El asesinato de Alvaro Obregón y el consiguiente juicio --y respectivos castigos-- que se siguió contra José de León Toral y Concepción Acevedo de la Llata, mejor conocida como la madre Conchita, ya había tentado a dos de nuestros más importantes dramaturgos. Jorge Ibagüengoitia los describe, con su característico humor agrio, en El atentado, obra que a pesar de los nombres supuestos que da a todos sus personajes no oculta un virulento y bastante justificado ataque a los enjagues del poder y los acuerdos cupulares entre la mitra y el gobierno para terminar con la persecución religiosa y los excesos del clero que ya habían dado un baño de sangre al país, lo que estuvo muy bien a no ser porque dejó solos a los engañados fanáticos que buscaban las palmas del martirio. El mismo Ibargüengoitia advierte: ``Si alguna semejanza hay en esta obra y un hecho de nuestra historia, no se trata de un accidente, sino de una vergüenza nacional''.
Vicente Leñero enfrenta el tema en El juicio dentro de su serie de Teatro Documental a base de las versiones taquigráficas del juicio que se sigue al homicida y a la posible autora intelectual. Leñero expone, no explica ni implica, pero la misma realidad es tan ambigua en el esclarecimiento de la verdad, que a su obra antepone un epígrafe de Arthur Miller: ``Casi siempre, los que conocen la verdad no la dicen y los que dicen la verdad no la conocen''. Las palabras del entonces Procurador General de la República, Ezequiel Padilla no tienen desperdicio; ya se advierte la conciliación del poder público con los sentimientos religiosos del pueblo, llamando herético al homicidio y señalando que los acusados calumnian a su religión al decir que hicieron la voluntad de Dios, al tiempo que habla de ``la virtud socialista de Cristo'' refiriéndose a Obregón. Excepto esta última reflexión, sus palabras coinciden con las de la Santa Sede que privaron a Toral y a la madre Conchita de la excusa de haber obrado en defensa de su religión.
Quede como dato curioso que en la obra de Leñero, dirigida por Ignacio Retes, hacía el papel de Carlos Castro Balda (coacusado en el mismo juicio y que se casaría en las Islas Marías con la ya ex madre Conchita) José Ramón Enríquez, quien ahora dirige en el estreno de Los mochos de Ignacio Solares. El dramaturgo parte de un supuesto, el de que Toral errara el tiro y Obregón siga viviendo; es el presidente electo --es decir, el que ya tiene el poder-- el que sea interrogar a su fallido asesino, supliedo en este caso a Valente Quintana y al parecer al propio Calles. Solares no indaga en la historia la posible verdad de los hechos, más preocupado por dotar a sus dos personajes de una verdad interior y características psicológicas. Así, ambos mochos --uno mocho religioso, el otro, amén de manco, mocho de la revolución-- se expresan a través de un diálogo que en realidad se descompone en largos monólogos.
José de León Toral aparece como un fanático capaz de soportar, como de hecho fue, las peores torturas convencido de la razón de su gesto; al mismo tiempo, se deja entrever al hombre deseoso de demostrar una virilidad que las mujeres, su esposa, la madre Conchita, ponen en duda. Obregón, por su parte, es el revolucionario cansado de lo que el poder significa, con su cauda de amenazas, crímenes y traiciones, al que la modificación de las leyes antirreeleccionistas le abren un posible y muy largo tiempo de ocupar la presidencia.
Obregón hace, al final, una sorpresiva propuesta. Es aquí, y en cuanto a la decisión tomada por Toral, en donde personaje y obra flaquean. Bien que él, que no sucumbió a las atroces torturas que ya ha enumerado, obtenga su libertad interior al renunciar a los poderes del cielo y de la tierra, pero no existe en el desarrollo del drama momento decisivo que lo lleven a tal presupuesto. No se entiende el viraje del fanático en busca de martirio en que pueda renegar de la religión en la que sustenta todas sus acciones; la libertad interna muy bien puede ser, yo creo que lo es, la que propone Solares, pero no para un hombre como el Toral real y el Toral de este drama.
José Ramón Enríquez dirige con gran solvencia esta obra de tan difícil escenificación, con un trazo escénico muy contenido y exacto que permite poner en relieve lo dicho por los dos buenos actores que son Miguel Flores como Obregón y Xavier Rosales como Toral, que tienen la cualidad de apoyar, cada uno en su caracterización, los largos parlamentos dichos por el otro. La escenografía de José de Santiago, muy sobría y la musicalización del mismo Santiago ambienta totalmente el montaje.