Thierry Jousse
Cinco motivos para Claude Chabrol*

1. Uno de los clichés más persistentes en el cine francés es tomar a Claude Chabrol por un perezoso empedernido que jamás expone cabalmente todas sus ideas y sí se reserva algunas para la película ideal que no realizará jamás. Paradoja curiosa para el cineasta francés más prolífico de su generación que no ha dejado de filmar, de manera quizá muy dispareja, muchas menos películas malas de lo que supone su leyenda, y sobre todo algunas obras maestras esenciales. ¿De dónde viene esta persistencia del cliché? Tal vez de algo muy sencillo: en las películas de Chabrol jamás se percibe la faena pesada; en ellas el trabajo es invisible o subterráneo. En este sentido, Chabrol es lo contrario de Truffaut, un cineasta en quien sí se siente a menudo la minucia de la construcción escénica y dramática. Al ver una cinta de Truffaut no es difícil imaginar al director rompiéndose la cabeza para ubicar el detalle que estorba. De manera opuesta, es mucho más difícil imaginar así a Chabrol, en cuyo cine la significación es a menudo volátil. En Truffaut todo significa; en Chabrol, todo se encamina hacia una vacilación del significado. Los síntomas se acumulan, pero rehuyen la interpretación. Los signos no tienen exactamente un sentido, pero subrepticiamente se apoderan de la conciencia del espectador sin que éste pueda realizar el mínimo desciframiento liberador. El mundo de Chabrol es infinitamente menos familiar y reconfortante que el de Truffaut, y su cine, más oscuro en su claridad y más desestabilizador en su propio funcionamiento. Hay algo irónicamente impenetrable en el cine de Claude Chabrol que es la base de su realismo personal y la causa de su densidad y su desasosiego.

2. Claude Chabrol es, con Alain Resnais, uno de los pocos cineastas franceses que se han interesado de manera casi permanente en el cerebro humano. No como científico o sicoanalista, sino como un observador infatigable de la vida más íntima, de la experiencia más privada. Esta preocupación fue muy clara en El infierno, una película que contempla la paranoia bajo un ángulo a la vez alucinatorio, clínico y de ficción, y que es, a su manera, contemporánea de Cronenberg, Carpenter o Kubrick. Lo que podría tomarse como una mirada muy exterior, por lo tanto muy distanciada o más bien fría, sobre los comportamientos aberrantes o límites, no tiene nada que ver con teorías de la conducta. Se trata más bien de explorar los contornos y de dar cuenta, con el máximo de precisión y realismo, de lo inexplicable como algo inexplicable, o de lo insoportable como algo insoportable. De allí esta fascinación por el crimen como forma perfecta de lo incomprensible y de lo inaceptable. ¡El instante en que se ha vuelto ya imposible proyectarse! El momento en que Michael Bouquet, el marido de La esposa infiel, asesina al amante Maurice Ronet. O cuando el mismo Michel Bouquet asesina a su amante al inicio de Juste avant la nuit. Filmados siempre como descargas mentales, alucinaciones, interferencias de la visión y del sentido... Hay poca dramatización. Ni siquiera catarsis. Tan sólo la irracionalidad de pasar al acto. En La ceremonia, el acto de matar no precisa de justificación alguna, ya sea política, social, pulsional, sicológica o de conducta. Ni siquiera pertenece al orden del salvajismo. Es una ejecución programada que llega a su término. El enigma permanence en tanto enigma. Remite a una metafísica sin Dios, y en su horizonte sólo se perfila el individuo como un bloque impenetrable. De alguna manera es un goce del bloqueo y en él se contempla cómo las salidas se cierran una tras otra. Un más allá de la ilusión que jamás tiende hacia el cinismo sino más bien hacia una mirada sin mediación y sin afeites.

