La octava Bienal Tamayo resulta a mi juicio menos alentadora que algunas de las anteriores. Las razones pueden atribuirse a varias causas, entre las que están la difusión algo tardía y no lo suficientemente reiterada de la convocatoria, luego la escueta cantidad destinada a los premios (resultan equivalentes a los que se otorgan en el Encuentro de Arte Joven) y en tercer lugar los términos mismos estipulados en el documento convocante, que habría de reformarse para la próxima versión. Desde su surgimiento, este concurso planteado por el propio Rufino Tamayo --quien actuó varias veces como jurado-- estuvo dirigido a artistas que cultivan la pintura como género primordial. De antemano se sabía que quienes concurrirían serían artistas de las generaciones recientes. Para no ofrecer coincidencias con los Encuentros de Arte Joven, después de la primera Bienal se fijó un límite de edad: los candidatos debían tener al menos 30 años cumplidos. Eso redundó en que las edades de los participantes fluctuara en aquel entonces entre los 30 y los 40 años.
Hoy día, salvo contadas excepciones, aquella generación de pintores ya no participa. Los pocos que sí lo hacen resultan en su mayoría distinguirse de sus colegas más jóvenes por acusar un mayor profesionalismo, o un sentido más concreto acerca de cómo plantear una propuesta pictórica. La Bienal Tamayo, no lo olvidemos, es una bienal de pintura. Y lo es en el sentido tradicional.
El mayor de todos los participantes es el pintor regiomontano Claudio Fernández. Con su cuadro Onimnus V (una acertada composición, cuidadosamente realizada) se abre la muestra consistente en 51 trabajos de 43 artistas. No es ésta la única pintura de convincente realización que se exhibe, hay varias otras, correspondiendo a modalidades diversas: las de Armando Romero, José Castro Leñero y Renato González (que merecieron los tres premios) están en ese caso. El cuadro premiado de Romero Al Ritmo de la calle obtuvo consenso casi inmediato por parte del jurado. Es una pintura sobria, orquestada en oscuros, que a la escena planteada amalgama efecto de pizarrón. Tengo que decir, porque así lo siento, que ya museografiada se ``apagó'' un tanto y que lo mismo sucedió con otras obras que también llamaron la atención de primer embite.
Ocurre igualmente lo contrario, hay piezas que ganaron mucho al verse en conjunto. Resalta entre éstas la pintura de Luis Argudín Lo ligero y lo pesado, una naturaleza muerta cuyos elementos, opacos algunos, transparentes otros, tienen como fondo un lienzo azul que recuerda aquel paño rojo sobre el que está planteada una famosísima crucifixión de Holbein que se encuentra en el Museo de Filadelfia.
A fuerza de observar al público que visitaba la muestra una mañana dominical en el Museo Tamayo, me dí cuenta de que este cuadro es de los que más ``dicen'' a la mayoría de los espectadores. Otra pintura que destaca --y no sólo por su calidad pictórica sino por su planteamiento-- es Caos urbano de Roberto Parodi. En esta temporada será posible observar obras recientes de ambos artistas a través de sus respectivas exposiciones en las salas del tercer piso el Palacio de Bellas Artes y comparar esos conjuntos con las obras que los representan en la Bienal Tamayo.
Recuerdo que durante las reuniones en las que se efectuó la selección se discutió exhaustivamente uno de los trabajos de Manuela Generalli, que finalmente resultó seleccionado. La paleta es similar a la utilizada por Parodi (y puede que hasta el estilo, como igualmente el tema urbano, ofrezca coincidencias) pero siento que la pieza de Generalli no resultó tan lograda y estos son los motivos de análisis y reflexión que conlleva una confrontación como la que comento. Igualmente conservo la experiencia de los primeros enfrentamientos con las piezas de Rafael Charco, que parecían frescas, pintadas con gran libertad. Ya museografiadas en el recinto que ocupan se perciben más apresuradas que frescas. El ``feismo'' es categoría estética reafirmada por la transvanguardia, pero yo me pregunto si ésta no llegó ya a su ocaso.
El profesionalismo, la seriedad, la disposición a lograr un buen trabajo, ¿cuentan en materia de pintura? Pienso que sí, que la época de las audaces catharsis, por impactantes que pudieran parecernos hace unos cinco o diez años han pululado en demasía, en todo el mundo. Por eso destacan en este conjunto las piezas bien trabajadas.
Un cuadro como el de Antonio Luquín El mundo del no pasa nada no puede más que llamar intensamente la atención. Salvo por los dos personajes femeninos que ocupan el primer término, introduciendo un elemento empalagoso que daña la tónica entre onírica y cinematográfica de la escena, este cuadro está entre las mejores obras figurativas del conjunto. Otra pieza que resulta, por lo menos inusitada, es la del oaxaqueño Juan José Zamarrón Acerca de políticas nintendo en la que puede leerse un discurso sin que la pintura deje de serlo.
Hay obras que están emparentadas entre sí, formando ``familias''. La familia más notoria tiene como base el protagonismo del color blanco. Tal vez sea el cuadro de Franco Aceves Humana, el que más destaca. Además tiene la virtud de proponer, a través del título, una chispa de humor, cosa que siempre se agradece. La pintura de Juan Caballero, influida por Boris Viskin (no presente en esta muestra) forma parte de esta familia, y la composición abstracta de Perla Krauze, Luz de la mañana, fina, pero excesivamente ``minimal'' también se les emparenta.
El eclecticismo en una colectiva de esta índole no puede ser visto más que como característica propia de un salón.