La Jornada Semanal, 15 de septiembre de 1996
Contexto adverso al protagonista de estas notas
Unificar a México, incorporarlo política y casi melódicamente al concierto de las naciones. En pos de esta meta, los prohombres de la dictadura de Porfirio Díaz (1876-1911) se obstinan en despojar al país o, en rigor, a la ciudad capital, de rémoras y de chusmas semivestidas y embriagadas que, en los paisajes de la morosidad prehispánica, puntualizan las monstruosas diferencias con Europa. En lo posible, hay que acriollarse y eliminar la infame conspiración de las masas pestíferas, ese triunfo fúnebre que se paga por el postergamiento del Progreso. En atención a su dogma, los Porfirianos Ilustres no le conceden nada a un "espíritu popular" que convoca al caos y arraiga en la barbarie. Funcionarios, poetas, historiadores, narradores, gramáticos y "científicos", se ponen de acuerdo: no cederemos a la doble tentación de la piedad y la curiosidad, prescindiremos de semblantes y vidas y ambientes "de los de abajo", con su fardo de productos malamente acabados y deleznables, sin oportunidad alguna de reconocimiento internacional. Y para deshacernos del apretujamiento, el atraso y la ignorancia, convirtamos la selección de los espíritus en proyecto totalizador. Con estrategia coral, el positivismo y la oratoria y la música italianizante y el modernismo y la atención a la moda parisina distancian de la realidad maloliente. Si ha de brillar la cultura occidentalizada, no se le acepte nada a la grey astrosa.
La sonrisa ecuánime del hombre industrioso
José Guadalupe Posada nace en Aguascalientes el 2 de febrero de 1852 y muere en la capital de la República el 20 de enero de 1913. En su biografía constan la extrema pobreza, el oficio panaderil del padre, el analfabetismo de los progenitores, la protección de su hermano, el profesor Cirilo, que lo alienta a "hacer monos", la infancia transcurrida durante la Intervención francesa, la iniciación artística en la Academia Municipal de Dibujo del maestro Antonio Varela, que da a copiar figuras religiosas o de la baraja, la entrada al taller de grabado y litografía de don José María Chávez, el aprendizaje al lado de don José Trinidad Pedroza, "verdadero y principal maestro" de Posada según Alejandro Topete del Valle. Para una publicación política contra el ex gobernador Jesús Gómez Portugal, Pedroza llama a Posada, que en 1871 se hace cargo de los once números de El Jicote ("Periódico hablador pero no embustero redactado por un enjambre de avispas"), donde Posada, muy influido por Constantino Escalante y Santiago Hernández, los caricaturistas en boga, exhibe su maestría precoz y su excelencia de trazo. Los trescientos ejemplares que tira El Jicote son suficientes como para desatar iras y hostigamientos, y Trinidad Pedroza abandona Aguascalientes seguido de su alumno José Guadalupe.
El 15 de mayo de 1872, Pedroza inaugura en León, Guanajuato, su Imprenta y Litografía, según informa Topete del Valle. Al año, Pedroza vuelve a Aguascalientes, y Posada se queda a cargo de la litografía, especializada en cajetillas de cigarros, estampería religiosa y marbetes comerciales. En 1876, al disolverse la sociedad con Pedroza, Posada se encarga del taller. Un año antes se ha casado con María de Jesús Vela. En 1884 empieza a dar clases de litografía en la Escuela de Instrucción Secundaria.
