Luis Hernández Navarro
Café: la pobreza de la riqueza

Dos caras de la misma moneda, la producción de café en México es, simultáneamente, fuente de riqueza y de miseria. Durante 1995 las exportaciones del aromático generaron en nuestro país divisas por alrededor de 700 millones de dólares. Al mismo tiempo, quienes lo produjeron, tuvieron ingresos insuficientes para vivir.

De los cerca de 280 mil productores del grano en el país 200 mil tienen lotes menores a dos hectáreas. Con relativos buenos precios como los actuales, el jornaleo fuerza de la huerta y algunos apoyos gubernamentales (Procampo, para los que también siembran maíz), una familia cafetalera puede tener ingresos equivalentes a un salario mínimo diario. Pocos recursos para muchas necesidades. Y, ciertamente, prácticamente ninguno para capitalizarse.

En 349 de los cerca de 400 municipios donde se produce café en el país son de alta o muy alta marginalidad. La mayoría de los que no tienen estos índices de marginalidad se ubican en estados como Colima o Jalisco, donde casi no se cosecha el aromático. Más de 60 por ciento de los cultivadores son indígenas. Esto significa que, además de ingresos escasos, las familias cafetaleras viven sin los servicios básicos necesarios. El mapa de la desnutrición en nuestro país coincide con el de las zonas cafetaleras.

En las comunidades productoras viven también avecindados, jornaleros y medieros sin tierra. Su situación es aún más dramática que la de los productores. Son los pobres de los pobres.

Donde no se han creado organizaciones democráticas para comercializar la cosecha, los productores padecen la presencia de intermediarios voraces. En las regiones más organizadas los productores deben competir con las grandes agroindustrias, que cuentan con financiamiento barato y suficiente y controlan las partes más rentables del negocio.

Entre 1974 y 1989 una institución oficial, el Inmecafé, desempeñó un papel fundamental en la organización, la asistencia técnica, el financiamiento y la comercialización del café. A partir de 1990 el Instituto inició un acelerado proceso de reestructuración que lo llevó a su desaparición dos años y medio después, justo en el peor momento de la crisis de los precios.

Una parte de las funciones del Inmecafé fue cubierta por el Pronasol. Muchas otras tuvieron que ser tomadas por los productores casi de un día para otro. Otras, como la investigación, dejaron de hacerse.

Con la desaparición de Solidaridad la responsabilidad del sector pasó a manos de la Sagar. Esta secretaría se limitó a implementar en 1995 un programa de crédito y algunas medidas cosméticas en el marco de la Alianza para el Campo. Al programa de crédito entraron solamente 165 mil productores (casi 60 por ciento del total) y 316 mil hectáreas (42 por ciento del total). Pero en junio de este año sólo habían pagado 65 mil productores. La devaluación del peso, la caída del precio y las orientaciones de la CNC de no cubrir sus adeudos hundieron la iniciativa. Los programas de la Alianza para el Campo no han tenido mejor fortuna.

Además del retiro de las ``instituciones'' oficiales del sector, los productores tienen problemas adicionales como el ``achicamiento'' del INI, la contracción de los programas de salud y de abasto y la reducción de la inversión pública destinada al sector social. Los pequeños productores han tenido que enfrentarse solos al mercado, y al abandono de las obligaciones redistributivas y asistenciales del Estado.

En estas condiciones no puede causar extrañeza que el número de extremadamente pobres se haya incrementado, al tiempo que crece el malestar social y la protesta. Las movilizaciones de los pequeños productores han chocado de frente contra el cacicazgo del PRI y la respuesta dosificada a sus demandas de las autoridades federales. La violencia institucional tiende a incrementarse. La mayoría de las regiones cafetaleras del país se han militarizado con el pretexto de la lucha contra el narcotráfico y la guerrilla. Las organizaciones de productores autogestionarias están rebasadas por la problemática.

Sin políticas sociales que las beneficien, enfrentando el vacío y la desbandada de las instituciones gubernamentales en el sector, sin programas de desarrollo, sin democracia y sin seguridad pública, las comunidades cafetaleras que generan riqueza en el país viven en la pobreza. El campo cafetalero es un polvorín a punto de explotar.