3. Cada gran filme de Chabrol es una ceremonia. Y Renoir añadiría: Todo gran arte es abstracto. Detrás, delante, a los lados de las apariencias de crónica social que Claude Chabrol desea dar a todas sus cintas, se disimulan la abstracción, la forma. De ahí una paradoja: Chabrol es un cineasta poco narrativo y finalmente poco balzaciano. El proceso de la narración apenas le interesa, si acaso sólo, justamente, como forma ceremonial. Hay películas sencillas y películas complicadas. La mujer infiel o El escándalo, La ceremonia o Le cri de l'hibou. Pero ya sea intriga elaborada o bosquejo de narración, el resultado es un parecido gusto por la forma, cercano a veces del esoterismo, como en Alice ou la derniere fugue. Algo más bien musical o arquitectónico. Motivos barrocos, a veces rococó, o apremios de la necesidad. En esto Chabrol está cerca de los música de la escuela de Viena, que además influye muy directamente en las partituras de Pierre Jansen o, después, en las de Matthieu Chabrol: sabe combinar una geometría cercana al vértigo del espíritu con la carne de la pulsión. Como si al lirismo venenoso de Berg lo frenara e intensificara el rigor espiritual de Webern. Sabe romper con los acentos tónicos del relato, con sus crestas y relieves, para crear espacios de deriva donde todas las secuencias, dramáticas o no, poseen la misma importancia. Chabrol, cineasta atonal. ¿No sería entonces el más moderno de todos los autores surgidos de la Nueva OlaM ¿Más que Rivette o que Godard? Es en todo caso el que mejor sabe prestarse al doble juego del espectáculo y la escritura, de la elevación y la trivialidad, de la grandeza y la bajeza. Es sobre todo él quien ha llevado más lejos el poderío total de la puesta en escena. Porque cada una de las grandes películas de Chabrol es también el logro de la idea de la puesta en escena como un proceso mental y musical. Una ceremonia, de alguna manera.

4. En el horizonte de los grandes Chabrol siempre hay una gran residencia: una casona, una quinta, una mansión. Una suerte de cerebro, justamente. Un lugar de encierro, incluso de enclaustramiento. Un personaje con resonancias góticas. Un espacio al que acosan las afecciones mórbidas. Un lugar portador de muerte. Una fortaleza inexpugnable o asediada, como un individuo. Alguien está en el interior o en el exterior. Mira o es mirado. Desea entrar a huir de ella. O las dos cosas a un mismo tiempo. De cualquier forma, hay algo como una vampirización arquitectónica, como la vampirización biológica de una mujer por otra mujer (Las ciervas, Betty) o de los amos por los criados (La ceremonia). Por ejemplo, la atracción irresistible de Robert Forestier-Christophe Malavoy por la casa de Juliette Volland-Mathilde May al principio de Le cri de l'hibou. No un deseo por la joven sino por la casa con la joven dentro. Todo el exterior reposa en el hogar. Un proceso que se da de manera muy pura en La ceremonia. Todo es allí ocupación del espacio. Y en este asunto, Chabrol tiene algo más que técnica y destreza. Hablaríamos más bien de ciencia. Allí está la figura del cerco o del círculo vicioso, como en Alice ou la derniere fugue. Y también la virtualidad del laberinto. O simplemente la coreografía de idas y vueltas. Todo eso hay en La ceremonia. Exterior-interior. Casamazmorra. El imaginario gótico anglosajón suspendido o decantado. Lo nocturno vuelto diurno. No son los personajes los que habitan la casa, sino la casa la que los habita o embruja. En ellos habla. ¿Y si la casa fuera la piedra angular del cine de Chabrol, la figura matriz de toda su obra? ¡Chabrol, cineasta residencial!

5. Chabrol no es un artista. Al menos no se manifiesta como tal. Es más bien un autor a la antigua. Un tipo de cineasta en vías de extinción. Sus planos no son exhibicionistas, jamás pretenden dar la prueba de su genio eventual ni crear la sensación de belleza. No es de los que se desahogan en sus películas o llevan su subjetividad al hombro. Trabaja con géneros, con estructuras prestablecidas, adaptaciones de novelas policiacas, temas que los profesionales del cine verían mejor en la televisión. No hay efecto cultural (incluso en madame Bovary), ni espectáculo ni plusvalía de autor. Hay simplemente alguien que cree que el cine, con su fuerte ingrediente de trivialidad, es un instrumento de exploración y, por qué no, de verdad. Un cineasta que ha asimilado las leyes del comercio y hace al mismo tiempo lo que le da la gana. Es difícil encontrar película más libre en su propio rigor que La ceremonia. Como Buñuel, o Melville, Chabrol trabaja también con la imagen dominante del cine francés y suscita los mismos malentendidos. Su arte es un arte de lo corrosivo que se manifiesta a través de una observación precisa de los códigos, ritos y relaciones de poder que éstos suponen. Hay algo aparentemente liso, como descompuesto en el interior: un veneno en marcha que muy pronto hará que todo reviente.