En 1889, a los 37 años de edad, Posada instala un taller en la capital. Asimiladas las primeras influencias de ilustradores románticos, nacionales y extranjeros, exhibe su pericia en el manejo del blanco y negro y de la gama de grises, y genera en profusión corridos, juegos de salón, silabarios, cancioneros, novenarios, estampería religiosa y patriótica, cuentos infantiles, carteles de toro, de teatro y de circo, naipes, planas y anuncios comerciales. También acepta las modificaciones de la época y, sin desistir de santos y héroes, de leyendas y sátiras, incorpora entre sus temas a la industria y la tecnología, elaborando anuncios de locomotoras, fábricas de hilados y tejidos, cigarros, fósforos, productos alimenticios. Todo esto en condiciones muy adversas. En su indispensable El folklore literario de México (1929), Rubén M. Campos describe su "tallercito":
Antonio Vanegas Arroyo, con quien Manilla y Posada trabajan, recuerda el peregrinaje:
Por cortesía de testigos como Rubén M. Campos, es posible atisbar el taller de Vanegas Arroyo, con las puertas desvencijadas, la vieja prensa de mano o de pedal, los rimeros de papel cortado, las paredes tapizadas de anuncios de peleas de gallos, de corridas de toros de pueblo,de funciones de teatro de barraca, de jacalones y circos de plazuela. Media docena de obreros desarrapados asisten a dos o tres poetas melenudos que, infatigables, redactan corridos y novelas por entregas. Allí, sin esperar o exigir reconocimiento, Posada trabaja "a la vista del público, detrás de la vidriera que daba a la calle recuerda José Clemente Orozco y yo me detenía encantado, por algunos minutos, camino de la escuela, a contemplar al grabador, cuatro veces al día. Éste fue el primer estímulo que despertó mi imaginación y me impulsó a emborronar papeles con los primeros muñecos, la primera revelación de la existencia del arte de la pintura. Fui, desde entonces, uno de los mejores clientes de la editorial de Antonio Vanegas Arroyo".
Vanegas Arroyo es un extraordinario impresor. Conoce, intuye y promueve las variedades del gusto popular. Sabe de la debilidad por lo truculento y lo macabro, del consumo relativamente alto de lecturas accesibles y consejos indispensables, y por eso publica indiscriminadamente libros de cuentos, recetarios, modelos de cartas de amor, profecías, relatos patrióticos y "ejemplos" (narraciones con epílogo oral dedicado a alertas contra los vicios y los errores de las pasiones, de la miseria y de la ignorancia). Posada se aviene a los métodos exhaustivos de Vanegas Arroyo y, guiado por el conocimiento que el éxito refrenda, localiza lo elemental: para esa sociedad tan pobremente alfabetizada, las hojas volantes son el equivalente de la fiesta sorpresa, el acontecimiento constante que la distrae de su escandalosa situación.
La vanguardia secreta en las imprentas de mala muerte
Qué hacen los grabadores estrictamente populares: Gabriel Vicente Gaona (Picheta) en Yucatán, o Manilla y Posada en la ciudad de México? Con talento, imaginación, agudeza y lealtades costumbristas y patrióticas, generan un mundo expresivo y, de paso, llaman la atención sobre sentimientos, creencias y quehaceres cotidianos de los sometidos, y sobre sus aficiones ordenadas por la reiteración y la falta de alternativas, su asimilación tardía o espectral de las modas de la élite, su regocijo ante la mezcla de fantasía y realidad.
Un gran momento experimental. Sin que nadie lo observe apreciativamente, sin que se le exija calidad alguna, un puñado de litógrafos y grabadores se forma atendiendo y satisfaciendo urgencias básicas de expresión y relajo, y, de paso, crea un público. Estos educadores visuales del pueblo (caricaturistas y dibujantes) atraen a las publicaciones a los lectores que no saben leer, y arraigan a la clientela de los ansiosos de algún cambio. Desde la segunda mitad del siglo XIX, en periódicos, revistas, panfletos y hojas populares, se despliega un arte complejo, matizado, que es innovador sin decirlo y sin aspirar a recompensas ajenas a la necesidad de crítica política y crónica de costumbres. Merced a los cuadernillos o a las hojas de "ruin apariencia" conseguida en "imprentas de mala muerte", los grabadores proveen a la colectividad a su alcance con las síntesis visuales que jamás tendrían cabida en los diarios, inaccesibles para los analfabetas, y sometidos por lo común a censuras muy rígidas. En La Gaceta Callejera del Taller de Vanegas Arroyo, se publican sin cesar corridos que versifican sucesos a modo de novelas comprimidas, que delatan al instante el perfil de sus compradores: crédulos, severos, dispuestos a reírse por cualquier motivo, inconformes al grado del rezongo. Decidido a complacer a sus "favorecedores y amigos", muy probablemente porque sabe que se le parecen, Posada es según la ocasión ortodoxo y flexible, y maneja la línea de oposiciones que enmarcarán sus estilos diversos: es anticlerical y es supersticioso, es misógino y devoto de la Virgen, reverencia en lo oculto a los criminales y en lo público al Santo Señor de Chalma y al cura Miguel Hidalgo.
