Esta es mi última colaboración semanal para La Jornada. Termina así un ciclo iniciado hace doce años, el 19 de septiembre de 1984.
Creamos La Jornada para tener un espacio donde decir lo que pensábamos y para darle voz a los que carecían de ella. El periódico ha cumplido con creces ese propósito y así lo atestiguan las mil y un batallas libradas con y por la sociedad mexicana. Siempre estaré orgulloso y satisfecho de haber participado de diferentes maneras en este esfuerzo colectivo.
No todo fue perfecto o idílico en una comunidad tan apasionada. Hubo problemas y diferencias y algunos miembros se alejaron por motivos y agravios de lo más diverso. Las formas que eligieron para despedirse fueron de lo más variadas: silencios, portazos y/o explicaciones.
En 1996 los socios debíamos elegir un nuevo director general. El contexto de este año es bien diferente al de 1984. La Jornada es una institución consolidada política y económicamente, y ya no existe el imperativo de la unidad a toda costa impuesta por el riesgo exterior. México ha cambiado y en los últimos años han aumentado en la capital y en todo el país los medios que compiten por los lectores con la pluralidad y la independencia (en El Universal, por ejemplo, hay un grupo empeñado en transformarlo y envío a Roberto Rock y a Joel Hernández, entre otros, mi apoyo en todo lo relacionado con la defensa de la libertad de expresión).
Con esto en mente, en enero y febrero de este año le expuse en privado al entonces director general mis razones a favor de una elección abierta. Entre otras cosas, sugerí que quienes aspiraran al cargo presentaran a la comunidad, y discutieran con ésta, sus ideas y programas bajo reglas claras y acordadas. Además de demostrar congruencia sería un mecanismo para promover un diálogo interno sobre el proyecto que, en mi opinión, reforzaría los consensos para enfrentar mejor el momento del país y los retos creados por la competencia. El tema me interesaba como colaborador y accionista, y porque la claridad en las reglas era uno de los factores que determinarían la inclusión de mi nombre entre los candidatos al cargo.
Cuando la respuesta que obtuve fue el silencio, y cuando mis llamadas se quedaron sin respuesta, tomé en marzo dos decisiones: cancelé cualquier aspiración a la dirección --y así lo informé a los socios que me lo habían sugerido-- y me hice a un lado del proceso para no alterar la candidatura de Carmen Lira Saade, que ya entonces se perfilaba como nueva directora general de La Jornada. Lo único que hice fue solicitar por escrito al Consejo de Administración claridad en las reglas y que los candidatos al cargo presentaran a la comunidad sus programas. La petición fue aceptada, pero en la práctica el proceso se mantuvo bastante cerrado (por ejemplo, no hubo el tiempo para discutir unas opiniones que presentaron los presuntos candidatos en la víspera de la asamblea).
Quiero aclarar que nunca he estado en contra de la elección de Carmen Lira como directora. Es una gran periodista y una mujer íntegra a la que profeso mucho afecto. Pero aunque no me satisfizo el procedimiento como fue elegida, lo que me resultó más ofensivo fue que dieran por terminada una comunicación de 11 años cuando solicité que se aplicaran al interior algunas de las reglas que exigimos a los demás. Como el silencio persistió confirmé que, por respeto a mí mismo, tenía que irme.
Es posible, como me dicen, que los desaires no fueran nada personal, sino parte de un estilo y del celo por preservar la institución, y acepto lo que me toque por errores cometidos. Todo eso es posible, pero por todos los ángulos que revisé el asunto regresaba siempre a un hecho: el diálogo fue roto unilateralmente y eso imposibilitó la búsqueda de convergencias, y la resolución de diferencias. Fue, además, una señal inequívoca de que un ciclo había llegado a su fin. Reconocerlo no significa abandono de principios, aniquilamiento de afectos o negación mezquina de la enorme importancia que tiene el proyecto encarnado en La Jornada y que, estoy seguro, seguirá floreciendo con Carmen Lira.
En las separaciones siempre se queda una aclaración que hacer, una información que agregar o una anécdota que añadir. Pero el espacio se acaba y prefiero terminar reiterando mi gusto por los buenos momentos que pasé en La Jornada y mi agradecimiento por lo mucho que recibí. Al final, decidí que la mejor forma de despedirme era aprovechar los espacios que ahora existen para ejercer mi libertad y dejar asentadas mis razones.