La Jornada Semanal, 22 de septiembre de 1996


México ínfimo

Luis de Tavira

Luis de Tavira ha puesto en escena obras de Heinrich von Kleist, Bodo Strauss, Bertolt Brecht y Vicente Leñero, entre muchos otros, y ha hecho adaptaciones para teatro de Martín Luis Guzmán y Ramón López Velarde. En este ensayo se ocupa del teatro de género chico (el sainete, el astracán, la zarzuela), uno de los episodios perdidos en la historia de la dramaturgia mexicana.



Los juegos de masacre del género chico en la Revolución mexicana

La parodia ejercitada ad nauseam, ad absurdum, hasta provocar una irreversible desteatralización del hecho escénico es, sin duda, la constante categórica y definitoria de la vasta producción dramatúrgica y escénica de lo que pretende reunirse bajo la taxonomía de género chico.

Zarzuela, sainete, astracán, revista, sketch, pastiche, juguete, son las diversas nomenclaturas genéricas de un mismo proceso evolutivo y degenerador de estructuras, formas, tonos y estilos de una dramaturgia paradigmática y una teatralidad amanerada que se devasta, desteatralizándose en un gigantesco juego de masacre escénico, por virtud de una interminable parodia de sí misma.

A diferencia de la carga paródica que han supuesto siempre las transgresiones vanguardistas que articulan el discurso estético de la teatralidad, la parodia a ultranza que reúne la profusa producción escénica del género chico, de 1868 a 1950, es más bien un ejercicio de destrucción formal hasta las últimas consecuencias: el agotamiento irreversible; es, sin más, un sistemático vaciamiento de sentido hasta el absurdo, en el que el proceso mismo se anega y la expresión búsqueda siempre de algún sentido se acaba, y entonces, esta teatralidad al fin se muere en el estancamiento de lo indecible. Contemplar el panorama histórico de este juego implacable, desde su origen hasta su desaparición, se antoja asistir al espectáculo cruel de un suicidio teatral, grotesco y absurdo, pero indudablemente liberador y paradójicamente vital. Con ironía, tal vez habría que decir que su mayor mérito teatral consistió en su capacidad de desaparecer definitivamente.

La valoración crítica de este fenómeno permite entrever la profundidad de una crisis cultural cuyo discernimiento sigue pendiente. El desprecio estético con que la llamada crítica profesional justificó su ausencia, aparece en la perspectiva de nuestro tiempo como una de las más sugerentes claves para explicar el divorcio vigente del público y la crítica; la perversa falta de interlocución entre los hacedores del teatro, los públicos migratorios y la ineptitud crítica de los cronistas, sinodales, censores o especuladores que se dedican al dudoso comentario teatral en nuestros días.

La crisis degenerativa que supuso el exceso paródico del llamado género chico del teatro español y latinoamericano contrasta, por sus afinidades y diferencias radicales, con los mejores exponentes de la crisis dramatúrgica que sufrió el teatro occidental durante la primera mitad del siglo XX, y cuya fase terminal, decisiva y ejecutora de la transteatralización que dio lugar al ejercicio conceptual de la puesta en escena contemporánea, consistió, entre otras tendencias, en el movimiento del nouveau théatre de la segunda posguerra mundial, que en un abuso generalizador Martin Esslin llamó teatro del absurdo, y cuya aplicación categórica más precisa debiera circunscribirse tal vez, justamente por su carga paródica, a la vertiente inaugurada exitosamente por Ionesco, fecundo proponente de parodias, reducciones al absurdo de los paradigmas agotados, como sucede en la reescritura de Oscar Wilde en La Cantante Calva, o más temerario en Macbett y El rey se muere, parodias de las obras consagradas de Shakespeare.

Esta transteatralización fue una crisis transformadora de la dramaturgia agotada del teatro literario del siglo XIX, y provocó una genuina novedad teatral, en virtud, sobre todo, de su capacidad de convergencia con las otras afluencias vanguardistas de aquel momento, como lo fueron, de manera imprescindible, los postulados estéticos y la práctica escénica del Teatro Épico de Brecht, o las audaces formulaciones poéticas de Antonin Artaud.

Y si esto fue posible, lo fue entre otras cosas por la vigencia de un discurso crítico capaz de articular la interlocución entre los públicos, las tradiciones y las renovaciones.

No sucedió así con la vacuidad estética de las parodias del género chico, que se impuso en el gusto público de España o México. Tras su desaparición, no quedó más que la devastación teatral. El teatro español no fue capaz de reconstruir la articulación entre su tradición áurea y sus más valiosas vanguardias: el esperpento valle-inclaniano, el teatro existencial de Unamuno o el teatro poético de García Lorca. Su verificación hoy en día supone una virtual reinvención del teatro en términos de estética, técnica, lenguaje y formación de públicos. Tal como en México, donde la dramaturgia nacionalista y el teatro experimental no consiguen aún la reescritura de un discurso escénico y dramático en el que se acceda a la alta dimensión del teatro.