Posada, inagotable creador de formas, se adueña de un espacio imaginativo entre la "realidad" y lo calificado entonces de "fantasía". De sus grabados (tres mil?, seis mil? La cifra, como sea, es altísima) se desprende una insistencia: "lo social" es, en nuestras condiciones, lo natural, y un pueblo sin el impulso o la información suficientes para entender los anhelos burgueses de "respetabilidad", luego de acatar las jerarquías del gobierno y la Iglesia católica, iguala cuanto esté a su alcance y unifica en un mismo horizonte a todo lo que ocurre y le ocurre. Para Posada son enormemente naturales (en el sentido de cercanos, inevitables y, con demasiada frecuencia, regocijantes), el crimen y el pecado, el deseo indetenible y los vicios, la piedad religiosa y las costumbres libertinas, el miedo a la muerte y el amor a las calaveras resurrectas, la dictadura y la crítica a la dictadura, la confusión de historias con relatos familiares y de milagros con éxtasis de los sentidos. Entra en acción otro sincretismo: el que fusiona las valoraciones colectivas de lo bueno y lo malo, de lo común y lo extraordinario. Posada empareja los sermones fulminantes y las absoluciones impuestas por la práctica. Quien consigue disimular, se adueña del respeto. Cierto, el pecado provoca los escalofríos del temor al infierno (entonces noción indiscutible), y doblega el ánimo culpable, pero también, para la mayoría, el pecado no es asunto teológico sino algo similar a los accidentes que son trámites de vida. En las multitudes que pueblan la ciudad de México a fines del siglo XIX y principios del XX, es tan débil la noción de pertenencia a la sociedad, que les conviene más sentirse incrustrados en un paisaje, a modo de señales del viaje de una vida a la otra, de un relajo tumultuario a otro, de la falta de privacidad en el cuarto a la ausencia de intimidad en la fosa común.
Posada es el registro más notable de esta naturaleza ampliada. En su integración permanente de lo disímil, participan los fenómenos (un cerdo con cara de hombre, ojos de pescado y un cuerno en la frente, o la mujer que da a luz a tres niños y cuatro cocodrilos), las aspiraciones de vírgenes o los "estremecimientos inolvidables" de lo cotidiano: fusilamientos, hazañas de valientes, fantasmagorías urbanas y rurales, canciones populares, demonios que se niegan a ser ánimas del purgatorio, proezas de bandidos, secuestros, asesinatos, cataclismos, éxitos taurinos, cementerios que son "espejos del alma", calaveras vaciladoras, accidentes ferrocarrileros, muertos por vómito. Y lo hace sin contradicciones porque, sin estas palabras, se considera a sí mismo un medio expresivo, algo parecido a un puente entre la plebe y la cultura oral, entre los hechos y su recepción trágica o relajienta.
Las Gacetas Callejeras convierten a situaciones de espanto o devastación en "sensaciones", aquello "tan real" que resulta inverosímil, tan cercano que de pronto revela su insólita lejanía, tan gracioso a pesar suyo que mediatiza comentarios horrorizados. El horrible asesinato de María Antonieta Rodríguez que mató a su compadre de diez puñaladas porque él no quiso acceder a sus deseos. En las hojas se execra o se venera al cúmulo de figuras y anécdotas que conforman el repertorio de la sociedad fuera de la sociedad. El vulgo tan despreciado por las pretensiones porfiristas, al contemplar textos y grabados se observa, se identifica, se cataloga, se acerca y se distancia de sí mismo, ajustado por las imágenes que, al no envilecerlo, le permiten una noción privilegiada de existencia. "No importa cómo me vean, el caso es que ya aparezco." El fervor que acompaña a Posada, deriva de pasiones gritadas a voz en cuello y elige las versiones más estrepitosas de justicia divina y sentimientos contrariados.
