La Jornada Semanal, 22 de septiembre de 1996
Nicolás Echevarría (Tepic, 1947) ha hecho todo para
ser un artista maldito en México: durante el primer sexenio
aciago para el cine mexicano, el lopezportillismo, fue el cineasta
más destacado en un área que antes y después de
él ha sido el pato feo, el documental etnográfico;
estilista de los mundos marginales en su crepúsculo, usa todos
los recursos del cine para que la imagen hable por sí sola,
evitando al máximo al narrador convencional. Su obra ha
merecido retrospectivas en el Carnegie Hall y en Harvard; aquí
recibió un Ariel (Teshuinada) y una Diosa de Plata
(Los enemigos), y la maldición ya histórica de
filmar Cabeza de Vaca, el capricho del primer director de
IMCINE, Alberto Isaac, que vería la luz dos administraciones
después. Eso basta para que uno de los talentos más
probados de nuestro cine lleve años sin hacer cine, refugiado
en el video con resultados notables (La Pasión de
Iztapalapa, La Cristiada). El periplo ha sido largo: tras
unos cortometrajes sobre la cultura indígena (Hikuri-Tame,
Judea), la primera afinación de su estilo y su mundo lo
mostró en María Sabina, mujer espíritu
(1978). El entrevistador se hace a un lado para dejar hablar
a Nicolás.
La primera vez que visité a María Sabina fue en 1969 o 1970. Era uno de esos chavos hippies que iba con su mochilita. Entonces estudiaba en el Conservatorio. Tomé el camión, que hacía horas y más horas de Teotitlán del Camino a Huautla, en una subida tremenda, con desfiladeros a los lados, terracería, peligrosísimo. Era como en Subida al cielo; siempre oías este rugido del camión, este esfuerzo subiendo, subiendo, como escalando la cima del mundo, y en efecto, allá arriba uno sentía que estaba llegando al cielo. Y me tocó viajar con María Sabina de compañera de asiento y no sabía que era ella; la tuve a mi lado las siete horas que duró el viaje. Llegamos, nos separamos. Me instalé en un hotelito que había en Huautla que ya tenía fama porque un hippie se había tirado del tercer piso. Huautla era un centro internacional, una ciudad cosmopolita: llegabas y había güeros, güeras, encuerados, aquello era verdaderamente El jardín de las delicias del Bosco. Todo el mundo quería ir, era un lugar obligado para tu desarrollo espiritual, digamos. Empecé a preguntar por la casa de María Sabina, y cuando me la encuentro era la misma del camión. A ella le dio mucha risa. En aquella época, se dedicaba a vender hongos, no ejercía su profesión de chamana porque era imposible atender durante doce horas a cada uno de los muchos turistas que llegaban.
En 1977, me habló Bosco Arochi, entonces director del Centro de Producción de Cortometraje, y me preguntó qué tenía que hacer el jueves. Le dije que nada. "Bueno, pues Margarita López Portillo quiere que nos acompañes a Oaxaca para hacer un documental sobre María Sabina." Y nos fuimos en un avión particular a Oaxaca, y de ahí en un helicóptero de turbinas que era de López Portillo, a subir la sierra. Íbamos Margarita, Gutierre Tibón, Iván Denegri, Andrés Henestrosa, Ramón Charles y yo, entre otros. Antes de llegar a Huautla se cerró el cielo, nubladísimo, y no pudimos bajar. Entonces, el piloto dijo que nos iba a llevar al aeropuerto de Tehuacán, a esperar que se despejara. Y pues ahí estamos, parados en la pista de Tehuacán, y Margarita dice: "Vamos a cantar unos mantras." Y ahí tienes a sus asesores haciendo ommm, ommm, y qué crees? Se despejó el pinche cielo, te lo juro!
Cuando llegamos otra vez a Huautla, empezaron a volar los techos de todas las casas; era un helicóptero muy grande. Cuando aterrizamos, ya había un motín: los dueños de las casas exigían una indemnización por la destrucción. Un capitán sacó dinero y ahí mismo les pagó. Lo increíble fue que al partir pasó lo mismo; nos dijeron: "ahorita que se vayan, van a volar los techos de las casas de nuevo", y efectivamente eso pasó, pero nosotros ya íbamos de regreso.
