La Jornada Semanal, 22 de septiembre de 1996
El excelente libro de Carlos Aguirre Rojas sobre Fernand Braudel nos
presenta un rico panorama del complejo pensamiento del gran
historiador francés.1 El libro se abre con una extraña
paradoja: Braudel se sentía un hombre intelectualmente
solitario que había pasado su vida sin ser comprendido, a pesar
de que probó las mieles del poder y de la fama, tuvo cientos de
alumnos, fundó y dirigió instituciones importantes y fue
objeto de numerosos estudios y homenajes. De una forma sutil, Carlos
Aguirre Rojas nos da una interpretación de esta paradoja. Y,
sobre todo, nos ofrece la posibilidad de comprender a Braudel ahora
que ya no está entre nosotros. Es muy posible que, como ha
sucedido a tantos intelectuales, Fernand Braudel sea comprendido
solamente en esa longue durée que tanto estimaba; es
posible que su activa vida de historiador haya sido una larga espera
en el camino de la comunicación con sus semejantes, camino que
él no pudo terminar y que ahora debemos continuar sin su
compañía. El ensayo de interpretación de Aguirre
Rojas es un hito importante en ese camino.
Al acompañar a Aguirre en la ruta para comprender a Braudel, me asaltaron nuevas dudas y paradojas. Cómo es posible que muchos de los herederos de Braudel, que clamaba por una historia global y subrayaba la importancia de la larga duración, se dediquen ahora a investigaciones microhistóricas sobre algunos fragmentos del gran teatro del mundo? La respuesta muy bien podría ser la siguiente: aquellos historiadores que aparentemente rompen con la tradición de los Annales son al mismo tiempo aquellos que están comenzando a comprenderlo y, con ello, a romper su soledad intelectual. Y los historiadores que directamente han recibido la influencia del maestro tal vez son los que menos lo han comprendido. No quiero generalizar, pero esta paradoja parece válida al menos en México. Cómo es posible esta situación? Tal vez el propio Braudel contribuyó a la confusión, cuando insistió en tantas ocasiones que era necesario hacer una nueva historia, diferente a la pequeña historia événementielle. Una nueva historia separada de las tradiciones decimonónicas, basada en la comprensión de los ciclos largos y en una mayor atención a la geografía, los flujos demográficos, los vastos conglomerados culturales y las estructuras económicas.
Las tendencias recientes de la misma historiografía francesa, con su acento en el relato etnográfico, la vida cotidiana y la descripción de las mentalidades, han abierto nuevos caminos en la investigación histórica y, sobre todo, han fertilizado el campo de la historia de la cultura.
Todo esto nos plantea muchos problemas, pero quiero destacar uno de ellos: la cultura sólo se entiende en la longue durée, como diría Braudel. La cultura obedece a un prolongado proceso de construcción y maduración en el que intervienen de manera decisiva estructuras muy complejas y elaboradas. La cultura política con su cauda de mitos suele habitar una larga franja temporal, a veces muy delgada, que se extiende a través de muchos años sobre la historia de un país o una región. Esta peculiaridad ofrece evidentes problemas prácticos de investigación. Para estudiar la cultura, con frecuencia es necesario renunciar a la visión globalizadora para enfocar directamente la lente sobre algunos aspectos (yo los llamo cánones) como quien espía por el ojo de la cerradura, con paciencia y durante un tiempo prolongado, para descubrir los secretos de alcoba de la historia cultural. Es como mirar un peep show en una gran feria. Hay que confesar que los secretos se pagan: en este caso con la renuncia a contemplar la gran panorámica, el amplio escenario del espectáculo; pero se tiene la ventaja de evitar ser deslumbrados por la gran puesta en escena, con todas sus falsificaciones, de lo que Calderón de la Barca llamaba el gran teatro del mundo.
Como puede comprenderse, esta postura metodológica es una forma de aplicar las ideas sobre la larga duración, y creo que es lo que ha hecho por ejemplo Carlo Ginzburg en su búsqueda milenaria del canon del sabbath; es también lo que yo he intentado hacer en mis investigaciones sobre el canon del hombre salvaje en Europa. Hasta cierto punto, se sacrifica la historia global en el altar de la larga duración. Ahora bien, este tipo de investigación tiene curiosas semejanzas con la forma prebraudeliana de hacer historia, y no porque se trate de estudios que privilegien los eventos por encima de los ciclos sistémicos. De hecho, gran parte de la historiografía del siglo XIX estaba obsesionada, a su manera, por el problema de la larga duración. Un buen ejemplo, para referirme al mismo tema que ha abordado Ginzburg, es el alucinante libro de Jules Michelet, La sorcière, de 1862, donde su obsesión por la larga, la larguísima duración, se funde en un impulso romántico por reivindicar a las brujas. Estas obsesiones adoptaron durante el siglo XIX diversas formas, entre las cuales quiero destacar dos: en primer lugar, la fascinación por las sobrevivencias y por la búsqueda de formas inmortales o trascendentales. En segundo lugar, gracias a la influencia de Darwin, se acentuó el interés por descubrir largas secuencias evolutivas en la historia humana.