En su transformación estética, los acontecimientos criminales son cada vez menos sacudimientos colectivos, y cada vez más leyendas hogareñas. Cubiertas las víctimas por el anonimato, desvanecido el escalofrío del acontecimiento preciso, queda el relato que el grabado vuelve memorable y que la plática incidental rehace. Los crímenes más notorios devienen historias no indignas, en el fondo, de Hoffman y Andersen, trasvasadas al campo de los hechos de sangre. En los grabados, la forma despoja de terror a casi todos los temas, y en vez de Hans y Gretel aparece El horrorosísimo caso del horrorosísimo hijo que mató a su horrorosísima madre o el Suceso nunca visto: Una mujer que se divide en dos mitades, convirtiéndose en serpiente y en esfera!! Gracias al humor que convocan, los grabados neutralizan o disuelven la carga de sensacionalismo de los expedientes aterradores. Véase la hoja Horrible y espantosísimo acontecimiento!! Un hijo infame que envenena a sus padres y a una criada en Pachuca! Terrible tempestad que se desarrolla el día 8 del mes pasado! De ilustrarse con fotos, presentaría sin duda un rostro torvo, de facciones desencajadas. En la versión de Posada, en el primer grabado Satanás delibera; en el segundo Belcebú educa al niño que victimará a los suyos; en el tercero, con su grupo de tres demonios el asesino prepara la pócima. En la metamorfosis, el crimen reaparece como cuento donde el personaje central no es el asesino sino el mismísimo Rey de los Avernos. Por lo demás, en esa fusión constante que es el universo de Posada, la realidad por sí sola rara vez es tomada en cuenta (salvo en excepciones notables, como la serie sobre el crimen de la Bejarano, que torturó y mató a una niña), y con frecuencia los grabados reproducen escenas del crimen y las embellecen con lo que podría ser "la teología de la nota roja", donde los demonios hacen las veces de coro griego de las tinieblas, la animación del instinto perverso, la explicación más convincente a mano del momento en que alguien se desvía de la norma. Por esta causa, por numerosas que sean las coincidencias, las hojas de los talleres gráficos no son los antecedentes directos de las revistas amarillistas de nuestros días. Debido a la intercesión de Posada, el énfasis recae no en la urgencia de estrujar los ánimos, sino en la trama fantástica, entonces equiparable a la versión costumbrista o "pintoresca". En el imaginario colectivo de la era de Posada, un crimen sin demonios es un crimen de segundo orden.
A cuántos les da servicio el espejo de la mexicanidad?
Es considerable la dosis de autoengaño en quienes, dentro y fuera de México, reivindican a Posada por su mexicanidad (definida como "conciencia de país, sentido histórico", etcétera)? Sin duda, en parte de su obra Posada acata el impulso de la serie Los mexicanos pintados por sí mismos y continúa la minuciosa estrategia de escritores como Guillermo Prieto y Manuel Payno, y los caricaturistas políticos. A semejanza de Prieto, Posada reproduce un vastísimo conjunto social, y a diferencia del autor de Memorias de mis tiempos le agrega al costumbrismo, cada que puede, el delirio imaginativo. Pero en el sentido ideológico, Posada no va más allá de la cultura de su época, no se embarca en la hazaña metafísica de revelar el "ser nacional", y no alega sobre su condición nacional, ni tendría ante quién hacerlo. La Nación entonces es, reconocidos los fundamentos idiomáticos y religiosos, un inventario de las instituciones y las predilecciones que se van acumulando. Luego de la lucha de facciones y en medio de la dictadura (que define a la unidad como el acatamiento de las órdenesde Porfirio Díaz), la Nación es el conjunto de leyes incumplidas, de injusticias multiplicadas y de haberes sorpresivos: leyendas, fiestas, creencias irónicas y profundas del campo y la pobreza urbana, pretensiones de la élite.
