La Jornada Semanal, 22 de septiembre de 1996


Siena revisitada

Sergio Pitol

Sergio Pitol ha terminado un libro que promete ser un acontecimiento literario y que pronto publicará editorial ERA. El arte de la fuga es una peculiar mezcla de ensayo, ficción, bitácora de lecturas y libro de memorias. En él se funden las virtudes del novelista de El desfile del amor y el ensayista de La casa de la tribu. En otros números hemos publicado la visita de Pitol a la casa de Thomas Mann y su primera estancia en Varsovia. Ahora lo acompañamos a Siena, donde encuentra a Antonio Tabucchi.



Debo confesar que soy sordo del oído izquierdo. Y eso me produce alteraciones anímicas que, en sus peores momentos, pueden confundirse con la memez y también con la demencia. Si en una reunión social, sobre todo en una comida, el comensal de mi izquierda resulta un parlanchín por naturaleza ya estoy perdido. Respondo mal, por intuición, al azar; abundo en imprecisiones, en disparates, hasta que poco a poco el fallido interlocutor va distanciándose, harto de repetir sus preguntas y oír respuestas que poco o nada tienen que ver con ellas. Eso me produce inhibiciones impresionantes, y una vez inhibido, tenso o temeroso no soy ya responsable de mi comportamiento.

En la primavera de 1993 hice un breve viaje a Europa para celebrar mis sesenta años. Elegí tres ciudades fundamentales en mi vida: Londres, Roma y Barcelona. Me faltó Varsovia. Quise coincidir en Roma con Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs en la entrega del Premio Latinoamericano de Literatura que ese año le fue entregado a él, a Monterroso. Le escribí a Lia Ogno, quien en esos días concluía la traducción de una novela mía, para anunciarle mi presencia en Roma el día del Premio, seguro de que ella, traductora del autor premiado, estaría presente, y de ese modo podríamos conocernos y encontrar un momento para resolver algunas dudas sobre el texto, que ella me había enviado por correo. Lia, por su parte, le informó a Antonio Melis, director de la Facultad de Letras de la Universidad de Siena, viejo amigo mío, sobre mi próximo paso por Italia, quien, a su vez, me envió un fax, invitándome a dar una charla en su Facultad, en la cual, debo añadir, la cátedra de estudios lusitanos está a cargo de Antonio Tabucchi, ejemplar introductor de Pessoa en Italia, su traductor y comentarista, y, sobre todas las cosas, un narrador excepcional.

Conocí fugazmente Siena los primeros días de 1962. Había pasado las fiestas de diciembre con mi familia materna. La Navidad en Boloña y la noche de fin de año en el castillo de Bonizzo. A finales del siglo pasado mi bisabuelo Domenico Buganza cruzó el océano con sus tres hijas, Preseide, Agnese y Catarina, la más pequeña, mi abuela, para educarlas en Italia. Regresaron sólo dos, mi abuela y su hermana Agnese. La otra, la mayor, se casó en Italia, y desde entonces vivió en ese castillo, del que apenas se movió en su prolongada vida.

