1 Aullido y resplandor Un resplandor naranja entre las ramas, como una brasa alta, como lámparas de oro, como hojas tardías iluminadas de pronto, la luz naciéndole a su propio color.
Un aullido despide la noche. El último. La garganta del lobo al fin descansa, y va y guarda sus ojos nocturnos en el estrecho estuche de sus párpados.
Escaldada por la mañana, asoma al resplandor naranja la mano del agricultor. Camina a la higuera y toma tres higos maduros. La lluvia de anoche, abandonada al rocío sobre una vegetación indefensa, refleja la blancura de la mañana en una multitud de gotas de plata.
Asoma el jardinero con sus instrumentos de poda y su escoba. En fin, asoman tres campesinos que van pasando, un chofer desvelado, los primeros niños en la escuela, y hasta me asomo yo. Pero lo más importante, se asoma el sol.
El resplandor ha desplazado sus naranjas como si contagiara a los otros árboles. Los sabinos, los altos sauces, los encinos. Se multiplica el resplandor en muchos resplandores en las copas del bosque, una pirotecnia, una iluminación, un fuego de San Telmo.
Entonces cesa. El resplandor esfuma de súbito sus multiplicaciones. Los que miramos, nos miramos entre nosotros, admirados, incomprensivos, hermanos en la experiencia, accidentales cómplices.
El sol arrecia. El agricultor se aleja con sus tres higos. Un naufragio de nubes estalla en la inconmovible montaña. Un azul de ojo de novia une su despertar al cielo.
Y del lobo nadie se acuerda, pero bien que aullaba. ¿Saben por qué? Porque no vería este azul de ojo, y porque el resplandor naranja sería una simple fosforescencia en su sueño de cubil.
Pero no son historias que importen, éstas.
2. De pies a cabeza (Luis y Lya, abril)
Sentado en una orilla de la vieja aspirina del dolor, los brazos pegados al viento, caídos a un lado de su herida, despacito, de dos en dos, así la mira pasar flotando entre las hojas tiradas de las ramas, húmedas para pudrirse.
--Qué tienes cerca de ti. Qué tienes delante-- pregunta él con un ardor duro en las palabras. Oscuramente, él que ha sido un niño iluminado desde siempre.
Ella articula un lenguaje anterior al silencio, una estela paleolítica con y sin cometa, una cola de caballo de mujer poblada de estrellas anudada en la nuca de su esfera absoluta.
El no comprende. Se aferra a la pastilla, que se desmorona por la esquina, las sales inmaculadas le escurren los dedos y se diluyen en ondas que las llevan, reloj de arena.
--Dime qué ves tú que estás más cerca-- insiste él. Ella no responde. Con ademán displiscente señala cualquier parte, como por lástima.
El dolor se lava, desmoronado. La sal de la cabeza se alisa la greña, la humedece y le quita las penas.
Ella, que desde que se adelantó no acostumbra ser tan tierna, gacela, le toma el cuello, le frota la espalda, lo peina y lo besa de pies a cabeza. Por eso él no muere. Por ella.
3. El pintor y su esposa
Su manera de ponerse lejanías les obstruye no pocas veces el avance, pero son humanos como cualquiera. Se lo tenían que andar repitiendo: ``Somos humanos, somos personas'', porque por momentos se creían sólo animales instintivos, hormonales, digestivos. Por momentos, también, se creían tripulantes de los astros, conciencias allende la nebulosa, emperadores del placer, iconoclastas en relación a qué. Se perdieron en los extremos. Y entre ellos se pierden de vista, se ignoran y olvidan, abisman su manera de amanecer cada mañana solos o en compañía ajena, a espaldas de lo que cambia y cambia.
El deambula la senda de los óleos, los muros, los dibujos y las formas migratorias que pide el gobierno del país extranjero donde viven. Ella va por la senda de las carpetas deshojadas, la imperfección acechante y la lumbre en discordia.
--Wish you were here-- le dice a veces ella, sin reclamo ni ironía. Y él la mira como si mirarla fuera perderla. La dibuja.
Viven el reverso de sí mismos.
El alucinante paso del tiempo los coge desprevenidos, envejecen al parejo de sus camadas y escuecen, llenos de equivocaciones y pueriles tormentos.
Están para perderse. Se les ve en las venas del cuello. Se les huele agotadoramente. Están separadamente lejos, parece que para siempre, y están que hierven.