Hace 11 años justos, la gente de La Jornada se disponía a celebrar su primer aniversario de navegación periodística todavía difícil pero ya muy esperanzadora. Tenía muchas razones, y también el ánimo y el derecho de hacerlo. Pero nadie celebró nada, en el sentido de festejar. Estábamos enlutados, al igual que todos los supervivientes del sismo que sacudió violentamente a la ciudad de México aquella mañana del 19 de septiembre de 1985. El abrumador trabajo informativo no concedió reposo ese día. Había que estar en todas partes, porque en todas partes había desastres dantescos, como si hubiéramos padecido un severo bombardeo aéreo. Se derrumbaron modestas viviendas, vecindades, edificios multifamiliares y de departamentos, hospitales, oficinas públicas, hoteles, comercios. Se supo pronto de miles de muertos y heridos y de un número indeterminado de atrapados entre los escombros. Al día siguiente, La Jornada, con sus reportajes gráficos, sus notas informativas, sus crónicas y sus editoriales, confirmó su profesionalismo, su responsabilidad social, su compromiso. Dejó ver claro que estaba del lado de la democracia y de la sociedad agraviada, esta vez por un fenómeno de la naturaleza.
Ese día y los subsiguientes, los habitantes de la capital federal conocimos asombrados la democracia en su expresión más sencilla y directa. Desde entonces, cuando menos, estamos seguros de que la democracia puede no ser una pura abstracción o un disfraz para el sólo aparente cambio de poderes. Era moralmente enaltecedor comprobar de primera mano la facilidad con que la gente se organizaba espontáneamente, sin más reglas que las de la solidaridad y la eficiencia. No había voces autoritarias ni discursos sensibleros de convocatoria. Con seriedad la gente tomó en sus manos su propio drama y con seriedad se hacía lo que había que hacer. Una legión de jóvenes, principalmente de las barriadas pobres pero también de otras zonas, desplegaban sus fuerzas hasta el límite en las brigadas de rescate y salvamento, manejaban diestramente, como si tal hubiera sido el oficio de toda su vida, picos, palas, palancas improvisadas, herramientas de toda clase. Y con entera naturalidad los vehículos particulares se convertían en colectivos y todo mundo daba sin preguntar cuanto podía. Así, la tragedia del sismo, con todos sus horrores, fue también la fiesta del encuentro, de la solidaridad.
Recuerdo una cuadrilla de rescatistas particularmente conmovedora y laboriosa. Procedían de la colonia Valle de Anáhuac, del municipio conurbado de Ecatepec. Eran hombres con profundos impulsos solidarios y todavía marcados por el sufrimiento: en esa colonia se habían refugiado los sobrevivientes de otra tragedia, la de la devastadora explosión de las gaseras de San Juan Ixhuatepec, San Juanico, ocurrida en noviembre del año anterior, unos diez meses atrás. Evidentemente, no se trataba de pagar nada; se trataba sólo de pasar lista de presentes cuando el dolor era de otros que somos los mismos.
Recuerdo, asimismo, que las autoridades de la ciudad y las federales cayeron en la perplejidad y la inacción. ¿Qué hacer? Para problemas de semejante magnitud carecían de poder de respuesta inmediata y de convocatoria. Se exhibió crudamente la desarticulación funcional entre gobernantes y gobernados. Peor aún, en las altas esferas del gobierno se instaló un temor creciente, que poco a poco empezó a formularse mediante las palabras y a razonarse a pesar de su irracionalidad. La muchedumbre anónima, organizada y movilizada por sí misma, sin esas jerarquías ni dirección que todo lo esclarecen y explican, podía encaminarse a un estallido anárquico y poner en serio peligro las instituciones. Entonces intervino el gobierno, articulándose con la sociedad como es su costumbre: por medio del clientelismo y la fuerza. Era algo tarde, porque los momentos más duros estaban pasando y porque los brigadistas voluntarios le habían tomado el gusto a la libertad, a la acción ordenada sólo por la necesidad y la voluntad de servicio, a las decisiones de la planicie. Por la noche del día 20, yo vi en el Zócalo a un grupo de soldados que habían acampado allí y buscaban calor en torno al vivac, rodeados de edificios fantasmales y de calles vacías en que los semáforos seguían funcionando absurdamente. Pero decían que estaban custodiando el Palacio Nacional, no fuera que la gente, aprovechando el viaje, hiciera una revolución sorpresiva.
Días aquéllos. No debiéramos olvidar nunca el sismo de 1985, con sus pinceladas de muerte y su contrastante luminosidad. Y a La Jornada, sabiendo que la libertad de prensa se defiende ejerciéndola, no con odas hueras o exaltaciones declarativas, debe saludársele en su XII aniversario con gratitud por su existencia y también con la esperanza de que se inspire siempre en sus momentos de más claro compromiso social y sea, como la suave patria, fiel a su espejo diario.