En Huautla dormimos una sola noche. Vimos a María Sabina, se arregló una sesión de hongos, se pidieron voluntarios: nos ofrecimos Denegri, un asistente suyo y yo. María Sabina arregló las dosis. Y pasó que desaparecieron dos dosis, y después se descubrió que había sido el piloto; se atascó de hongos, se perdió y no había cómo regresar. Fue la última vez que comí hongos con ella; cuando regresé a filmar la película ya no pude hacerlo. Conocí a María Sabina muy viejita; no era la mujer que describe Gordon Wasson en sus libros, que de repente se levantaba y empezaba a tirar muros como Sansón y cuando cantaba hacía que a todos se le erizaran los cabellos.
Ella ya no quería hacer la película, decía que estaba muy cansada. En la película, delega una parte de su responsabilidad en sus hijas; dice: "ya no puedo cantar más" y Apolonia empieza a hacerlo. Después localicé a Álvaro Estrada, un mazateco que trabaja en el Metro y que es uno de los biógrafos de María, para que me tradujera: sólo supe lo que ella decía hasta que él me lo tradujo, mucho tiempo después de filmar. Además, él me ayudó a armar el texto que en la película narra Henestrosa. Se criticó mucho que fuera una voz de hombre, pero si hubiera usado una voz de mujer, mucha gente hubiera pensado que era la de María Sabina. Prefería, de entrada, asumir que alguien estaba hablando por ella.
Me arrebataron la película en el primer corte; no tuve la oportunidad de pulirla, pero no me afectó demasiado porque asumí que finalmente iba a ser un documento; nunca la vi como una película que fuera a ser exhibida comercialmente, sino como algo que con el tiempo se volvería importante, el único documento sobre María Sabina: hay gente que la filmó, pero son cosas muy chiquitas. Criticaron mucho que la trajeran para el estreno, en el Regis, invitada por Margarita, pero la verdad era que ella estaba feliz: era el estreno de su película.
Poetas campesinos
En 1974 trabajé en la Cineteca, en un proyecto muy bonito: mandaron construir unos camiones con unas pantallas de acrílico y proyectores de 16 mm. Eran tres camiones, uno a mi cargo. La función era ir a lugares muy marginados del interior y pasar clásicos del cine mexicano en poblaciones donde nunca se había exhibido una película. Eran camionetas muy buenas y nos podíamos meter a cualquier lado. Me tocó el estado de Puebla, y en una región del sur, muy árida, muy pobre, en un pueblito llamado San Felipe Otlaltepec, me quedé a dormir una siesta y me seguí de largo hasta la noche. Estaba dormido en el camper y me despertó una obertura de Verdi, en medio de la nada: La forza del destino. Pensé: "Estoy soñando, esto no puede ser." Pensé que sería un disco: salí del camper y vi a una banda de campesinos tocando por nota en un lugar donde ni siquiera se hablaba español. Había un espacio iluminado con antorchas y vi unos trapecistas haciendo sus movimientos, y un payaso diciendo poemas.