Durante dos o tres días habían tranquilizado a mi tía Preseide con infusiones sedantes ante la inminente visita del sobrino nieto llegado sorpresivamente de Veracruz. Cuando me presenté, se levantó y se arrojó a mis brazos con la energía de un ciclón, para después hacerme repetir una y otra vez los incidentes capitales de la historia familiar ocurrida al otro lado del Atlántico durante sus sesenta años de ausencia. La correspondencia no se había interrumpido nunca entre ella y mi abuela, salvo en los años de la guerra. Ella prefería oír de viva voz lo que espaciadamente había leído. Me preguntó por ranchos, por pueblos, por personas que jamás había oído mencionar; respondía yo como podía, es decir con torpeza. De pronto fijaba en mí una mirada de consternación; debía pensar que tenía enfrente a un simulador que se hacía pasar, quién sabe con qué fines, por el nieto de Catarina Buganza-Buganza, la menor de sus hermanas. A ratos se fatigaba y me enviaba a visitar el jardín o a ver la colección de piezas etruscas del marido de su nieta, colocadas en otra sala del castillo, o le pedía a su yerno, Noradino, el esposo de mi tía Argia, matemático, llevarme a conocer los alrededores, las márgenes del río, donde mis tías y mi abuela habían paseado tantas veces a principios de siglo. La verdad es que fuera de la nieve, había poco o nada que ver pues una niebla espesa y lechosa lo ocultaba todo. Recuerdo, como entre sueños, haber hecho un par de viajes en automóvil, uno a Ostiglia, una pequeña ciudad, sumida en la oscuridad, la más cercana al castillo, de la que le oí decir a mi tío que en cierto periodo, no recuerdo cuál, había sido la última marca del Imperio romano; y otro, a una joyita arquitectónica, o me lo habrá parecido así por el mero hecho de poder ver iglesias y palacios no cubiertos por la neblina?, Mirandola, cuyo hijo más ilustre ha sido, nada menos, Pico della Mirandola. Viví esos días arropado por una emoción muy intensa. Percibía en aquellos parajes la presencia de mi abuela; mi abuela niña, mi abuela adolescente, mi abuela en vísperas de volver a México. Le envié desde Ostiglia una carta para relatarle mi encuentro con la familia, las conversaciones con mi tía Preseide, donde ella se volvía el personaje principal; la tranquilicé, asegurándole lo bien que me estaba portando, lo mesurado en el beber, lo prudente en la conversación. Le conté algo sobre el estado de la propiedad; una parte estaba sumamente dañada, pero en el fondo del jardín habían almacenado durante años en grandes galerones los materiales necesarios para iniciar los trabajos: toneladas de antiguos ladrillos sarracenos, conseguidos, sobre todo, en Calabria y Sicilia de antiguas construcciones en ruinas, para iniciar pronto las obras de reconstrucción.

La noche del primero de enero, después de la cena, muy tarde, me despedí de la familia; de mis viejos tíos abuelos para siempre, pues murieron poco tiempo después. Mi tío Noradino me llevó de madrugada a Ostiglia, en cuya minúscula estación ferroviaria nos despedimos. Abordé un precioso tren de juguete, una reliquia de los primeros tiempos del ferrocarril, me imagino, dos pequeños vagones con asientos forrados de un espeso terciopelo raído, pero aún elegante. No creo que aquel trenecito de vía angosta hubiera podido alcanzar nunca, ni siquiera en sus mejores años, una velocidad embriagadora, pero a inicios de 1962, las muchas décadas de trabajo, las guerras, los malos tiempos, lo habían reducido a la extenuación, y las montañas de nieve que ese preciso día cubrían las vías, a una por momentos casi total inercia. El viaje tardó más horas de las previstas para llegar a Boloña. En la estación de Ostiglia, al despedirnos, mi tío Noradino me regaló una preciosa cartera de cuero negro, repleta de billetes gigantescos, meticulosamente doblados. "Para comenzar bien el año", me dijo. Agradecí efusivamente aquel regalo inesperado que me sirvió no sólo para comenzar el año sino para mucho más. Al llegar a Boloña, el tren en el que había reservado un asiento había partido, y debía esperar al de la noche. De un vagón de carga bajaban un automóvil. Yo trataba a duras penas de sobornar en ese mismo andén a un empleado de ferrocarril para que me consiguiera una litera o, al menos, una butaca de primera clase, me espantaba viajar en un vagón tumultuoso de segunda con aquella cantidad de dinero en los bolsillos. La gente regresaba en hordas a Roma y a las ciudades del sur, después de las fiestas; los andenes estaban atestados. El joven propietario del automóvil extraído de un vagón me preguntó hacia dónde me dirigía. Dije que a Roma, y él me ofreció llevarme hasta Siena, lo que significaba adelantar un buen tramo. Regresaba de Londres donde había asistido a un festival internacional de teatro. Había pasado la noche de fin de año en París, tomado el tren hacia Boloña con la encomienda de recoger ese coche que pertenecía a alguien de su familia. Hablamos de teatro. Había terminado sus estudios de leyes, si mal no recuerdo, pero no había presentado aún el examen profesional. Tenía esa buena formación característica de los jóvenes italianos de familias acomodadas y tradición liberal donde el saber y el placer se las entienden para asimilarse de una manera natural. Me comentó que el festival de teatro había sido en buena parte político, y no había estado nada mal. Y eso nos llevó a hablar durante un buen rato de política. Era socialista, un ferviente admirador de Pietro Nenni, y estaba convencido de que una fuerza intermedia entre la democracia cristiana y el partido comunista era necesaria para la buena salud pública de Italia. Si se sumaran los votos de socialistas y comunistas, dijo, la victoria sobre la derecha sería contundente. En algunos terrenos, salud, educación y política internacional, los dos partidos votaban con frecuencia en el mismo sentido; pero si eso ocurriera en todos los casos, es decir si llegaran a fusionarse en un solo organismo político, los socialistas correrían el riesgo de ser absorbidos, como había ocurrido en Polonia y en Checoslovaquia, por el otro partido. Mi anfitrión me advirtió, cuando nos acercábamos a Piacenza, que pasaríamos al centro de la ciudad para poder ver todavía con luz la cartuja y contemplar los trabajos de Luca y Andrea della Robbia, que nunca había visto. Recuerdo el placer que me produjo la estructura arquitectónica de aquella certosa, donde el color de la mayólica era un grito de alegría. Mi ignorancia era absoluta en lo referente a artes aplicadas, a las que consideraba como una forma intrascendente de decoración. A los muchos viajes en auto stop que hice durante ese año por Italia debo una parte nada desdeñable de mi educación.

