Han pasado veintitrés años. Mucho tiempo para que el odio se desdibuje en la memoria en repugnancia frente al asesinato y la tortura como instrumentos de gobierno. Por igual, ejército, armada, aviación y Carabineros asumieron entonces la gloriosa tarea de defender los valores cristianos de la civilización occidental. Una contrarrevolución en plena regla.
Desde entonces, ni el asomo de una disculpa de parte de aquellos que hace veintitrés años prepararon acuciosamente y finalmente realizaron la matanza de miles de jóvenes. Ninguna voz, siquiera de un tardío arrepentimiento, de parte del ejército de Chile, de la CIA o de aquella burguesía que aplaudía arrobada el restablecimiento del orden. Se abrió entonces un paréntesis de bestialidad institucional, después se cerró y todo olvidado.
Volver ahora a aquellos días, en ocasión de las frías recurrencias del calendario, puede parecer una operación de nostalgia enfermiza. Una contribución estéril al martirologio tardío. Una sensiblería anacrónica. Tal vez. El hecho sustantivo es que los muertos, muertos están, y muchos asesinos siguen por ahí. En Argentina algunos torturadores de Estado, tiempo después, declararon su arrepentimiento. En Chile ni eso. Las razones de la política impusieron el silencio. Por lo menos que la memoria reclame sus derechos.
Los recuerdos se tropiezan unos con otros, pero tengo imágenes que no obstante el paso del tiempo permanecen nítidas.
Recuerdo a un joven dirigente del MIR de Santiago (no debía tener mucho más de veinte años) durante una entrevista algunos días después del golpe. Recuerdo, en aquellos momentos de turbación y miedo, sus comentarios sensatos, su calmada conciencia del deber.
No he vuelto a saber de él.
Recuerdo las manifestaciones de los días anteriores.
Centenares de miles de personas en la calle. Parecía un carnaval. Muchos venían de las barriadas de Santiago. Había tractores cargados hasta lo inimaginable de gente riendo y cantando. Se formaban círculos en el medio del río humano que avanzaba hacia la Moneda y muchos, pañuelo en mano, bailaban una cueca acompañados por algún conjunto. Y yo aterrado frente a la posibilidad de que se me obligara a bailar. Recientemente desembarcado de otro mundo no podía entender si aquello era una manifestación de apoyo a Allende o una fiesta popular. ¡Cuánta estupidez en nombre de la busqueda de precisión! Y recuerdo un cartel que alguien levantaba frente al presidente que saludaba desde el balcón de la Moneda. El cartel, garabateado de prisa, decía: ``Este es un gobierno de mierda pero es mi gobierno''.
Recuerdo una señora bien vestida, con el peinado en orden, tal vez maestra de secundaria o dueña de alguna tienda de Santiago, que al pie del autobús que iba a Lima, mientras una patrulla del Ejército controlaba los documentos, preguntaba al oficial qué debía decir en el extranjero acerca del golpe. Y el oficial le contestaba que no había sido un golpe, sino un pronunciamiento militar en defensa de la democracia y contra el comunismo. Y la señora apuntaba diligente en una hoja de papel. Recuerdo que alguien en la fila no tenía destapador para su botella de refresco y el mismo militar, con el aplomo de alguien que no se amilana frente a los imprevistos, sacó la pistola de su funda y destapó la botella usando la pequeña protuberancia en la punta del cañon. Mientras la señora de antes lo miraba con orgullo.
Recuerdo el espeso silencio en el autobús. Nadie hablaba. A mi lado una muchacha leía Rayuela de Cortázar. Apenas cruzada la frontera, ya en Tacna, territorio peruano, los pasajeros bajaron para ir a comer en algún lado. Y ocurrió entonces algo que veintitrés años después sigo sin entender. Sin que nadie hubiera cruzado palabra con nadie, y sin una sola excepción, los opositores al golpe fueron a un restaurante y los otros se juntaron en otro. ¿Magia de los olores y el aspecto? ¿Capacidad inconsciente de los iguales de reconocerse sin palabras?
Recuerdo esos jóvenes que, en Santiago, iban a la universidad a estudiar como si quisieran aprender todo de un solo golpe. La impaciencia por saber. Las discusiones en clase y en los cafetines cerca de la universidad. ¿Dónde están ahora? Es lo que me pregunto a veces cuando veo en la televisión las imágenes de Pinochet.