La Jornada Semanal, 22 de septiembre de 1996


Echevarría y el interior del drama

Jorge Ayala Blanco

Jorge Ayala Blanco acaba de publicar el quinto tomo de su revisión de la cinematografía nacional: La eficacia del cine mexicano. A la manera de Georges Perec, el crítico se sirve de una palabra guía para su análisis. Su discurrir por el cine mexicano empezó con la a de aventura. En su quinta escala, obligado a escoger un lema con e, se decidió por una palabra que revela su gusto por la paradoja: la eficacia de nuestro cine. En este libro, Ayala Blanco dedica algunas de sus mejores páginas a Nicolás Echevarría, a quien ha seguido con una constancia impar.



El testigo de calidad abate Charles Etienne Brasseur de Bourbourg (Farnesio de Bernal) permanece arrinconado en planos medios, escindido, siempre al lado de la impenetrable escena verdadera, con mirada de tierno asombro ante la irradiación de las voces antiguas y luego huyendo hacia el mutis ante las inesperadas grandilocuencias del sacrilegio. La ubicua cansada Pilmama (Angelina Peláez) se ennoblece en elaborado encuadre repentino con las otras escrituras sacras ("Y la luz se hizo palabra, y el verbo se hizo luz"). Una hipermaquillada faz en gran acercamiento imita sonidos animales. El pavoneo viril en la iglesia-escenario-selva del invasor guerrero despojador Varón de Queché (Daniel Giménez Cacho) se poetiza mediante una bella sucesión eiseinsteniana de varios planos de frente a diversas distancias en jump cuts sobre el eje brechtiamente extrañante. La silvestre princesa Yamanic (Rosario Zúñiga) surge desnuda, simbólicamente rediviva, cual botticelliana Venus anadiomena, desde los bordes de cierta traslación cuadrangular de un cenote, donde se hallaba escamoteada, más que oculta, bajo las aguas, para ofrendarse al extranjero. Hermoso paralelismo vertical entre los cerradísimos planos del interrogatorio al cautivo Queché, colgado de las manos por su captor, el ensoberbecido guerrero doméstico Varón de Rabinal (Eduardo Palomo), celoso pretendiente en celo vengador, con desafiante mechón alzado, pero vencido de antemano, sobre su cabeza. Estilizadísimos centinelas, petrificados funcionarios aborígenes sobre el templete del escarnio. Luz filtrada desde altísimas ventanas, incorporación de un narrador poeta en la trama ("Mis sandalias terminarán sin mi pie"). Heroico-romántico enfrentamiento a sable entre los Varones enemigos, hasta vencer o hacerse ejecutar con cuchillo de pedernal. Ilustración de la soberbia aunque pálidamente armónica puesta en escena a manera de ballet-drama que Lorena Meza montó a partir de la tragedia homónima de Sergio Magaña en el Teatro Julio Castillo en 1989, Los enemigos-La invención de América es el último y más personal/logrado/expresivo/perfecto de los tres videorregistros de espectáculos teatrales que a fines de los ochenta realizó Nicolás Echevarría por excepcional encargo de la UPA-CNCA-INBA (inmediatamente después de De la calle, 1988, aun con exceso de divagantes planos muy largos, y De película, 1989) si bien difundidos hasta 1996, una reivindicación del teatro filmado en las antípodas de cualquier aireada/traicionera/naturalista adaptación absoluta obsoleta y pretendidamente cinematográfica, un material de primera calidad obtenido en sólo tres días de treparse al escenario para obedecer a un estudiadísimo diseño de planos y cambios de ritmo gracias a la generosa ayuda de los actores y técnicos teatrales, una reproducción que equivale a nuevos análisis y síntesis imprevistas, una fragmentación propositiva/necesaria/estratégica que elude por completo la rutina/ruina telenovelera, una grabación en las antípodas de cualquier registro con varias cámaras y un monitor que mezcle/mancille/reduzca el hecho teatral al más monótono y antiinventivo gusto, una deriva muy precisa del documento escénico al documental reficcionalizado, un producto dignificador que asume y hace suyo el espectáculo original.

Escenificación sobre una escenificación que posibilita la resurrección escénica del viejo y perdido ritual prehispánico llamado Rabinal Achi ante un abate francés dentro del templo cristiano del pueblo guatemalteco de Rabinal hacia 1862, para ser presenciado sólo por él, en compañía de su escriba-traductor indígena. Escenificación que va más allá de la teatralidad simple para convocar lo sagrado en el temblor del acto límite, en estado impoluto. Escenificación inevocable/maldita/irrepresentable que mata, congelado de estupor, al cura en trance de anotarla, pues ha de culminar en el sacrificio humano dramático y real de uno de los indios quichés que fungía como actor, tras haber sido derrotado sobre la escena. Primitivos instrumentos de percusión, flautas de barro, arcos y escudos ornamentados, abanico de plumas. Indios polveados cual aristócratas europeos del siglo de las luces, con pelucas, tocados altos, postizos, calzas blancas, pantalones bombachos, emplumadas faldas masculinas y dorados penachos femeninos, para esbozar movimientos de mimodrama y danza sincopada. Más cerca de la procelosa imaginación desatada en las alegorías históricas pre/poscolombinas del venezolano Diego Rísquez (Orinoko-nuevo mundo, 1984, Amerika-terra incognita, 1988) que de la carnavalesca vivaldiano-carpenteriana de Leduc (Barroco, 1989), tanto las heterodoxias de la pieza jubilar de Magaña como las audacias de la representación de Meza tenían hondas afinidades con qué entusiasmar y enardecer el imaginario mítico-ritual del fotógrafo-director Echevarría.