Esa experiencia me dejó tan marcado, que a partir de entonces me dediqué a convencer a todo mundo de que había que hacer una película con esos personajes. Regresé cinco años después, con la autorización de Cortometraje. Y me llevé la muy desagradable sorpresa de que ya sólo existía la banda: el circo se había dispersado. La gente no era del mismo lugar; me dediqué a localizarlos uno por uno, por todos los pueblos. No me sabía el nombre de nadie, me basé en las descripciones: que el payaso y su cuadernito, que las niñas trapecistas, el diablito que era un enanito. Y luego, el problema terrible de que ya nadie quería verse, estaban totalmente peleados: "Yo con ése no trabajo, ese payaso es un hijo de no sé qué" Entonces, los filmé por separado y monté en la película un circo que ya no existía. El payaso sí aceptaba trabajar con la banda, pero no con la Maroma. El payaso, don Narciso, es uno de los personajes más increíbles que he conocido. Me arrepiento mucho de no haberme quedado con su cuaderno de poemas, porque me lo ofreció. Me dio tanta pena con él, que le dije: "No, esto se lo debe quedar usted", y seguramente ya se perdió. Eran páginas y páginas de frases de él y de otros payasos. La Maroma se remonta a mediados del siglo pasado, a los circos trashumantes que vivían de limosnas. Ésta es otra cosa de la que me tocó el fin. Tiene un encanto muy especial ver el estertor de la Maroma. Es uno de mis mejores trabajos, junto con El Niño Fidencio. Me costó mucho afinar mi estilo, caí en la tentación del documental convencional, con narrador y todo, hasta que encontré un estilo sin narrador; es más importante vivir una experiencia que platicarla. En todos mis documentales es importante dejar que las cosas hablen por sí mismas, incluso en los narrados. Guillermo Sheridan fue mi gran apoyo en muchas de mis películas. En Teshuinada él hizo el texto, muy bello. Pero también hay momentos sin narrador; mi secuencia favorita es un ritual muy doméstico, antes de la ceremonia dedicada a los malos espíritus, para que se vayan y no molesten durante la Teshuinada; la escena a la que me refiero es la de un chamán en una mesita, adornado con vísceras de chivo. Por ese momento se salva la película.
Cabeza de Vaca
Después de El Niño Fidencio (1982), hicieron una retrospectiva mía en Harvard. Fui allá y había un señor que vio todas mis películas y al final me fue a ver. Me dijo: "Quiero que trabaje conmigo" y prácticamente me hizo firmar un contrato ahí mismo; ni siquiera me dejó regresar a México. Era Alan Lomax, el descubridor de Muddy Waters y de los grandes blueseros negros, los del Mississippi. Trabajé con él un año, viajé por el sur y el este de Estados Unidos grabando la música negra, la de influencia francesa, la cajoun, e hice una serie para la BBC y la PBS, American Patchwork Project, que ya es un clásico de la televisión etnográfica: fueron cinco capítulos, de una hora cada uno. Lomax ha dedicado su vida a eso: tiene teorías muy personales sobre la música negra, y fue muy difícil trabajar con él, porque es un cascarrabias tremendo. Todo el año posterior al Niño Fidencio trabajé con él y me agarró de sorpresa: dejé mi casa montada y él tenía miedo de que si venía ya no regresara, así que de inmediato me consiguió un permiso de trabajo.
Tuve más ofertas de trabajo allá, pero la verdad estaba ya muy neuras, no me sentía muy bien que digamos. Regresé y empezó el viacrucis de Cabeza de Vaca.
Le ofrecí a Alberto Isaac hacer la historia de Gonzalo Guerrero. Obviamente me pesaba mucho ser un documentalista y meterme al mundo de la ficción, sabía que en un momento dado significaba, como en el juego de serpientes y escaleras, irme del 90 al 5; estuve dispuesto a asumir la responsabilidad, pero también creo que Cabeza de Vaca es una película fuera de serie. Es una película de estampas, de atmósferas, no tiene una estructura convencional, una cosa no conduce a otra. Eliminé secuencias enteras que no me gustaron, ya filmadas; otras desde el guión, porque un día llegó el productor y me dijo: "Maestro, una semana más y ya, se acabó el dinero." Me dediqué a arrancarle páginas al guión. No era un thriller, al que le quitas tres páginas y ya no sabes qué pasó.
Fue una forma poco violenta de pasar del documental a la ficción; de hecho, capitalicé los recursos del documental: siempre había querido captar el momento de una iniciación chamánica, cuando un individuo se da cuenta de que es chamán. Porque había conocido historias, la de María Sabina, las de algunos chamanes huicholes, pero verlo era menos espectacular que reproducirlo, contarlo.