Quiero dar un ejemplo de la primera forma. En un célebre pasaje de los llamados Grundrisse, que refleja las típicas preocupaciones de filólogos, historiadores y antropólogos del siglo XIX, Karl Marx se planteó en cierta manera el problema de la larga duración. El ejemplo es la mitología griega y el arte que en ella encuentra su base. Encontrar una coherencia entre la sociedad griega, su mitología y su arte no es tan difícil. El problema es que en ciertas épocas el florecimiento artístico no está en relación con el desarrollo general de la sociedad. La dificultad no consiste, dice Marx, en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligados a ciertas formas del desarrollo social. La dificultad consiste en comprender que estas antiguas manifestaciones "pueden aún proporcionarnos goces artísticos y valgan, en ciertos aspectos, como una norma y un modelo inalcanzables".2 La explicación que da Marx no es convincente: así como disfrutamos siempre los recuerdos de nuestra infancia, la humanidad vivebajo el "encanto eterno" de tiempos primigenios "normales" que no volverán jamás.
La larguísima historia de estas y muchas otras "sobrevivencias" de los tiempos antiguos algunas de las cuales eran consideradas "sublimes", otras eran vistas como bárbaras o salvajes nos presenta sin duda un panorama tan lleno de eventos que debemos escoger alguna forma de separar la avalancha de signos, hechos y símbolos. No se trata solamente de describir la coexistencia de formas incoherentes entre sí, unas antiguas y otras modernas, a lo largo de muchos siglos. Aquí es donde intervinieron, para intentar resolver este problema, las interpretaciones evolucionistas tan en boga en el siglo XIX, y que no pueden clasificarse simplemente como formas de la histoire événementielle. Es curioso que en los textos de Braudel podamos hallar influencias decimonónicas diversas, principalmente las de Marx y Freud, pero no es fácil reconocer huellas de Darwin. La obra de Braudel es un diálogo abierto con la sociología, la economía, la antropología y la geografía; aun el inconsciente y la psique tienen cabida en ella. Pero la historia braudeliana es sorda al evolucionismo y escucha poco a la biología.
Yo encuentro alguna analogía entre Braudel y Malinowski, por lo que se refiere a sus relaciones con las generaciones anteriores de historiadores y antropólogos. Malinowski abandonó lo que Ernest Gellner ha llamado el método de la urraca, propio de Frazer, de recolectar datos descontextualizados sin preocuparse por el lugar que ocupan en sus culturas, pero utilizando un esquema evolucionista de interpretación. Malinowski, lo mismo que la antropología de su época, reemplazó la búsqueda de "sobrevivencias" del pasado por la investigación de funciones contemporáneas.3 Pero un historiador no puede renunciar tan fácilmente al examen de las "sobrevivencias" y a las visiones evolucionistas, a pesar de que sus formas más cerradas han causado estragos en las ciencias humanas. Braudel no habla de evolución, como sí lo hizo Gordon Childe, pero en cambio habla de larga duración. Es su manera innovadora de no romper con el pasado historiográfico. Al leer el ensayo de Carlos Aguirre Rojas sobre Braudel, se me ha ocurrido que esta relación no confesada y oculta de Braudel con las visiones decimonónicas es tal vez una de las claves de su soledad intelectual y de las dificultades de sus contemporáneos para entenderlo. Es evidente que Braudel rechaza a Michelet cuando éste, por ejemplo, pone como símbolo de uno de los más grandes virajes de la historia francesa el trágico "evento" de la noche de San Bartolomé en el verano de 1572. En cambio, le gusta la actitud de Michelet hacia el paisaje y la geografía.
La obra de Braudel es un diálogo abierto con la sociología, la economía, la antropología y la geografía; aun el inconsciente y la psique tienen cabida en ella. Pero la historia braudeliana es sorda al evolucionismo y escucha poco a la biología.