A partir de Pistoia y hasta llegar a Siena, la conversación giró de manera fundamental sobre dos temas: la literatura inglesa y el arte italiano, en especial la pintura de los primitivos y los renacentistas. Antes de ingresar a la Facultad de Derecho, muy joven, él había pasado un año en Londres para aprender el idioma y conocer la experiencia de vivir fuera de la familia. En aquella época, y desde hacía varios años, mis lecturas eran preferentemente inglesas. Comenté algo sobre la influencia italiana en la literatura inglesa; no sólo a partir de los románticos, quienes huían en racimos del filisteísmo de su país, sino desde mucho antes, desde el Renacimiento. La deuda con Bandello, por ejemplo, era notable, y una parte considerable de su obra tenía por escenario alguna ciudad italiana, y cité de paso, ya que estábamos de camino a Siena, un comentario de Robert Greene sobre la desenfrenada vida universitaria en esa ciudad, donde se enteró de prácticas que allí pasaban como algo habitual y en su país le hubieran resultado inimaginables. Mi compañero de viaje me corrigió educadamente el nombre, creyendo que citaba yo a Graham Greene, y le expliqué que no, me refería a Robert Greene, un contemporáneo de Shakespeare, al cual algunos estudiosos atribuían la paternidad o, al menos, la coparticipación en la escritura de Tito Andrónico, quien en su juventud viajó por Italia y seguramente se detuvo algún tiempo en Siena, a la que cita como compendio de todos los excesos del mundo pagano. El joven estudiante de derecho se quedó un poco perplejo. Bajó luego la conversación a términos cotidianos y me sugirió que al llegar a Siena me quedara en la estación, pues la nieve había vuelto a caer y avanzábamos con cautelosa lentitud, de manera que llegaríamos muy entrada la noche, que consignara mi maleta, descansara un poco en la sala de espera; no habría problemas, pues se trataba de una estación de escaso movimiento, y, luego, al amanecer saliera a caminar por la ciudad, ya que los colores de las murallas y de los palacios se iluminaban a esa hora de tal manera que sólo entonces podría conocer en su esplendor esa tonalidad que el mundo conoce como rojo de Siena. Me sugirió asomarme, antes de dejar la ciudad, a la catedral y al museo de arte para ver las obras maestras de la pintura sienesa, las de Simone Martini, las de Ambrogio y Pietro Lorenzetti, y sobre todo, las de Duccio di Buoninsegna, el fundador de la escuela sienesa y su más extraordinario exponente. Me recomendó anotar el nombre para no olvidarlo. Le respondí sin pedantería que sabía quién era, había visto algo suyo en la National Gallery de Londres, y conocía buena parte de su obra en reproducciones. Y allí solté, también en tono casual, algunas idea de Berenson, cuyos libros, conocidos y estudiados en México, me acompañaron siempre en mis recorridos por Italia. Hablé de la suntuosidad de sus verdes y oros metálicos, de la técnica heredada de Bizancio que lograba hacerlos parecer bajorrelieves de bronce más que pinturas. Duccio era extraordinario, insistí, nadie lo ponía en duda, pero carecía de la genialidad de Giotto, cuya obra resumía esos valores táctiles que para Berenson lo eran todo. Y ahí volvió a producirse un silencio semejante al que siguió a mi comentario sobre Robert Greene y sus recuerdos de Siena.