Como en el corto documental Judea-Semana Santa entre los coras ('74), el rito de iniciación de los mancebos nativos en Los enemigos se funde con un mortífero recuerdo vivo en medio de una sanguinaria complicidad colectiva. Como en el mediometraje Hikuri tame-Peregrinación del peyote ('75), la comunión comunal según el sacramento cristiano, que sin embargo en Los enemigos tornará a los guerreros en verdugos, víctimas y congregantes, se identifica con su milenario equivalente desértico de ingerir el cacto sagrado de los dioses tribales, también con fin propiciatorio, para ser merecedores del exorcismo, del culminante perdón por anticipado. Como en el primer largometraje María Sabina, mujer espíritu ('79), el misterio de la experiencia sagrada debe indagarse, sondearse y hurgarse en Los enemigos con la misma unción que el del teotenacatl de los hongos alucinantes, aquel que sólo podía ser revelado por la sabia sacerdotisa mazateca de Huautla de Jiménez, cual extrema alianza del cuerpo y el espíritu. Como en Tesgüinada, Semana Santa tarahumara ('79), el pendular bailoteo de los hombres tambaleantes en Los enemigos marca y gotea despacioso, monótono y constante, cual si se tratara del retozo pascual de los aborígenes embriagados con tesgüino de maíz en Munérachi, sobre la sierra chihuahuense, para remover las brasas del drama y acrecentar su combustión. Como en Poetas campesinos ('80), la música en Los enemigos (allá eran fanfarrias de una banda rural, aquí envolventes disgregaciones sonoras de un inspirado Federico Ibarra) está decisiva aunque discretamente en el puesto de mando, al paradójico servicio distanciante de festivos aborígenes transformados en fantasmales miembros de una especie de circo trashumante cuyas estrellas serían a la vez cándidos payasos y recitadores líricos. Como en la obra maestra documental Niño Fidencio, el taumaturgo de Espinazo ('82), el alivio a toda curiosidad enferma en Los enemigos será proporcionado por los sucesores y seguidores de un culto que es fenómeno de trascendencia regional y hereditaria. Como en el videoTVprograma Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe ('88), la dimensión supracultural del proyecto/tema/anatema se enseñorea y se desliga de toda pretensión real o realista, para imponer en Los enemigos el régimen de una ancestral representación indígena precolombina que se reproduce en el siglo XIX que se recrea dramatúrgicamente en el XX que desemboca en el video, a semejanza del ensayo cumbre de Octavio Paz que recreaba ensayos/testimonios/datos/hechos acerca de nuestra máxima monja poeta del XVII antes de ser desbordado a su vez por la contundente belleza de viodeoimágenes sobrecargadas de sentido, lográndose en ambos casos la comparecencia de un fascinante juego de reflejos. Como en el primer largometraje ficcional Cabeza de Vaca ('90), en Los enemigos se rehace/elucubra/plasma artificialmente una América indígena idéntica a la que nunca existió (confirmación fehaciente de la ambivalencia del subtítulo La invención de América: lo que América inventa, la América inventada), pura exterioridad y entrega cruel al mundo de lo sagrado, ante el escándalo moral de nosotros los incrédulos, entre quienes el sobrio cura Farnesio de Bernal opera a modo de enlace y eje, apabullado abate aquí, fray Suárez blandiendo infructuosas bendiciones allá, para conjurar religiosidades paralelas. Como en el videodocumental La Pasión de Iztapalapa ('95), la severidad de la escenificación vuelta ceremonia y el desbordado despliegue del sacrificio en Los enemigos se convierten, a golpes de pueblo condenado, en la más dolorosa elegía arcaico-presente de la pasión de los justos. Independientemente de cuáles hayan sido las circunstancias o casualidades que determinaron el encargo de esta videorrealización a Echevarría, el resultado se integra con la mayor pertinencia y dulzura al corpus de su obra como crucial documentalista, a su mundo personal, en las fronteras entre la venturosa coincidencia y la consciente/inconsciente asunción deliberada, de liberada energía.

En Los enemigos la Tradición ancestral es rescatada por la lisura, la limpieza y la diafanidad de un Estilo en vilo. Recreación del drama desde el interior, drama interno, interior del drama: la interioridad como trasunto y el trasunto como interioridad. El secular racismo antiindígena de los mexicanos se invierte y adquiere un admirativo/admirable signo positivo. Indigenismo canónico del siglo XVI resurrecto por el indigenismo racionalista del XIX y enfocado desde el indigenismo atónito del XX para ser devorado/redimido/elevado por el indigenismo mágico-chamánico de Echevarría.