Veamos el problema con un poco más de detalle. Por un lado tenemos lo que Fernand Braudel llamó despectivamente histoire événementielle y que, en el campo que ahora interesa, el de las "sobrevivencias", adopta la forma de una historia de las ideas que se ocupa principalmente de las secuencias ideológicas vistas como la narración de hazañas intelectuales que se pueden documentar gracias a los testimonios de sus protagonistas. En contraposición, hallamos el enfoque estructuralista y funcionalista propio de la antropología de los mitos, que privilegia el estudio de las texturas culturales y las funciones de sus componentes. La historia de las ideas suele circunscribirse excesivamente al estudio de los eventos (las ideas-clave), por lo que se dificulta la comprensión de las ideas como expresiones de amplias redes culturales.
A mi juicio, es necesaria una perspectiva evolucionista capaz de hacer una historia de los mitos (o, si se prefiere, una antropología de las ideas), para comprender largas secuencias de eventos sin dejar de apreciar la presencia de estructuras. El enfoque evolucionista intenta ir más allá de la narración secuencial, pero no se limita a la revisión formal de las estructuras mitológicas. Creo que es necesario, además, enfocar nuestra atención en ciertos momentos de transición durante los cuales se operan mutaciones sintomáticas tanto en la composición del mito como en su función dentro de la textura cultural que la envuelve.
La primera interpretación no permite entender las razones por las que una determinada idea encarna en la obra de, digamos, Durero, Erasmo o Felipe II; la segunda interpretación asume la existencia de lo que podríamos llamar un sistema de mensajes: las obras de Durero, Erasmo o Felipe II serían eventos o construcciones míticas cuyas peculiaridades obedecerían a la recepción codificada de ciertas "instrucciones" provenientes de una estructura profunda (una especie de gramática generativa) en la que habría cristalizado la oposición individuo-sociedad, o naturaleza-cultura.
Estas formas de analizar la cultura dificultan la interpretación evolucionista. Para comprender esta dificultad conviene dar un salto a la biología: el código genético de los organismos no contiene, como se sabe, las instrucciones para un cambio evolutivo; los cambios y las variaciones no se encuentran programadas en los mensajes genéticos. Es la estabilidad de la especie la que está programada, no su evolución. Me parece que la neurobiología evolucionista se ha enfrentado a un dilema similar; tal como lo formula Gerald M. Edelman, los mapas neuronales no se pueden explicar por la operación de códigos genéticos preestablecidos que enviarían supuestamente instrucciones sobre la manera de tejer las redes de sinapsis. Según Edelman, debemos entender la red neuronal a partir de un sistema de selección, en el cual la conexión ocurre ex post facto a partir de un repertorio preexistente; es decir, las conexiones no se tejen a partir de un instructivo como en un telar o una computadora sino a partir de un repertorio previo sobre el que opera un proceso de selección de las conexiones más funcionales.4 La comparación entre los fenómenos biológicos y los culturales es estimulante e ilustrativa, pero no puede llevarse demasiado lejos. Lo que he querido señalar es el problema teórico al que se enfrenta la interpretación evolucionista.
Fernand Braudel, sin decirlo así, realizó un esfuerzo gigantesco por trazar en un mapa las grandes líneas de la evolución de Europa; las peculiaridades de este mapa, creo yo, no proceden de un código estructural impreso en la mente de los hombres; los hitos, los meandros, los caminos, las fronteras y las conexiones se han ido formando gracias a una especie de selección cultural, no en un proceso determinado por instrucciones preestablecidas en algún sistema simbólico de mensajes.
Es correcta mi interpretación de la obra de Braudel? O estoy proyectando en ella mi propia necesidad de hallar una explicación evolucionista y aun darwiniana, si se me permite la provocación a la historia occidental? El libro de Carlos Aguirre Rojas es una fascinante introducción a la obra de Braudel que me ha impulsado a lanzar algunas hipótesis. He dicho, al comenzar, que la vida del historiador francés tal vez fue una larga espera tratando de comunicarse con los hombres de su tiempo. Ahora nosotros, mientras esperamos a Braudel, hallamos nuevos sentidos al quehacer del historiador. Carlos Aguirre nos convoca a la ardua tarea de descifrar al historiador francés, y a lo largo de la prolongada espera creo que descubriremos que Fernand Braudel, a fin de cuentas, no fue un personaje de Samuel Beckett.
1 Braudel y las ciencias sociales, Montesinos, Barcelona, 1996.
2 Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) 1857-1858, Siglo XXI Editores, México, 1971, I:32.
3 Anthropology and Politics. Revolutions in the Sacred Grove, Blackwell, Oxford, 1995, p. 235.
4 Gerald M. Edelman, Bright Air, Brilliant Fire: On the Matter of the Mind, Nueva York, 1992, pp. 81ss.