En los primeros meses de mi estancia en Italia conocí muchas veces la sensación de que la gente esperaba de mí, como de cualquier joven latinoamericano, un caudal de visiones tropicales y aguerridas, de formas de pensamiento diferentes, de mitos, rebeldías y estrategias distintas que quizás ayudaran a redimir el Viejo Mundo. La representación aggiornata del buen salvaje con reminiscencias borgeanas y destellos cheguevaristas. Les halagaba sentir reconocida su cultura y al mismo tiempo los desilusionaba. Esas andanzas por el Renacimiento, la Ilustración y las vanguardias, a final de cuentas, les correspondían a ellos. Me parecía absurda esa pretensión y reaccionaba a veces con provocaciones, pero la experiencia europea me hizo ser consciente, a pesar de que mis intereses fueran verdaderos, de que corría el riesgo de forjarme una cultura libresca, una recitación, un engolosinamiento, sin el sedimento que da el entorno necesario. No es que me interesara someterme a una metodología, ni que tuviese afanes académicos; nada me interesaba menos que debilitar el carácter hedónico de mis lecturas, su organización puramente casual. Tampoco iba a prescindir de una disposición, en mí casi física, para aprehender del mundo todo lo que éste me ofreciera. No se trataba de eso; por intuición comprendí que debía afirmar mi propio lenguaje y la cultura de donde procedía. Podía recitar una lista de palacios o iglesias construidas por Palladio o Brunelleschi, y en cambio tenía lagunas abrumadoras en el barroco mexicano, en el horizonte trunco de los olmecas y los mayas, para sólo citar algunos ejemplos. Supe que necesitaba capturar ese pasado para moverme con soltura por el mundo. Era la columna vertebral que debía sostener el rico organismo al que aspiraba. Sin una afirmación de su lenguaje, el viajero pierde la capacidad de aspirar a traducir el Universo; se convertirá, tan sólo, en un intérprete a nivel de guía de turistas.

En Siena, mi compañero de viaje telefoneó a unos amigos en cuya casa cenamos, y ya muy tarde me acompañó a la estación, donde nuestros caminos divergieron. Pasé unas horas en la sala de espera. No logré dormir. Esa espera fue como un baño de realidad que volvía fantasmagórico el recuerdo de los ritos familiares de Bonizzo, las complicadas maniobras medievales para calentar las camas a fin de encontrarlas tibias por la noche, la belleza de los espacios, las cenas maravillosas preparadas bajo la dirección de mi tía Argia, las buenas maneras, el fuego en las chimeneas, las piezas etruscas. En contraste, me vi envuelto por el humo de pésimos cigarrillos, los acentos rudos, las carcajadas sin fin. Era poner los pies en otro suelo. Pocos eran los que dormían. Hombres y mujeres de diferentes edades mataban el tiempo contando episodios de sus vidas, intimidades familiares, trabajos y búsqueda de trabajos; los más jóvenes hablaban de proyectos irrealizables, contados con una alegría y una inocencia que llegaba a convertir aun los pasajes más escabrosos, y vaya que los había!, en diálogos de pastoril pureza.

Salí de allí al amanecer y vi los muros y vi el rojo de Siena pegado en ellos. Tomé el desayuno y me dirigí al museo, dispuesto a extasiarme ante el esplendor bizantino del gran Duccio. Pero era aún día festivo y no había museo que estuviese abierto. Hubiera podido quedarme en Siena un par de días, pero me era imposible resistir a la tentación de llegar a Roma, de presentarme esa misma noche en Canova, para contarles a Araceli y María Zambrano y a sus amigos mi experiencia familiar en Bonizzo, y saber cómo habían pasado ellos las fiestas, y hacer proyectos para los días siguientes. Pensé que volvería muy pronto. Por lo mismo, decidí sólo caminar un poco por el centro de la ciudad, disfrutar de su esplendor y un rato más tarde tomar el autobús que me depositaría en Roma.

Sin embargo, tuvieron que pasar más de treinta años para volver a ver los muros de aquella ciudad privilegiada.

