Estabilidad y democracia han sido en México variables que con frecuencia se han excluido mutuamente. La estabilidad es condición para las inversiones y la reproducción del capital; sin estabilidad los capitalistas no sienten garantías suficientes para su dinero y sus intereses. Y para obtener estas garantías se exige al Estado (en realidad al gobierno) que se imponga la estabilidad aun a costa, si es preciso, de las libertades y de la democracia.
Lo deseable sería que hubiera estabilidad y democracia a la vez, como ocurre en muchos de los países desarrollados que son también democráticos, más democráticos que México. Pero se olvida que en esos países las necesidades básicas de la población hace tiempo que están resueltas y que son precisamente las condiciones de pobreza, de incertidumbre e insatisfacción las que generan inestabilidad, y no la existencia o no de democracia en cualquier grado en que ésta exista.
Cuando las condiciones del pueblo empeoran, la estabilidad corre peligro, y la solución que ha encontrado el poder de todos los tiempos es precisamente el acotamiento de las libertades y de la democracia. No es casual que un régimen autoritario quiera reducir la democracia a lo electoral, es decir a la alternancia en el poder de élites que a su vez ejercen formas autoritarias de relación con las bases sociales que supuestamente representan. Con esta democracia, democracia de élites, las estructuras de poder no corren peligro y la estabilidad basada en el autoritarismo puede garantizarse, siempre y cuando este autoritarismo tenga legitimidad o ésta se le reconozca.
El autoritarismo mexicano tuvo legitimidad mientras había un cierto grado de desarrollo y de asistencia social. Ahora que no sólo no hay desarrollo sino que se abandona a la población a su propia suerte o a los improbables beneficios de las migajas de la mesa del poder, la legitimidad del autoritarismo ha entrado en seria crisis. Esta es la crisis del llamado sistema político mexicano, razón por la cual se cuestiona el presidencialismo y lo que de éste se deriva en el orden institucional.
México vive un periodo de transición en por lo menos dos sentidos: uno en la relación del poder con la sociedad: la transición a la democracia o a un mayor autoritarismo; y el otro en los modos de dominación, de negociación y de cooptación de un sistema político que ya no satisface a nadie, ni siquiera a sus beneficiarios tradicionales y corporativos.
Lo que estamos viendo no es la transición a la democracia sino una buena dosis de militarización de la política, que es la peor forma de autoritarismo por ser la que más se acerca, peligrosamente, a un modelo de dictadura. Cuando un gobierno civil, incluso democrático, se ve precisado a apoyarse en las fuerzas castrenses, está cediendo a éstas parte de las soluciones que debieran tener como único espacio la política: la negociación, la consulta, el consenso.
La lógica de un poder supuestamente basado en la democracia se ha alterado desde el poder mismo. Una política económica y social contraria a los intereses de la mayoría de la población, política que el gobierno insiste en calificar como correcta e invariable, tiene que provocar inconformidad y ésta, a su vez, inestabilidad. ¿Cuál es la respuesta del poder a esta inconformidad? El uso de la fuerza que, gracias a Max Weber, el poder y todos sus ideólogos (sin excepción) justifican como legítimo y, por lo tanto, incuestionable cuando en realidad es una estupidez, la más grande que se haya inventado con ropaje científico y bajo el disfraz de la teoría de la representación. ¿En qué lógica cabe que la soberanía popular delegada actúe en contra del pueblo? Sólo en la lógica del autoritarismo.
La otra transición, la que estamos percibiendo en los modos de dominación en crisis, está llevando a una severa descomposición por contradicciones agudas entre los mismos usufructuarios del poder. No es la gobernabilidad la que está en cuestión. Esta es otra de las falacias de moda. Es el gobierno y son las estructuras del poder lo que está en cuestión, porque han sido y seguirán siendo excluyentes en México, porque este poder viene de fuera y no, como ocurría antes, del resultado del juego de intereses negociados entre los principales grupos de interés y de presión en el país.
Lo grave de la descomposición (incluso moral) en la esfera del poder no es que todos se tiren entre sí, sino que abren la puerta para los sectores más organizados, disciplinados y retrógrados del poder, que ahí están para quien quiera verlos.