En su homilía del pasado domingo, el arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera, se refirió a abusos de poder y a excesos en la aplicación de medidas de vigilancia, como los ``interrogatorios especiales'' de que son objeto muchos ciudadanos en el país, así como al dispositivo de seguridad que impidió incluso que las campanas de la Catedral fueran echadas a vuelo en la celebración del 15 de septiembre.
Ciertamente, la tranquilidad en el país y la seguridad de los ciudadanos experimentan una degradación real debido a factores tan diversos como el incremento de la delincuencia -especialmente, la capacidad de operación de las mafias del narcotráfico- y la violenta aparición del Ejército Popular Revolucionario.
En este contexto, es entendible y razonable que las corporaciones policiacas municipales, estatales y federales, así como las fuerzas armadas -en la medida en que algunos de sus efectivos han sido víctimas de ataques-, refuercen los dispositivos de seguridad e incrementen las medidas de prevención.
Tales acciones, por supuesto, deben realizarse en estricta observancia a los lineamientos constitucionales y con respeto a las garantías ciudadanas y los derechos humanos, y estas consideraciones de básica legalidad fueron enfatizadas por el presidente Ernesto Zedillo en su más reciente informe.
Hay serios indicios, sin embargo, para pensar que el respeto a la ley en el combate y la prevención de los ilícitos -el cual constituye una exigencia social, una orden presidencial y un imperativo constitucional- no está siendo plenamente observado. Además de esos interrogatorios a los que se refirió el arzobispo metropolitano, deben sumarse abusos flagrantes en muy diversos niveles.
Para ejemplificarlo, baste con señalar algunos sucesos ocurridos en los últimos días: la noche del 15, en Chilpancingo, un menor de edad, integrante del FAC-MLN y acusado de haber asaltado un taxi, murió a consecuencia de la golpiza que le propinaron ocho días antes en el albergue tutelar de esa ciudad; cerca de ahí, el senador Félix Salgado Macedonio fue golpeado por policías judiciales federales, quienes le formularon acusaciones inverosímiles; en Tijuana, la policía municipal dio a conocer un reporte, igualmente inverosímil, según el cual presuntos militantes del EPR se habrían enfrentado ``a golpes'' con agentes del orden en el curso de un ``acto subversivo'', a raíz de lo cual se arrestó a 12 manifestantes; en proporciones y niveles muy diferentes, durante los festejos de la Independencia las medidas de seguridad adoptadas dieron lugar a abusos de autoridad en cuando menos dos sitios: la Catedral metropolitana -como lo señaló Rivera Carrera- y la presidencia municipal de Nuevo Laredo, en donde los militares impidieron el acceso al edificio de los consejeros municipales y de allegados a la alcaldesa.
Es de esperar que estos casos -en varios de los cuales puede presumirse la comisión de delitos por parte de autoridades y en los que es imperativa una investigación legal- queden en el margen de lo excepcional y no sean expresión de una inaceptable tendencia autoritaria. Los funcionarios y servidores públicos de todos los niveles deben tener cabal conciencia de que, sin mengua de los atributos coercitivos gubernamentales, la mayor fuerza del Estado es el apego a la ley.