Volví para hablar en la Facultad de Letras de la Universidad de Siena sobre mis últimas novelas, en el curso de una tarde dedicada a la cultura hispanoamericana. El acto daría inicio a eso de las cinco o seis de la tarde; hablaría yo, después habría un programa de música organizado por los alumnos, tal vez un diálogo, y concluiría con una cena en una casa no lejos de Siena.

Yo había llegado a Florencia el día anterior al acto, desde donde llamé a Melis para ponernos de acuerdo sobre el viaje a Siena. Pasaría, me dijo, a recogerme a mi hotel al día siguiente a las siete de la mañana. Llamé luego al teléfono de Antonio Tabucchi en Florencia. Me respondieron que se hallaba en su casa de Vecchiano, un lugar al lado de Pisa, y me dieron su número telefónico. Lo localicé poco después; le dije que estaba en Florencia y que al día siguiente saldría con el profesor Melis hacia Siena, donde por la tarde tendría una charla con los estudiantes. Me respondió que ya lo sabía; lamentablemente le iba a resultar imposible asistir. Tenía que ordenar una serie de papeles y luego hacer unos trámites fiscales que lo tenían bastante abrumado. No tenía idea de la hora en que podría salir de la oficina correspondiente, pero me propuso pasar de Siena a Vecchiano y quedarme algunos días en su casa. Me aseguró que la región me iba a gustar y que en Pisa había cosas interesantes de ver. Le expliqué que me habría encantado aceptar su invitación, pero tenía un programa demasiado rígido. Saldría a Siena a la mañana siguiente del acto; debía asistir en Roma a la entrega del premio a Augusto Monterroso, y, luego, volver a Barcelona, donde tenía ya cita para encontrarme con Jorge y Lali Herralde. En fin, sería otra la ocasión en que nos encontráramos.

Admiré a Tabucchi desde la aparición de Dama de Porto Pim y Nocturno hindú, en Anagrama. Había estado pendiente después de la aparición en Italia de cada uno de sus libros; me los había hecho llegar de inmediato. Había escrito sobre ellos. Me hubiera gustado, infinitamente, hablar con él de una de sus novelas, La línea del horizonte, que me traía reminiscencias del mejor Conrad; por ser tan elusiva y plurivalente como The Double Sharer. La línea del horizonte comparte con algunos de los mejores cuentos de Tabucchi una temperatura absolutamente personal nutrida en lo fantástico cotidiano. El lector es testigo, y en cierta forma cómplice, de un combate secreto que se ejerce sin tregua entre la alusión y la elusión. Mientras más precisión existe en los detalles, más misterioso se torna el relato.

Pasé el resto del día en Gli Uffizi. Sólo ese largo paseo a través del esplendor visual del Renacimiento habría valido el viaje. Todo allí es portentoso. Me detuve un buen rato en la sala de los sieneses del trescientos, como anticipándome a lo que vería el día siguiente. Dos de las obras expuestas allí, la Madonna in Maestá, de Duccio di Buoninsegna, y La anunciación a la virgen, de Simone Martini, me dejaron de tal modo maravillado que al pensar en Siena el referente no era mi conferencia sino la visita previa que haría al Museo de Arte. Después de Gli Uffizi, caminé todavía algunas horas por la ciudad; al llegar al hotel caí en la cama como un trozo de plomo.

