Jorge Alberto Manrique
Calder desde París

Alexander Calder se inició como pintor, y hacia los años veinte, en contacto con lo que pasaba en París, fue derivando a la escultura, primero una escultura novedosa e inventiva, pero en los materiales tradicionales, después el periodo de la escultura en alambre, más tarde dibujos y esculturas abstractas en las cuales empezaba a introducir el movimiento hasta llegar a la época más conocida suya, la de los ``móviles'' y los ``estables''. Esta historia, pero con toda la riqueza propia del proceso creador de ese formidable artista, la cuenta visualmente la gran exposición que presenta ahora el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París, seguramente mucho más amplia que aquélla, también formidable, que presentó el Museo Universitario bajo la dirección de Helen Escobedo, todavía en vida de Calder, que inevitablemente recordamos ante la presente.

Cómo se va constituyendo un artista en el tiempo. Eso es lo que se supone debe proponerse una retrospectiva y lo que, sin duda, consigue ésta del escultor.

Sus tempranos inicios en la pintura, que fue por ahí por donde empezó a acercarse, jovencito, al mundo del arte, a fascinarse y a comprometerse con él. El tema del circo (que, se recordará, lo fue de Seurat y, entre nosotros, de María Izquierdo) le atrae. Un interesante cuadro da cuenta de ello, trabajado en una suerte de expresionismo y con un sentido muy libre del color. También con el mismo asunto, un poco más tarde, una serie de dibujos a línea (tintas o lápiz y tinta), a veces una línea continua que los acerca a las esculturas de alambre. La pintura quedaría desplazada, pero no totalmente enterrada. Esporádicamente vuelve a ella y entre los años 44 a 49 especialmente (Negro sobre blanco, 1944). Ni puede olvidarse que el color es componente casi constante de su obra: de hecho --por más que haya los importantes antecedentes del siglo pasado e inicios de éste-- él es uno de los primeros que incorpora el color a la escultura.

Una serie de bronces de pequeño formato (Acróbatas) con ecos de Degas y del fauvismo, de maderas (Camello, Leona) donde un cierto sintetismo ``bárbaro'' remite a algún Brancusi. Ya hacia los finales de esos años veinte inicia la sorprendente serie de esculturas en alambre, definitivamente personal e innovadora. Una escultura donde no hay volumen ni prácticamente materia, sino una línea que discurre en el espacio y crea un volumen virtual, al mismo tiempo preciso y desmadejado, con una fuerte carga de humor. Humor que sería siempre suyo, aunque a veces es quizá menos perceptible en las obras abstractas. Negra, Caballo, Retrato de Amadée Ozanfants son obras de una certeza y capacidad de manejo del volumen-espacio ya maduras.

Empezando los años treinta, es decir, cuando él también estaba ya en sus treinta, aparecen los primeros dibujos abstractos, con todavía mayor simplicidad y pureza que los anteriores. Sol que se pone (1931), apenas un círculo negro con una curva horizontal, es un paradigma. La abstracción será desde entonces su territorio, pero sin que deje de haber, entonces y posteriormente, referencias a la realidad, sean éstas más formalmente explícitas o como resultado de un título que de alguna manera es sugerido por la imagen del objeto.

Los años treinta son en más de un aspecto la charnela entre un antes y un despues (pero un antes de hecho nunca totalmente abandonado). De 1932 es Bola blanca, bola negra (la versión que se presenta ahora es una reconstrucción de 1969), en donde incorpora movimiento y sonido. Se quedaría finalmente sólo con el primero. De 1934 Cuadro blanco, en que se sirve --como en no pocas piezas de esos años y aun después-- del movimiento producido por un motor. Cono de ébano, de 1933, es ya una escultura que pende, aunque de una base fija. Tightrope de 37 maneja el delicado equilibrio en que llegaría a ser especialista. En fin, a partir de 1938 aparecen los ``móviles'' (o ``mobils'' o movientes) que son quizá lo más conocido y reconocido de su obra; esas piezas colgantes en complicadas estructuras alámbricas, de las que penden láminas de forma algo amebáceas, de colores planos y fuertes (aunque también las hay sobrias en colorido o monócromas) en equilibrios refinados y que se mueven al menor movimiento del aire. Calder dijo que la idea le vino de una visita al estudio de Mondrian, donde estaban al azar colgados unos cuadros (pero cuando se lo comentó al holandés a éste no le dio ni frío ni calor). El estaba convencido, con una verdadera fe, de que ese movimiento calculado pero incierto y variable daba a la obra una nueva vida. El hecho es que de ahí le vino su mayor fama. Marcel Duchamp le habría puesto el nombre de ``mobil'', así como más tarde Hans Arp bautizaría los ``satabiles''.

Calder no se cerró en los móviles, que realizó con una impresionante cantidad de variantes, aunque ocuparon principalmente su trabajo hasta entrados los años sesenta. Vuelve a veces a la pintura o a la escultura en bronce. Quizá un poco fatigado de tanto móvil se afirma cada vez más en los ``estables'', esculturas fijas pero que conservan el sentido de equilibrio por sus delgados soportes; de 1959 es Cactus, de la Kunsthale de Hamburgo, y en 1958 había realizado Araña, que es un preanuncio del monumental Sol rojo del Estadio Azteca de México.

Recuerdo a Alexander Calder en México, no mucho antes de su muerte, en una mesa redonda en el Museo Universitario, tan larga que parecía presidium soviético; mientras todos hablamos mucho sobre los problemas de la escultura, incluso Mathias Goeritz, que moderaba, él, gordo, pelo blanco, cara rubicunda, cuando fue preguntado no dijo sino dos o tres frases que se resumían en una: ``yo sigo mi camino, por ahí voy''. Con esa ironía, con esa bonhomía y su grano de mala fe se me representa en Diablo, de 1974, una de sus últimas esculturas, en lámina roja, como recortada y doblada al desgaire, que cierra la exposición de París. Diablo sonriente: ``por ahí voy''.