Una cosa por la otra: Posada no es "mexicano" de acuerdo a la concepción actual, pero tampoco lo es según la codificación porfiriana. No cree en la selección de las especies y no se avergüenza de la apariencia popular. Más bien lo contrario. En sus grabados, los rostros típicos se vuelven arquetípicos, y el aspecto que avergüenza a los porfiristas se reivindica gozosamente. "Así somos, podríamos ser más atractivos, podríamos parecer europeos, pero como somos indios o mestizos, nos toman o nos dejan." Nada más lejos de Posadaque la pintura académica de esos años, que desea volver "respetables" a los indígenas presentándolos esbeltos y bellísimos, indios "helénicos" por así decirlo. Posada admite sus distancias con los modelos de la Grecia antigua, y trazalos paisajes faciales que podrían sentirse crueles, y terminan por ser entrañables. Y por la misma lógica de la observación fidedigna, desde su contemplación divertida de la "nación aceptada" y el pueblo excluido, Posada, sin plan alguno, llevado por su furia laboral, opone a la percepción estrechísima del porfiriato proposiciones muy vastas, un mapa de haberes que va de las costumbres a los mitos, de los mitos a la moda, de los generales a los toreros, de los escritores a los tlachiqueros, de la Historia a la Fábula, de las supersticiones a las conmemoraciones.
Las acumulaciones culturales son transformaciones sociales. De entretenimiento masivo, una obra pasa a ser patrimonio nacional. Aislados del ámbito de los orígenes, de esos compradores ávidos y divertidos, los grabados de Posada parecen a ratos logros en el vacío o pruebas al calce de la metafísica de lo Mexicano. La filiación popular, ámbito concretísimo, reaparece como abstracción brumosa, la "fuerza genésica" que, de improviso, produce un fruto muy complejo, cuya preservación requiere de la solemnidad de los museos. De este modo, sean o no persuasivas, las explicaciones a posteriori inducen a nociones equívocas. Posada no se propuso ser "pueblo", ni es un resultado completamente insólito, ni fue artista de modo propositivo. En cuanto al sentido de su trabajo, es justificable evocar los nombres de Daumier y de Goya; en lo tocante a las intenciones, la comparación no se sostiene. A Posada la condición de "artista" no le hubiese dicho gran cosa. Él se creyó artesano, o mejor, vivió la vida de un grabador de su tiempo, que sólo localizaba el reconocimiento en las demandas de trabajo. Y por su capacidad de transmitir y materializar de modo absolutamente personal la otra epopeya de las masas, la muy soterrada de creencias y jolgorios, Posada, desde su falta de pretensiones, le permite a su clientela no la responsabilidad de la contemplación artística sino la alegría impensada: la metamorfosis de lo contiguo. En las revisiones de su obra esto sale a flote: así, en gran medida la obra ajusta todo al gozo de la fluidez popular, a las diversas maneras en que una colectividad nacional cobra rostros y atiende al despliegue de sus facciones. Antes de Posada, nadie se ha acercado tanto a los diversos contenidos de la Nación, y esa exaltación de lo que se tiene, sin jerarquías, esa profundización localista ejecutada con maestría, garantiza su aprecio internacional.
La defensa de los intereses
Se ha dicho que Posada carece de ideas políticas, que no defiende causas ni pretende cambios o reformas sociales. Esto es, por lo menos, inexacto, y basta revisar sus reclamos de justicia, los aportes a la subversión imaginativa de los reprimidos, cuando hacerlo era muy riesgoso. Posada colabora en publicaciones de oposición, entre ellas El Jicote, La Palanca, La Guacamaya, El Diablito Bromista, El Diablito Rojo, Juan Panadero ("Periódico independiente destinado a defender los intereses de los estados de la República"), o El Fandango (cuyo subtítulo es aleccionador: "Semanario destinado exclusivamente a la defensa de la clase obrera, decidor de verdades, no farolero y sostenedor de cuanto dice en cualquier terreno: No son papas"). Sus piezas, invariablemente, atestiguan la vitalidad áspera, malencarada, inocente, resentida de la chusma, de esa leperuza y ese peladaje que Posada, sin embellecerlos en lo mínimo, describe con el afecto posible: el del pleno y jocoso reconocimiento de su existencia. Ocasionalmente, y a pedido, dibuja respetuosamente a Porfirio Díaz, pero de modo reiterado y valeroso traza su prepotencia, su desprecio envilecedor por el pueblo, su aferramiento al poder, su puerilidad. Y llevado por ideas políticas implícitas, por un espíritu de resistencia a la brutal uniformidad de la dictadura, Posada insiste en el humor como (inmejorable) punto de fusión entre realidad y fantasía. Hay que acotar este humor, el de una sátira de trazos gruesos, que se combina en ocasiones con la finura alegórica. En una sátira franca y ostensible: el humor que a los marginados les provoca su mera presencia caricatural, la risa que brota del saberse intercambiables a los ojos de la élite, el humor del sarcasmo y el desprecio por la pompa. Posada casi nunca chotea a personas específicas, fuera de las exigencias de la política, a la que se dedica de modo infrecuente; su burla se filtra o se expresa a través de alegorías, las facciones que son en sí mismas alucinantes (Doña Caralimpia), o ese personaje graciosísimo, el homenaje de Posada a la sátira de la transgresión, don Chepito Mariguano, mezcla de viejo raboverde, demagogo, cómico chusco, disparate a la moda, payaso de las bofetadas, alma de la fiesta, acosador sexual. Don Chepito, inermidad y locura, contempla con sonrisa depravada las ineptitudes de la inepta sociedad, que en su oportunidad lo vapulea.