A las siete de la mañana salí de Florencia, en compañía de Antonio Melis, hacia Siena. La primera noticia con que me recibió fue tan espantosa que la rechacé de inmediato, como si aún no despertara y estuviera atrapado por una pesadilla. Era el 27 de mayo de 1993. Antonio puso a funcionar el radio de su automóvil y ahí escuchamos la confirmación. Una inmensa explosión había tenido lugar la noche anterior en Gli Uffizi. El resultado eran seis muertos, muchos heridos y parte del edificio destruido. Hicimos el trayecto de Florencia a Siena en un estado de conmoción. Melis trató de hacerme un poco de claridad en la laberíntica realidad política y social italiana: el derrumbe de la democracia cristiana, cuyo monopolio del poder había durado más de medio siglo, la corrupción, los procesos judiciales a los políticos, las ligas con la mafia, el narcotráfico; en fin, todo lo que había agitado a Italia durante un par de años. La catástrofe registrada ese día podría ser una de las secuencias de esa caída en la deshonra. Había tal vez un proyecto de desestabilizar a Italia, de golpearla en sus sitios más sensibles, de detener las investigaciones policiacas sobre los nexos entre el poder político y el poder criminal, o atenerse, si no, a las consecuencias. Llegué a Siena bastante alterado. El hecho de haber estado durante largas horas, poco antes de la explosión, en aquellos recintos, de haber coincidido tal vez con los criminales mientras estudiaban los últimos detalles, contribuía a mi excitación. Si eso fuera una pesadilla, me sentiría vigilado, investigado, acorralado, acabaría por sentirme culpable, sí, tendría dudas de mí, me rompería la cabeza para tratar de probar mi inocencia sin estar yo mismo convencido. Alguien declararía que había yo sido visto en el auto disfrazado de taxi o de ambulancia que introdujo la dinamita en el museo. Ya sabemos cómo son las pesadillas. Al llegar a Siena supimos que pocos cuadros habían sido afectados, y ninguno destruido. Los muertos y heridos eran consecuencia de que la carga de dinamita había sido depositada en una sección donde vivía parte del personal de custodia del museo.

Antonio Melis me condujo a su facultad, me presentó a Lia Ogno, y luego ésta me llevó al hotel donde me hospedaría, que quedaba a un paso. Tenía yo libre buena parte del día. Comencé a caminar con Lia por el centro medieval, por callejuelas maravillosas, por plazas cuya preservación parece un milagro. Nos despedimos en la gran Plaza del Palio. Apresuré el paso y busqué el museo. Tenía necesidad de acogerme a él. El portón de acceso estaba cubierto por una enorme tela negra. Todos los museos y centros de arte en Italia cerraban durante dos días sus puertas en señal de luto y como protesta por el atentado contra la cultura perpetrado en Florencia.

Una vez más, me había sido vedada la posibilidad de conocer las obras maestras de la pintura sienesa. Dos de los atractivos que me habían hecho apetecible el viaje a Siena se habían desvanecido. No vería El beso de Judas de Duccio de Buoninsegna, ni conocería personalmente a Antonio Tabucchi. Conversar con él, conocer sus puntos de vista, oír la exégesis de algunos textos suyos se me había vuelto tan esencial, tan compulsivo como lo había sido para el editor americano, asunto de orgullo o deshonra, de vida o muerte, tener en sus manos las cartas que la célebre Jeffrey Aspern había escrito a Juliana Bordereau, en la novela de Henry James.

Pero a Tabucchi, al fin de cuentas, sí lo vi. Me estremezco al revivir ese episodio. Recordar mi comportamiento me hace aún sentir agobio. Puesto que este libro es en cierta manera una recopilación de desagravios y lamentaciones, un intento de apaciguar desasosiegos y cauterizar heridas, puedo permitirme esbozar en unas cuantas líneas las circunstancias del encuentro.

