Indudablemente la gran fiesta de los mexicanos es el 16 de septiembre, precedida por el Grito de la noche anterior. Esta festividad se instituyó por decreto de la Regencia el 2 de marzo de 1822, para conmemorar el comienzo del movimiento de Independencia. El querido García Cubas recuerda los ostentosos festejos que organizaba Santa Anna, que se iniciaban con una misa solemne en la Catedral, a la que concurría el Presidente con sus ministros y Estado Mayor, el gobernador del Ayuntamiento de la capital y altos funcionarios civiles y militares.
Al salir, la comitiva que constituía el ``Paseo Cívico'' recorría parte de la Plaza Mayor y se dirigía por las calles de Plateros y San Francisco --hoy Madero-- hasta la Alameda; ahí se había levantado un gran templete desde donde el gobernante y su séquito escuchaban la oración cívica, que consistía en el prolongado y farragoso discurso que decía un comisionado nombrado por el Ayuntamiento.
Los primeros años después de la consumación de la Independencia, las palabras del orador solían estar llenas de improperios en contra de los españoles, al grado de que en una ocasión enardecieron de tal manera a la multitud, que tuvieron que sacar atropelladamente los restos de Hernán Cortés del templo del Hospital de Jesús, obra del conquistador, en donde estaba sepultado, ya que la turba tenía la intención de profanar la tumba.
El alegre desfile que hoy presenciamos tuvo su antecedente en esa lúgubre procesión cívica, en que todos iban vestidos de negro, participando, además de los funcionarios mencionados, integrantes de los diversos gremios de artesanos, empleados y muchos particulares; si no hubiera sido por la música, con toda seguridad hubiera parecido un entierro.
En la noche del 15 se celebraba un acto en el Gran Teatro Nacional --el que destruyó Porfirio Díaz para ampliar 5 de Mayo-- que, por cierto, en una época se llamó Teatro Santa Anna. A él asistía la antigua Junta Patriótica y lo encabezaba el Presidente, acompañado de su comitiva, su familia, la aristocracia, algunos poetas y cantantes, y los más pudientes. El Himno Nacional recibía la llegada del mandatario; a continuación se leía el Acta de la Independencia y después se intercalaban discursos con canciones, poesía y piezas musicales. Hacen notar las crónicas de la época, que las piezas retóricas solían ser interrumpidas con copiosas rechiflas para dar paso a la música; también se hace notar que en este festejo no participaba el pueblo. Pero al igual que ahora, el zócalo y sus alrededores se llenaba de puestos con toda clase de alimentos y golosinas propios de estas fechas, así como de banderas, cornetas, sombreros y toda la parafernalia septembrina, que ya desde hace varios días inunda de alegría la antigua ciudad de México, adornada con luces de colores, que en la Plaza de la Constitución alcanzan su mayor esplendor. Este año ha sido de los mejores: la inmensa bandera de foquitos con el escudo nacional cubre los dos edificios del DDF y la entrada de la avenida 20 de Noviembre. En las esquinas, los retratos de los héroes, entre los que destaca la valerosa doña Josefa, y en lo que fue el Portal de Mercaderes centellean al unísono bellos adornos patrios; ``la mosca en la sopa'' es la grotesca asta bandera nueva, con su ridículo foco rosa fluorescente en la punta.
Volviendo al siglo pasado, en ese entonces la gente solía adornar sus casas con cortinajes y festones, con guirnaldas de flores y coronas ensartadas en bastones de madera; no faltaban tampoco las banderas tricolores. Muy favoritas eran las luces de bengala, que ahora se han convertido en esos maravillosos juegos pirotécnicos que iluminan toda la ciudad, después del último acorde del Himno Nacional, que entonaban miles de compatriotas unidos por un mismo amor y emoción en el corazón del país, la Plaza de la Constitución.
Un buen lugar para tomar un refrigerio ``típico'' antes del Gritoes el restaurante Potzolcalli, que se abrió recientemente en la Avenida 5 de Mayo 39; aunque está decorado en estilo ``mexicano posmoderno'', la comida es sabrosa y barata y tiene una carta especial para niños, con su diseño y platillos al gusto de los enanitos y los precios al de los papás. Los desayunos son muy recomendables; por 15 pesos: fruta, jugo bizcochos y diez platillos para escoger; deliciosas las enchiladas callejeras, con queso y papa y una salsita de chile ancho.