Posada explora y subraya los temas que le importan. Si no se trata de asuntos religiosos, que muchas veces criterios del mercado lo devuelven a la piedad académica muy convencional, adopta como perspectiva no la moral sino el tremendismo de la risa o el escalofrío. Un ejemplo: el baile del 20 de noviembre de 1901, en donde 41 homosexuales, algunos de ellos vestidos con ropa de mujer, son víctimas de una redada en la calle de la Paz. "Aquí están los maricones. Muy chulos y coquetones." De acuerdo a la visión de Posada, que aborda la redada por lo menos en cinco grabados, este baile es una parte escandalosa y bulliciosa del gran carnaval de la vida mexicana, en donde todo, incluso la partida forzosa a los trabajos forzados en Yucatán, con algunos aún travestidos, corresponde a una sociedad envuelta en el extravío perenne de las formas, en la carnavalización donde se adjudican los rostros sin tomar muy en cuenta el sentir de los destinatarios.
Anda, putilla del rubor helado, anda, vámonos al baile
La cumbre indiscutida de Posada son sus "Calaveras", género gráfico y periodístico ya en boga desde los años ochenta del siglo XIX, estimulado por las tradiciones y supersticiones católicas del Día de Muertos, y vigorizada por la moda del Don Juan Tenorio de José Zorrilla. Gracias a las "Calaveras" el humor popular conoce su gran zona de impunidad: si la muerte es la gran niveladora, su premonición dibujada y versificada facilita críticas devastadoras y panoramas corrosivos. Y échese la culpa a la "fraternización en los panteones". Posada aprovecha esta ganancia y la convierte en uno de los grandes paisajes alucinantes del arte mexicano. No le interesa en lo mínimo vislumbrar el más allá, ni diluir con figuras sermones y aleccionamientos, sino explayarse formalmente, ratificar la igualdad que la vida no admite y sintetizar, entre otras cosas, la represión y la exaltación comunitarias, las invenciones de la calle y los sarcasmos políticos de los cafés, los juegos de la fantasía y las reminiscencias infantiles, las atmósferas, en suma, de una catarsis que es memoria histórica, acopio cultural, sueño dirigido y lucidez vivificadora.
Las "Calaveras" de Posada participan típicamente en el nuevo paisaje urbano, en la orgía y en la amenaza; son manifestaciones del relajo, de la ruptura de solemnidades y respetos, o son la legión de las generaciones pasadas que se acumula tras cada uno de los vivos, o son la advertencia apocalíptica, el pregón publicitario del Juicio Final, o son la intromisión sarcástica del Más Allá en el (azorado) Más Acá, o son fandango y el bailongo en el valle de Josafat, o son la batalla en donde todos han perdido de antemano, o son la asamblea en donde nadie pide la palabra para no estorbar los huesos, o son la oportunidad del enorme perol que anticipa las dulzuras del infierno. La calidad de cada una de las "Calaveras" es notable, y sin embargo, por razones comprensibles e incomprensibles, el gusto público eligió una que es ya uno de los cuatro o cinco grandes símbolos nacionales, al lado del águila y la serpiente, la figura de Zapata, el rostro de Juárez, y el Zócalo: la Calavera Catrina es el engalanamiento en el paraíso de los ahogados y los fusilados, el comportamiento adecuado en la más drástica de las circunstancias. Posada multiplicó la actividad de las calacas, y las ubicó en todos los órdenes de la actividad, sojuzgando cementerios y bailes de sociedad, desplazando con su entusiasmo a los que todavía respiran, pero sólo con la Calavera Catrina logró la personalización clásica de la muerte, una muerte con estilo, desfachatez y muchas ganas de aplauso.
