Los modelos científicos son imágenes aproximadas de la realidad, pero no son la realidad misma. Se construyen a partir de piezas aisladas, datos recabados y confirmados a través de experimentos y observaciones muy rigurosas. El modelo es el resultado de un ejercicio del pensamiento que recoge esa multitud de ladrillos dispersos e intenta darles una forma única y coherente. Pero, al mismo tiempo que se construye una imagen comprensible de una parte de la naturaleza, puede uno preguntarse si el resultado puede estar guiado además por elementos completamente ajenos a la ciencia, como las creencias y los mitos.
Una oportunidad nos la brinda el modelo de diferenciación sexual. Los datos dispersos generados por la investigación biomédica en diferentes disciplinas como la anatomía, la endocrinología o la genética, han sido articulados para ofrecer una imagen sobre el origen del sexo en los humanos. De acuerdo con este paradigma, el punto final del proceso es la formación de un conjunto específico de órganos que definirían la identidad sexual del embrión. Los datos que han dado lugar y sostienen a este modelo han sido obtenidos con el mayor rigor científico, pero al mismo tiempo, no pueden ocultar las creencias en las que se sustenta.
Una característica del modelo --que es al mismo tiempo una de sus principales limitaciones-- es que identifica al sexo con los órganos sexuales. El resultado del proceso de diferenciación sería la formación de estructuras específicas (testículos, vasos deferentes, vesículas seminales, epidídimo, pene y escroto en el caso del embrión masculino. Ovarios, trompas de falopio, útero y vagina en el embrión femenino). La identidad sexual del embrión y consecuentemente la del individuo al que dará origen, estaría concentrada en estas estructuras. Esa es al menos la creencia básica que guía la construcción del modelo. Pero el sexo en los humanos, ¿puede reducirse realmente a este conjunto de órganos?
La identificación del sexo exclusivamente con los órganos sexuales es una creencia antigua que va siendo superada gracias a los resultados de la propia indagación científica. Desde la antigüedad más remota las diferencias anatómicas han sido el criterio principal en el que se ha basado la clasificación en dos categorías únicas, hombres y mujeres. Hoy sabemos que la identidad sexual de los humanos no puede depender únicamente de este criterio morfológico y sin embargo, sigue siendo, al finalizar el siglo XX, uno de los mitos sobre los que se construye el modelo de diferenciación sexual.
Desde luego, no se conoce cabalmente el papel que desempeñan en la fisiología del embrión los órganos sexuales. Será necesario dirigir proyectos de investigación para responder a esta interrogante, pero lo que es claro es que el modelo extrapola simplemente la información que se tiene sobre el sexo en la fisiología del sujeto adulto, que es además información caduca. Las creencias antiguas sobre el papel que cumplen estos órganos en la etapa de madurez sexual permanecen estáticas y se trasladan sin más al embrión. Las funciones sexuales se han asociado equivocadamente en el adulto a un grupo de estructuras, las mismas que son definitorias del sexo en el embrión.
La identificación del sexo con los órganos sexuales es igualmente reduccionista pues la sexualidad es una función integral, es decir, involucra a todo el organismo y no pueden reducirse a un conjunto de órganos. En la sexualidad se expresan todas las funciones; participan el cerebro, el corazón, las glándulas endocrinas y sudoríparas, el pensamiento, la mirada, el movimiento, la palabra, todo.
De igual modo podemos preguntarnos si la identidad sexual, ser hombre o ser mujer --desde el punto de vista biológico-- depende exclusivamente de un conjunto de órganos o si, por el contrario, es el resultado de estructuras y funciones mucho más complejas que el mito ancestral de mirar al pubis.