Había otra gente que le daba limosna, pero Bud era el único que le escuchaba las letanías, y cabeceando asentía con santa paciencia mientras ella se quejaba de los achaques del cuerpo y las maldades del mundo.
Aquel viernes, Bud estaba sentado al borde de la acera. Estaba descalzo, envuelto en una sábana blanca de rayas azules. La vieja se sentó al lado, envuelta en sí misma. Ambos miraban el suelo. Bud dijo:
--Estoy muy cansado.
--Yo también --dijo la vieja, pero por primera vez se quedó calladita la boca. Cuando Bud le preguntó cómo andaban sus llagas, ella cerró los ojos, como para tomar impulso: cuando los abrió, él ya no estaba allí.
Entonces la mendiga llamó a la puerta de la casa de Bud:
--¿El está aquí?
Y supo que Bud había muerto el sábado pasado, y que lo habían enterrado descalzo, envuelto en una sábana blanca de rayas azules.