Por la tarde tuve la charla con los alumnos y maestros. Hablé de mi trayectoria como escritor, de mis ligas con Italia, de mis influencias reconocibles, de algunas filias y de muchas fobias, de proyectos viables e imposibles, ante un público muy cálido. Avanzada mi exposición vi entrar por la puerta del fondo a Tabucchi. Lo reconocí de inmediato; había visto fotos suyas en las ediciones de Anagrama y en la prensa, no podía pues, equivocarme; entró con su esposa María José, una mujer muy bella, con una espléndida intensidad de gesto. Al terminar la charla, nos presentamos personalmente. Había mediado entre nosotros alguna correspondencia, varias llamadas telefónicas. Como punto de referencia, la presencia invisible de Jorge Herralde, nuestro amigo y editor común en Barcelona. Estaba por comenzar el acto musical. Yo había quedado, después de hablar ante el público, con una sed tremenda y bastante fatiga. Pregunté si en algún lugar podía beber café, necesitaba de inmediato por lo menos dos tazas. Dijo que podríamos salir a tomarlo fuera; cerca de la Universidad había un café agradable. No sé si habían sido las emociones del día, o el pavor a no lograr oírle debido a la sordera que mencioné al inicio y responder desvariadamente a cualquier pregunta, lo cierto es que tan pronto como nos sentamos, después de comentar brevemente las terribles noticias de la mañana, comencé a hablar de su último libro, un pequeño, inteligente y delicioso texto sobre los sueños imaginarios de personajes de su devoción. Era el libro de un intelectual curioso, vivo, refinado, y, al mismo tiempo, no enclaustrado en una torre de marfil, un autor solidario con la vida. Los veinte personajes que soñaban representaban signos muy diversos que el autor, al reunirlos, conciliaba: Apuleyo, Rabelais, Goya, Leopardi, Stevenson, Rimbaud, Chejov, Pessoa, Maiakovski, García Lorca y Freud, entre otros. Sueños de sueños era el título del libro; había aparecido poco antes en una bella edición de Sellerio. Comencé a hablar desbocadamente y casi de inmediato, sin darle tiempo a intervenir; empecé a citar autores cuyos sueños valdría la pena imaginar; Henry James, por ejemplo, quien debió tenerlos complicadísimos, trabados en una sintaxis laberíntica y elíptica cuyo mero seguimiento habría vuelto loco al psicoanalista más competente. No sólo habría sido una ardua labor descifrar un sueño suyo, sino aun entender su lenguaje, no perderse en los pliegues de la única, interminable y seguramente oscura frase en que los expresaba. Y los sueños de Borges, de Lezama Lima, de Góngora y no sé de cuántos más! Hablé desbocadamente hasta que nos dimos cuenta de que el tiempo había volado y debíamos volver a la facultad para estar presentes por lo menos al final del programa musical. Volvimos. Terminó el concierto y comenzaron los preparativos para dirigirnos a la casa de campo en donde estábamos invitados a cenar. Los Tabucchi me invitaron a ir con ellos en su coche. Claro, quedé sentado en el asiento delantero, lo que significaba que mi oído sano daba a la ventanilla y el sordo a Tabucchi y, parcialmente, a María José, quien iba sentada en la parte trasera.

Me hicieron las preguntas normales que hace la gente cuando es bien educada: cómo había hecho mi viaje, de dónde llegaba, qué tal me sentía en Italia, esos necesarios prolegómenos que tienden a distender al interlocutor, crean un clima de confianza y, al mismo tiempo, las condiciones adecuadas para lo que va a convertirse en el cuerpo de la conversación. Respondí que había volado de México a Londres, de allí a Roma, luego hecho el viaje por tren a Florencia, donde me reuní con Antonio Melis para viajar con él a Siena.

Allí debí detenerme. O quizás hubiera podido describir mi estupefacción de esa mañana al enterarme de la destrucción de un lugar donde había estado unas cuantas horas antes de la catástrofe, un lugar que podría considerarse invulnerable por haber resistido cinco siglos de guerra, invasiones, inundaciones y saqueos, de los que siempre había salido intacto. Eso hubiera sido lo correcto, no? Pero no fue así como sucedieron los acontecimientos. Después de relatar mi itinerario, como lo he indicado, comencé a hablar de mi experiencia en el taxi que me condujo del hotel de Londres al aeropuerto. Conté que el chofer comenzó a hacerme conversación, tal vez por cortesía, para mantenerme entretenido durante el largo trayecto, lo que me resultaba bastante incómodo, en primer lugar por el esfuerzo por oír y hacerme oír dentro de aquellos automóviles de dimensiones desorbitadas, y luego porque por lo general los choferes ingleses hablan con acentos dificilísimos, variedades cada vez más exóticas del cockney, donde uno va perdiendo palabras y frases enteras. El conductor era un hombre más o menos de mi edad, regordete, y con una cara semejante a la que las ilustraciones clásicas nos han hecho conocer de Mr. Pickwick. Comenzó a hablar de sus experiencias como turista. Recordaba con desconcertante precisión, como una encarnación inglesa del Funes borgeano, los nombres de todos los hoteles en que se había hospedado, los restaurantes donde había comido, los platillos locales ingeridos, así como sus condimentos, las marcas de cigarrillos, jabones y papel sanitario, y el precio en moneda local de cada uno de esos productos, que de inmediato traducía a libras esterlinas. Había estado en México en una ocasión y recordaba todo aquello en lo que yo jamás me había fijado. No traslucía ninguna curiosidad artística o histórica por los países visitados, ni emoción por el paisaje; ningún interés humano por los habitantes de esos lugares ni curiosidad por sus problemas. En cada parte a donde iba se entretenía en detectar los productos ingleses que estaban en el mercado y averiguar su precio, compararlo con el precio de Londres y así enterarse de las ganancias obtenidas por los comerciantes. Yo, la verdad, estaba hartísimo; respondía con monosílabos; quería leer el periódico de la mañana, pero me parecía muy violento hacerlo y dejarlo con la palabra en la boca. Me conformaba pasivamente con no animar el diálogo. Me dijo que él caminaba todo lo que le era posible, tanto en sus viajes como cuando estaba en Londres. Pensaba que la sociedad había comenzado a descomponerse porque la gente se había desacostumbrado a caminar. No sé si en respuesta a una pregunta suya o de motu proprio le dije que yo salía dos veces a caminar todos los días; que paseaba a mi perro durante una hora por la mañana y otra al anochecer. Me preguntó el nombre y la raza del perro. Se llama Sacho y es un maravilloso bearded collie, respondí. Y ahí fue Troya! Me relató la historia de su perra, también bearded collie, con la que había vivido durante quince años. Al morir la perra, de eso hacía ya mucho tiempo, sufrió una gravísima depresión. Dejó de trabajar; en un momento llegó a no salir de casa, pensaba que el fin estaba próximo. Algunos domingos encontraba fuerzas para ir a la iglesia, pues era católico. En una ocasión, poco antes de terminar la misa, oyó una voz que le decía: "Ella está bien en el lugar donde se encuentra, y desde ahí te cuida". Su depresión desapareció, pudo reiniciar una vida normal y volver a trabajar. Su emoción parecía, aún después de tantos años, auténtica. Lo adoré. Hubiera podido viajar con él al fin del mundo para que me contara los detalles cotidianos de su relación con la perra. En esos momentos habíamos llegado a la casa de campo. "Tiene un aire de historia de Chejov", fue el comentariode Tabucchi.

