Según el diccionario, ceremonia es ``el conjunto de reglas o ritos con los que se manifiesta una creencia o se da solemnidad a ciertos acontecimientos profanos''. Por ejemplo, la realización de una boda o los preparativos de una ejecución capital. En La ceremonia, soberbio largometraje del veterano francés Claude Chabrol (Los primos, 59; Un asunto de mujeres, 88; El infierno, 94), una familia burguesa de provincia (Saint-Malo en Bretaña) contrata a una sirvienta analfabeta, un episodio banal que se convertirá en parábola cruel de las relaciones de podre entre clases antagónicas. Un drama marxista, sugiere el director. Una finísima ceremonia de masacre presidida por un Chabrol revitalizado e implacable.
A partir de una novela de la inglesa Ruth Rendell, el propio director elabora un guión donde en principio no sucede gran cosa (``para no ocuparme demasiado de la narración, recurro a la intriga''), pero que pacientemente disemina signos inquietantes para que el espectador se concentre en lo primordial: la psicología de los personajes, y en el poderío del drama: la colisión largamente anunciada de unos con otros. El pretexto para el choque inevitable es banal --una bofetada o una palabra inoportuna. Una espiral de fatalidad, tal parece ser el asunto de esta cinta.
En la muy dispareja filmografía de Chabrol se alterna últimamente lo mejor, Un asunto de mujeres (88), y lo más fallido, Madame Bovary (92), con la interpretación de una misma actriz sobresaliente: Isabelle Huppert. En La ceremonia, ella y Sandrine Bonnaire --la Juana de Arco de Jeanne la Pucelle (Rivette, 94) se produce la correspondencia malévola, traviesa, de dos personalidades complementarias: dos mujeres de la clase trabajadora que desafian con sorna y altisonancias el decoro y buen tono de la burguesía campirana francesa. La sirvienta Sophie (``sabiduría en griego'', precisa un amo bien educado) descubre en Jeanne, la empleada de correos (Huppert), la compañera de juegos perfecta, la cómplice ideal para orquestar la revancha social inaplazable. Es Chabrol en los territorios de Luis Buñuel, entre el Diario de una recamarera y El discreto encanto de la burguesía, aunque alejado de preocupaciones metafísicas de tipo religioso (``Dios es un tema que no me apasiona'', aclara el cineasta).
En La ceremonia el objeto de la sátira es el refinamiento improvisado de la burguesía advenediza. Una esposa de pasado incierto --Jacqueline Bisset-- recibe de las dos jóvenes el trato de prostituta, al igual que su hija, una joven humanitaria y tierna, embarazada antes del matrimonio. Las figuras masculinas de la perfecta familia francesa son igualmente objeto de escarnio. Se sugieren turbios secretos domésticos, y del lado de las jóvenes, historiales criminales incompletos ``por falta de pruebas''. En ambos lados, impunidad y corrupción. Una voluntad tenaz de exponer culpas ajenas para mejor ocultar las propias. Esta sátira incluye a las propias jóvenes ``rebeldes'', cuya mezquindad moral y apetito de promoción social quedan también de manifiesto. Es la revancha social como bufonada grotesca (Viridiana de Buñuel o Las criadas de Jean Genet).
En una escena memorable, las dos jóvenes observan burlonas, en secreto y desde una altura conveniente, el plácido retrato doméstico, la alianza del placer gastronómico y el gusto musical: la familia reunida en un diván: la buena digestión frente a una ópera de Mozart en la televisión. En ninguna otra cinta había Chabrol ofrecido propuesta más subversiva ni imagen más violenta del rencor social. En esta ceremonia del desastre, una reflexión moral apenas explícita, pero fuertemente politizada, dinamita la proclamada concordia entre las clases. Un detalle revelador: la ópera en la televisión es Don Giovanni, drama jocoso y mordaz sobre el poder social, la ambición y las expiaciones de la culpa. Un Chabrol sexagenario traslada a la provincia francesa el clima de animosidad y recelo que los cineastas jóvenes señalan en cintas como El odio (Kassovitz, 94), y remite de paso a la ironía inconformista de Jean Renoir en La regla del juego o a la violencia brutal y seca de Robet Bresson en El dinero. La película de Chabrol también sugiere otra ceremonia, la de un estilo artístico impecable, en las antípodas de los efectismos visuales de moda, de las técnicas del video-clip y sus ritmos vertiginosos, de la hipérbole modernista y sus vacíos expresivos. Un regreso, en suma, a conceptos clásicos de utilización del espacio como elemento dramático primordial, al vigor subversivo de una trama, y al manejo del suspenso como una delicada construcción narrativa. (``Con la edad, confiesa Chabrol, uno llega a apreciar todavía más a Hitchcock''). También con el tiempo, el propio Chabrol ha logrado convertirse en un maestro indispensable del cine francés moderno, en un genial perturbador de las buenas conciencias.
La ceremonia se exhibe en el Cinemark (Cenart) dentro del III Festival Cinematográfico de Verano de la UNAM.