Los saldos de este juego paródico, sus formas y deformaciones, sus guionistas, actores y público, desembocaron en el peor cine y en la televisión comercial, industrial y monopólica, y ahí se atomizaron.

Ya en el origen del discurso crítico sobre el drama, Aristóteles en su Poética proponía un deslinde fundamental entre la voluntad mimética de la tragedia y su oposición: la perspectiva tonal de la parodia, cuya invención atribuye a Hegemón de Tassos y que es distinta y precede también a la comedia. Proposición central del discurso dramático de Aristóteles, cuyo desarrollo está ausente en el texto mutilado sobreviviente; en esta condición fragmentada y fragmentaria, no es extraño que su inevitable referencia haya ocasionado el mare mágnum conceptual que caracteriza a la polémica filológica en que zozobran, confusas y confundidas, las teorías dramáticas occidentales.

Parece cada vez más claro, como lo demuestra la exégesis de Ingemar Düring, que para Aristóteles mimesis significa "representación de la realidad" y es, ante todo, una forma de conocimiento y revelación. Aristóteles se opone así a la acepción en que Platón reduce mimesis a "imitación" y lleva a calificar al arte como "copia de la copia". Error habitual en las versiones actuales de la Poética: donde encuentran mimesis en Aristóteles, traducen "imitación" según el sentido hallado en Platón. Por el contrario, a través de la mimesis el arte es capaz de hacer presente el ser de las cosas. Se representa lo ausente. Se imagina lo que no está; la memoria es la imaginación que representa el pasado irreparable. La mimesis como presente de la presencia y presencia del presente.

Así, la ficción teatral, por virtud de la mimesis, accede a la capacidad poética de inventar el mundo. El mundo como representación de la voluntad trágica, el gran teatro del mundo.

Lejos de resistir la reducción al sentido de imitación, que tantas polémicas ha suscitado, esta conceptualización aristotélica de mimesis ilumina el significado de las oposiciones tonales y genéricas que la diversidad diacrónica del drama ha propuesto y ejercitado.

En su oposición y dependencia a la mimesis realista se explica la voluntad iconoclasta, irónica y demoledora de la parodia, que en griego quiere decir justamente "contra-oda", "contra-canto".

Como ha señalado Patrice Pavis, toda parodia comprende siempre el desdoblamiento de un texto en dos discursos simultáneos: el parodiante y el parodiado. El texto parodiante sobrevive en la medida en que nunca se olvide el texto parodiado, "so pena de perder su fuerza crítica". La efectividad de la parodia depende del reconocimiento que el público hace de un texto en el otro. De aquí que la parodia acuda al depósito de las convenciones más reconocibles de la tradición contra la que atenta, o a la que utiliza, para ironizar, caricaturizar o satirizar sobre una situación o personaje extrapolado. Milenario recurso de la crítica artística o política. Desde sus orígenes la tragedia se purificaba a sí misma en la parte final de las tetralogías, cuando sometía las situaciones y personajestrágicos de la trilogía a la sátira paródica. Ya Aristófanes parodiaba en Las Ranas a Esquilo, y a Sócrates en Las Nubes.

Pero cuando la vocación paródica irrumpe como expresión y síntoma de una profunda decadencia política y cultural, como sucede con el género chico, su efecto resulta contraproducente. La inversión de signos, significaciones, formas y valores que sustenta el ejercicio paródico, lejos de construir el poderoso efecto de catarsis cómica de tantos momentos vigorosos de la historia del teatro, redunda en un desgaste progresivo de las fórmulas hacia una degradación estilística atroz, en una vulgarización de las convenciones y en la complacencia taquillera que esteriliza los propósitos críticos que pretendidamente la generan. La casi totalidad de los cuantiosos espectáculos que De Maria y Campos consigna en su crónica del género chico mexicano, consiste en un febril, singularmente alegre y diverso ejercicio de proposiciones y manías paródicas de toda índole, en su intencionalidad política, en la recurrencia o en la originalidad con que seleccionan los referentes parodiados.

Así como Muñoz Seca, en el astracán La venganza de don Mendo, se ensaña en la parodia del drama romántico, llama la atención, por su audacia para atentar contra un texto consagrado por la Cultura con mayúsculas, la parodia de La vida es sueño que hace Arturo Ávila Gandolín en 1911 en su sainete político-lírico El nuevo diputado, en el que aparece el general Bernardo Reyes, tenaz pretendiente a suceder al dictador Porfirio Díaz, efímero candidato a la presidencia y rival de Francisco I. Madero, cautivo en el calabozo; como Segismundo, irrumpe a la mitad del foro con las famosas décimas del monólogo:

Más consistente en su factura paródica, más ácida en su propósito de descalificación política, es la "tragicomedia zoológica política, de rigurosa actualidad, en tres actos y en verso (representable en 4a. tanda)" Madero Chantecler (1910) del poeta José Juan Tablada. El ejercicio de intertextualidad paródica es deliberado hasta el desplante erudito. Su factura rigurosa constituye para el conjunto del género chico la excepción que confirma la regla. La apelación a la parodia se declara vana, y el desdoblamiento textual se establece ya desde el soneto inicial con que el autor dedica su pieza a Edmund Rostand, autor del texto parodiado; se trata, simultáneamente, de un homenaje literario y de un escarnecimiento político; se construye un tono doble: exquisitez poética desde el referente parodiado, el Gallo Chantecler, y grosería ofensiva hacia el referente parodiante, Madero, el iniciador de la Revolución.