Mi trabajo con los actores no fue muy afortunado, se ve, se nota. No existe en México una plana de actores como en otros países, con una calidad uniforme. Si yo decía: "Quiero una actuación natural", tenían la impresión de que eso no era actuar; decían que actuar natural cualquiera puede, y no es cierto; actuar natural es el gran trabajo de un actor. No es forzar la voz, ni hacer muecas. Y en este caso, siento que el trabajo de los que no eran actores es mejor que el de los profesionales. Juan Diego, el español que interpreta a Cabeza de Vaca, es un loco, eufórico, exaltado, pero muy disciplinado. El tipo nunca dormía, excepto cuando lo maquillaban: las sesiones duraban tres o cuatro horas. Fue una exigencia de los productores españoles, y su acento me creó problemas al principio del rodaje; hay dos versiones de Cabeza de Vaca, una con las voces de los mexicanos, y la que se pasó en España, doblada, porque a los españoles sí les brincó mucho que hablaran como mexicanos. Me da gusto que no hayan doblado a los indígenas.
Me criticaron mucho el final, lo de los indios cargando la cruz de plata, porque es muy rápido y no respeta la convención del paso lento, pesado. Si has cargado un piano sabes lo que hay que hacer; hay que ir uno, dos, uno, dos; si no, todo el mundo se derrumba. No hay manera de cargar algo pesado si no caminan todos al mismo ritmo. Cuál era la solución? Soldados, que saben marchar, porque con uno que pierda el paso se tropiezan todos. Había que hacerlo con soldados del mismo tamaño y luego alguien tenía que marcarles el ritmo, y ahí fue la solución del tambor. Me gustó la idea de que no van encadenados, ni los van vigilando: van cargando esta cruz hacia un horizonte de nubes negras, ya con relámpagos: está empezando el México de la Colonia, está empezandoMéxico; cargar nuestra riqueza va a ser nuestra desgracia. Creo que es una película dispareja; tiene grandes momentos y otros no muy buenos, pero lo importante fue realizar un sueño que a todo mundo le parecía irrealizable.
La Cristiada
El video que estoy por terminar sobre La Cristiada es un proyecto de editorial Clío con Jean Meyer, a quien admiro muchísimo, es una de las mentes más lúcidas que hay en México. Leí sus libros sobre la Cristiada, me impresionaron muchísimo y él me recomendó la novela Rescoldo; me parece una historia maravillosa, Rulfo dijo que era el mejor libro que se había escrito sobre el tema, era uno de sus libros favoritos. Hice un primer tratamiento de guión, pero luego vino la propuesta de Clío de hacer una serie sobre la Cristiada. Es un trabajo totalmente diferente a lo que he realizado: es una serie testimonial; gente hablando a cámara durante las cinco horas que dura la serie. Me fui al lado opuesto: estos paréntesis de éxtasis que tengo en mis películas, donde busco una experiencia completa de lo que estás viendo, aquí se convierten en reflexión sobre los últimos veteranos de esa guerra. Como en María Sabina, pensé: "Aquí lo que importa es el documento, lo que estas personas vivieron, la voz de los que asaltaron trenes, volaron edificios, que estuvieron dispuestos a dar su vida por algo en lo que creían." Es cada vez más raro ver gente cuyo ideal es más importante que su vida, dispuestos a morir gritando "Viva Cristo Rey".
Nos dedicamos a localizar a estos viejitos, que tenían quince o dieciséis años cuando la guerra. Uno podría pensar que son delincuentes o terroristas, y resulta que son absolutamente maravillosos; cuesta trabajo creer que mataron, empuñaron rifles, colocaron bombas. Las mujeres andaban cargadas de dinamita, muchas de ellas incluso explotaron. Organizaban paseos campestres para repartir el parque entre los cristeros, disfrazando todo de día de campo.
Dentro de algunos años, todos los testigos van a estar muertos; Jean Meyer lo documentó en sus libros, con su grabadora, pero éste es un testimonio visual; la gente habla a cámara, relatando sus experiencias: guerras, fusilamientos, asaltos; en algunos casos felices, tres o cuatro de ellos describen la misma circunstancia, como el famoso asalto al tren de La Barca; conseguí a varios que estuvieron ahí y es interesante ver cómo la historia embona perfectamente. Claro, falta la visión oficial, pero ésa ya todos la sabemos: esas películas bastante maniqueas, que ponen a los cristeros como si fueran unos idiotas o unos tipos manipulados por los curas.