclarse con la Virgen de Guadalupe e infundirle a esa imagen un acentuado sello de mexicanidad, se transformó en un catalizador mítico que afirmaba la identidad indígena con el pasado remoto. Y para los criollos y mestizos vino a ser un puente entre su presente incierto y un pasado iluminado por el prestigio de la antigüedad. De este modo, el emblema indígena comunicó a estos grupos diversos una imagen del pasado que reunía las nociones de origen, grandeza, vitalidad, predestinación y prestigio. Como observa Valerio Valeri: "A fin de cuentas, al permitir la comunicación de la sociedad con su imagen en el tiempo triunfando sobre el tiempo, su historia (que incluye sus reglas definitorias y sus efectos) constituye a esa sociedad y la hace persistir." Es la misma concepción que Eric Hobsbawn encuentra en la fundación de las naciones modernas:
Desde los innovadores estudios de Francisco de la Maza se había destacado el papel desempeñado por la Virgen de Guadalupe en la formación del patriotismo criollo. Pero no se había reparado en la decisiva participación del emblema del águila y la serpiente en la creación de los lazos de identidad colectiva que se forjaron en los siglos XVII y XVIII. Los testimonios aquí acumulados, particularmente los iconográficos, indican que el antiguo escudo mexica, al cobijarse bajo el manto de un símbolo religioso venerado, rebasó el ámbito territorial y cultural del mundo nahua donde habíanacido, y se convirtió en un símbolo proveedor de atractivas señales de identidad para diversos sectores de la población. Como se ha visto, a principios del siglo XVI el estandarte mexica sólo era alzado por los grupos de filiación nahua. Era su insignia y un símbolo de identidad que recordaba el poder de la antigua capital indígena. Así lo vieron también los primeros cronistas, quienes lo evocaban con nostalgia. A fines de ese mismo siglo, el emblema mexica es reivindicado como símbolo indígena en diferentes monumentos religiosos construidos en distintas partes del reino (Tecamachalco y Calpan, Puebla; Ixmiquilpan, Hidalgo; Tulpetlac y Tultitlán, Estado de México;Yuriria, Michoacán). Pero en el siglo XVII comienza a ser adoptado por diversos grupos criollos y mestizos, quienes lo oponen a las insignias provenientes de España, y luchan por su rehabilitación como emblema de la capital de la Nueva España. En el siglo siguiente, el emblema indígena da un salto definitivo: se vuelve un signo común en todo el reino. Se usa como símbolo territorial para señalar los planos de la ciudad de México y para timbrar los mapas y cartas geográficas del virreinato. Se le imprime reiteradamente en las historias, crónicas, gacetas y revistas de la época, donde adquiere el rango de emblema prestigioso de la patria americana, que algunos empiezan a nombrar mexicana. Lo mismo ocurre en la pintura, el grabado o la arquitectura, donde se generaliza su uso para denotar lo que es propio del país. Es tan fuerte su influencia y tan grande su aceptación, que desde mediados de ese siglo el emblema del águila y el nopal se estampa en los documentos de la ciudad y en los que aluden al virreinato. Es decir, a través de conquistas y mediaciones sucesivas, con una fuerza insospechada en su tiempo e inadvertida por la investigación contemporánea, el escudo del águila y la serpiente deja de ser el símbolo de la etnia mexica y deviene un emblema colectivo, que refiere a un mito que suscita los sentimientos de comunión, solidaridad e identidad entre diversos sectores de la población. Debe recordarse que, con excepción de la Virgen de Guadalupe, ningún otro emblema tuvo esa irradiación. Pero en contraste con la guadalupana, que desde el principio se presentó como un símbolo religioso, el emblema mexica era un símbolo pagano, transmisor de un mensaje de identidad político, pues solicitaba la adhesión a los valores indígenas. De modo que su aceptación por criollos, mestizos, indígenas y autoridades españolas significó el mayor logro alcanzado por un símbolo de identidad en ese tiempo. Puede entonces decirse que la segunda característica del emblema del águila y la serpiente es su representatividad, su capacidad para convocar a grupos y clases diversos. La Independencia de los Estados Unidos de América y la Revolución francesa aceleraron la formación de los emblemas nacionales. El uso de varios colores en las banderas, la reglamentación del tamaño y la forma de los estandartes, la definición de los símbolos, se volvieron prácticas comunes. En México también se adoptaron esos modelos, pero al estamparse la antigua insignia de los mexicas en el blanco de la bandera tricolor, se conservó la individualidad de la representación nacional. Para distinguir la insignia se acudió a la fuerza del emblema indígena, y esa decisión volvió a unir a la nación proyectada hacia el futuro con sus raíces más antiguas. Este recorrido por varios siglos de la historia mexicana muestra que en esas sociedades los símbolos visuales fueron los principales transmisores de mensajes políticos y culturales. Esta constatación quizá debiera animar a los estudiosos de la historia de México a explorar con otros lentes la riquísima información iconográfica atesorada en el territorio y los monumentos, además de la que se encuentra en los archivos y bibliotecas. Por otra parte, esta lectura de los símbolos de identidad contradice la tesis de los historiadores y antropólogos que afirmaron que la conquista y colonización españolas hicieron tabla rasa de las antiguas culturas mesoamericanas. La revalorización que aquí se ha hecho del emblema del águila y la serpiente muestra que los símbolos de las culturas mesoamericanas resistieron con éxito la invasión de los símbolos europeos, y a la postre se impusieron a ellos. Algunos antropólogos, al estudiar los procesos de la dominación española en Mesoamérica, asumieron la tesis de que los actores europeos desempeñaron el papel protagónico, mientras que los grupos indígenas se mantuvieron pasivos, o se aislaron en sus comunidades, sin participar en los acontecimientos que modelaron a la sociedad colonial. Apoyados en esas ideas, la mayoría de los estudios modernos y contemporáneos que se refieren a los orígenes de la nación mexicana, o a los temas de nación y nacionalismo, comienzan con la conquistao con la independencia, sin referirse al pasado indígena. Este ensayo, por el contrario, parte de la raíz indígena y muestra que desde el siglo XVI hasta el fin del periodo colonial los grupos indígenas y mestizos no cesaron de participar en los procesos sociales y culturales que definieron la historia de Nueva España y de la nación independiente. Contra la idea de una cultura indígena inerte o marginada, este ensayo muestra que en la época colonial y en las primeras décadas del siglo XIX los grupos indígenas y mestizos defendieron tenazmente sus propios símbolos de identidad, y mantuvieron un comercio continuo con los legados procedentes de Europa. No sólo resistieron la cultura invasora sino que imaginaron las formas más sutiles y audaces para instalar sus propias tradiciones como símbolos representativos de grandes sectores de la población. Es cierto que en el triunfo de esos símbolos mucho tuvo que ver la participación de los criollos y mestizos, quienes los asumieron como símbolos de identidad propios. Pero esa revalorización no hubiera sido posible sin el esfuerzo milenario de la misma población indígena para mantenerlos y defenderlos como emblemas de la nación aborigen. |