En irónico contraste con el resto de la producción literaria del género chico, esta parodia de Tablada, que nunca se escenificó aunque alcanzó el escándalo con su publicación, muestra en su fracaso teatral los rasgos ausentes de la dramaturgia que se "alzó con la tiranía cómica" de los escenarios del porvenir. Por su calidad literaria el talante picaresco que evoca la ferocidad satírica de Quevedo y de Fernández de Lizardi, pero también por su inoportunidad, desgracia política y por su descarada nostalgia reaccionaria, este Madero Chantecler fue todo lo que no fue el espectáculo del futuro revolucionario, que entusiasmó al público popular y descubrió una eficacia política que muy poco tuvo que ver con el arte.

Particularmente inquietante y sugestiva resulta la recurrente parodia del Tenorio de Zorrilla aplicada hasta la saciedad a todo personaje político, a toda ocasión, a toda pugna y a toda bandera. Más que parecer una pieza de tal elocuencia que posea el don de exhibir las constantes dramáticas de todo conflicto político de la época, o de desvelar las características de todo aspirante a personaje de la catarsis nacional, la insistencia paródica del Tenorio parece manifestar lo contrario: que cualquier pretexto es bueno para representar Don Juan Tenorio de Zorrilla, el cual parece expresar el conflicto dramático de la inminencia antihistórica del eterno retorno de los mexicanos: la irrenunciable celebración de la cita en el panteón de la muerte perpetua, que es donde las cosas mexicanas realmente suceden para seguir sucediendo.

La lista es interminable: El Tenorio antirreleccionista, El Tenorio maderista, El Tenorio zapatista, El Tenorio constitucionalista, El Tenorio electoral, El Tenorio Sam, El Tenorio garridista, El Tenorio pachuco, El Tenorio Palillo, El Tenorio político, El Tenorio guadalupano, El Tenorio alemanista, El Tenorio universal, El Tenorio elector, El Tenorio rojinegro, La Convención de Tenorios

El Tenorio de Zorrilla, se reescribe sin fin en los teatros y carpas del género chico; sus escenas contienen todos los escenarios del devenir político inmediato y por ellos desfilan, aspirantes al vestuario de Don Juan, los protagonistas del suceso periodístico que la implacable condición del tiempo y la política va convirtiendo en deshecho inmemorial; sólo queda la escena, la situación dramática como continente de la historia, la rotunda perpetuidad de los versos que nunca sospecharon el alcance hospitalario de sus interminables significaciones, semejantes a una pauta de sonoridades mágicas destinada a consonar en las más inusitadas rimas. Así en 1911:

como en 1945:

y más adelante:

Los dichos de la parodia pueden calar en el trauma de la Revolución inconclusa, y su significado parece presentar los lejanos encuentros del futuro: desde 1914, Don Juan arranca el antifaz de su padre,Don Diego; los dos sucumben al espanto de su anagnórisis histórica:

La eficacia satírica a que da lugar el Tenorio de Zorrilla, carne de una parodia interminable, sólo puede explicarse en una correspondencia inversamente proporcional al éxito de la versión original el Tenorio serio y al poder intimidatorio que la catarsis solemne del infierno de todos tan temido produce en la irresistible conmemoración de la muerte que preside la vida de los mexicanos.

Tal vez el más insidioso recurso de la degradación del género chico consistió en la parodia que se parodia a sí misma, hasta consumirse como la serpiente que se autodevora. Todo éxito de público provocó la repetición y el plagio sistemáticos, la parodia de la parodia hasta la aniquilación suicida del pleonasmo. Como sentenció La Bruyer a propósito de las consecuencias del frenesí satírico:"entre todas las injurias, la más envilecedora, la menos perdonable, es la ridiculización del propio autodesprecio".

De este inopinado afán de parodia del género chico, sobreviven destellos de sátira política, cuya eficacia equivale al veredicto histórico, como en esta paráfrasis de Guz Águila que hace rimar en la memoria popular el famoso Nocturno de Manuel Acuña: "Qué quieres que yo haga/ pedazo de mi vida,/ qué quieres que yo haga/ con Álvaro Obregón?" O los versos de la canción revolucionaria que anticiparon en el teatro la violencia del acontecimiento, para celebrar en su parodia el desenlace: "Si Carranza se casa con Zapata,/ Pancho Villa con Álvaro Obregón,/ Adelita se casa conmigo/ y termina la Revolución..."