Irónicamente, uno de los elementos en el lema del Partido Revolucionario Institucional es la democracia. Irónicamente porque al PRI podrán ajudicársele con más o menos acierto muchos adjetivos, pero no el de democrático. Podrán atribuírsele muchos méritos, pero no el de haber promovido la democracia. Casi no es necesario precisar que aquí se habla de la democracia genuina, no de la retórica ni de la simulada.
Nacimiento y antidemocracia fueron simultáneos en el partido de Estado en México. Plutarco Elías Calles impulsó el fraude para imponer a su candidato Pascual Ortiz Rubio sobre el popular Aarón Sáenz, en la selección interna, y luego sobre los candidatos José Vasconcelos y Pedro Rodríguez Triana. El abuelo del PRI, el Partido Nacional Revolucionario, hubo de afrontar su primera impugnación electoral en los primeros comicios en que participó, por la falta de transparencia.
Desde entonces, el partido de Estado --PNR, PRM o PRI-- actuó bajo el signo de la antidemocracia. Una doble antidemocracia, además: la interna porque nunca ha permitido a sus bases tomar las decisiones fundamentales, trátese del escogimiento de sus candidatos o de la expulsión de un ex presidente, y la externa porque el secreto de su larga permanencia en el poder ha sido la distorsión de los resultados comiciales cuando ha tenido competencia fuerte. Podrá argumentarse que no hubiera podido mantenerse en el poder si no hubiese tenido el asentimiento popular, y esto es cierto, como también lo es que el fraude electoral --tantas veces impuesto por la violencia-- propiciaba el ascenso mayoritario al inhibir la participación de los ciudadanos no comprometidos con el PRI.
Es congruente con la tradición del PRI, pues, el que la vociferante demanda de expulsión contra el ex presidente Carlos Salinas de Gortari no haya prosperado y sólo sea un pasaje nutriente de la anécdota y la crónica.
Resulta insólito, en cambio, que las bases priístas hayan impuesto, en la XVII Asamblea clausurada ayer, los candados a las candidaturas de Presidente, gobernador y senador y la declaratoria sobre la industria petroquímica. Ahora bien, será preciso observar las consecuencias prácticas --si las tiene-- de estos acuerdos, pues buenos propósitos nunca han faltado en el PRI, y lo que en verdad importa socialmente es su traducción en actos democráticos y congruentes con los intereses nacionales.
Por lo pronto, en el ámbito interno las declaradas intenciones de reforma no tienen congruencia con la práctica. Baste para probarlo la ratificación de Santiago Oñate, que no pasó de ser un formalismo. ¿No habría sido esperable, si el partido fuera democrático, una ratificación acordada por mayoría de votos libremente emitidos y con el concurso de otros contendientes? Este hecho, al cual tan poca atención se le ha dado, acredita que la pretendida ``sana distancia'' con el Presidente no ha pasado de ser un encomiable propósito. ¿O alguien podría dudar del origen presidencial del liderazgo de Oñate?
Hasta aquí el asunto de la antidemocracia interna que, a fin de cuentas, es fundamentalmente de incumbencia de los priístas, entre los cuales --vale subrayarlo-- hay valiosos mexicanos a quienes a veces uno les desearía otra militancia porque pareciera que su energía y lucidez se desperdician en el partido de Estado. Ahora bien, la otra antidemocracia, la vinculada con las elecciones, ésa sí que importa no sólo a los militantes del PRI sino a la sociedad nacional entera. En ese aspecto, aun cuando la observancia de la democracia electoral es uno de los factores imprescindibles para la sobrevivencia del PRI como partido, tampoco pueden albergarse muchas esperanzas. Los avances obtenidos en transparencia electoral no se deben al PRI sino a una lucha denodada de la oposición y la sociedad en contra de las fraudulencias priístas. Y tanto ésta como aquélla deberán multiplicar sus esfuerzos en las próximas batallas comiciales.
Salvo el surgimiento de hechos no previsibles por ahora, como sería la traducción práctica de la voluntad de las bases, la doble antidemocracia del PRI no terminará sino con su expulsión de los dos poderes donde todavía domina: el Ejecutivo y el Legislativo.