Cenamos al aire libre, en una terraza; quedé sentado en medio de un pequeño grupo de profesores y al lado de María José y Antonio Tabucchi. No sé como llegó a mí el tema, qué lo suscitó, tal vez un consejo del diablo?, el hecho es que de pronto me oí contando la historia de la huida y muerte de Carranza, sí la salida de don Venustiano de la ciudad de México y sus trágicas horas finales! La llegada del Presidente y su séquito a la estación de Buenavista, el desorden, el caos reinante en el lugar, los centenares de vagones, uno de ellos conteniendo el tesoro nacional, otro los archivos oficiales, las primeras defecciones, y luego, durante el trayecto, los distintos ataques de que fue objeto el tren presidencial, la falta de agua y de carbón para las locomotoras, el telegrama del gobernador de Veracruz, desconociéndolo como jefe de Estado, la imposibilidad de avanzar y de retroceder, la fuga a caballo hasta la aldea de Tlaxcalantongo, la bala final que segó su vida.

A qué venía todo eso? Hablar durante un par de horas con toda clase de detalles de la fuga y muerte de un presidente mexicano del periodo revolucionario que nadie conocía en la terraza de una casa de campo cercana a Siena! De pronto me di cuenta de que en el grupo la única voz era la mía; estábamos ya en el café, los invitados comenzaban a despedirse.

Hubiera querido que Tabucchi me aclarara momentos de La línea del horizonte, que me hablara de uno de los cuentos que más me gustaban, "La tarde del sábado", saber más sobre su interés por Portugal, por Pessoa, que hablara, si quería, de lo que estaba escribiendo. Salí como de un trance y me quedé horrorizado, avergonzado como pocas veces me he sentido. Me excusé como pude, añadí que por lo general era yo más bien silencioso, lo que es cierto, que ese papagayo en que me había convertido era una parte de mi personalidad que yo mismo desconocía. Y María José, con una sonrisa que le agradeceré toda la vida, me dijo que la historia de aquel viejo presidente le había parecido muy trágica y muy bella. Tabucchi me obsequió antes de partir un librito, el texto de una conferencia que había dictado hacía poco en Tenerife. En mi cuarto de hotel la leí de corrido, y una vez más volví a quedar impresionado por la calidad de su inteligencia. Me sentí aún más abochornado.

En fin, fue una de esas noches en que uno preferiría darse un balazo.

Xalapa, abril de 1996.