Con sus "Calaveras", Posada conjunta indistinguiblemente el cielo y el infierno de las creencias. Ya no hay santos ni demonios, sólo Calaveras del Montón.
"Fue tan grande que quizás un día se olvide su nombre"
Tan no pueden entender a Posada la sociedad y la cultura de su época, que sólo el estrépito revolucionario (las iluminaciones de una inversión valorativa) inicia el rescate de su obra. En rigor, así sólo viva unos años de la lucha armada y la represente escasamente, Posada corresponde por entero al sentido radical de la Revolución. Su obra es una vasta y generosa inclusión del pueblo en el panorama de las representaciones. (Digo "su obra" y reconsidero la expresión: así en sus inicios Posada se acerque a las técnicas francesas en boga, carece de la idea de "obra" que asociamos con un plan general y una voluntad de estilo. Y sin embargo, es tan irrefutable la unidad de su trabajo que hace inevitable hablar de obra).
En los años veinte, los muralistas llaman la atención sobre el genio de Posada, un Posada necesariamente parcial, seleccionado como antecedente prestigioso de la Escuela Mexicana de Pintura. En la evocación de Orozco, Posada es un estímulo callejero convertido en fuerza seminal; para Jean Charlot es un técnico incomparable; Rivera, profeta desoído, afirma: "Posada fue tan grande que quizás un día se olvide su nombre. Está tan integrado al alma popular que tal vez se vuelva enteramente abstracto." La habilitación maravillada continúa casi sin variantes hasta nuestros días, pero el destino de Posada defrauda y complace simultáneamente el dictum de Rivera. Por un lado se individualiza, volviéndose referencia insustituible, gloria nacional, etcétera. Por otro, es el sinónimo perfecto del arte que el pueblo genera o auspicia como diversión y que retorna como identidad; el arte que, de varios modos, satisface una noción: el "alma popular" de los seres anónimos, el vislumbramiento de la raíz del México Profundo. A esta mitificación contribuyen los viajeros, siempre alborozados con "lo primitivo" que no se aparta de la memoria, y los artistas, digamos Sergio Eisenstein, que sabe de Posada por Maiakovsky, y recurre a las calaveras para imprimirle vitalidad a la secuencia de la muerte en Qué viva México! Luego, en su mural Un domingo en la Alameda del Hotel del Prado, Rivera pinta a Posada y a la Calavera Catrina, cuya mano aferra el niño Diego. Casi no hace falta más. Posada ya es una de las maneras seguras de identificar lo mexicano.
En planchas de metal, planchas de madera o piedras tipográficas, entre cambios técnicos de litografía o grabados de madera o metal zinc, Posada, sin aspiraciones didácticas, se dirige a un público, básicamente iletrado, que antes de él existía de modo distinto y cuyas nociones de realidad e irrealidad se afinan en la contemplación de sus grabados. Sin proponérselo, y sin que la empresa sea en modo alguno involuntaria, Posada traza la primera imagen de conjunto, el primer aluvión de acercamientos al México popular que el siglo XIX genera y la Revolución encumbrará durante dos décadas extraordinarias. Sin duda, en vísperas de la Revolución, Posada es la secuencia maravillosa de grabados en donde, proscrita, expoliada, resurrecta, una comunidad aprende a conocerse, se enamora de sus tradiciones y fantasías (sus deleites y prejuicios y ensoñaciones), se reconcilia con su imagen y se considera Nación porque a fin de cuentas un arte popular que es un espejo así se lo confirma.