Así se titula acertadamente la exposición retrospectiva-antológica que presenta Vicente Rojo en la Sala Pellicer del Museo de Arte Moderno. El título se le debe a él, quien según sus propias palabras, recogidas por Patricia Rosales en 1994, es parco, pero no modesto. ``Como la gran mayoría de los seres humanos soy muy vanidoso, pero muy discreto. Aspiro a que mi vanidad no se note''.
Lo que sí es Vicente Rojo (además de parco y poco ostentoso) es muy demócrata. Voy a explicar en qué sentido: ha prestado el mismo cuidado a todas sus exposiciones individuales (no digo exacto tiempo, porque las dimensiones de sus muestras ofrecen gran variedad en cuanto a complejidad de organización y número de obras). Igual atención prestó a la que se llevó a cabo en la Biblioteca Nacional de Madrid (1985) en la que se reunieron obras desde 1964 hasta ese año, que a la que ofreció la Galería Frida Kahlo en esta ciudad, en 1988. Así sucede con su participación en las muestras colectivas. Con la misma anuencia participativa que desplegó en Chef d'oeuvre de l'Art Mexicain en el Palacio de Bellas Artes de Bruselas (1968) accedió a la tupida colectiva Los artistas celebran a Mozart de 1991 que reunió a pintores de varias generaciones. Registra en su bibliografía y hemerografía con idéntica precisión el excelente ensayo de Miguel Fernández-Cid: ``Un pintor detenido e interior'' (1992), publicado en el libro que le fue dedicado en Sevilla, que el texto de la joven investigadora Laura Elenes ``Evolución en la síntesis'' en la onda de Novedades. Y en sus diseños tipográficos, discartos o ambiciosos, según sea el caso, siempre se detecta su profesionalismo.
Es en este sentido, sólo en éste, que se puede ser ``democrático'' en el campo artístico. Lo digo porque entre los pocos rubros de la experiencia humana donde no se da la democracia, ni es deseable que se dé, es en las artes, ya se trate de la pintura o escultura, el cine, la fotografía, la música, la danza, la literatura. Todos tenemos derecho a expresarnos y a practicar las artes, eso ni duda cabe. Todos deberíamos tener oportunidad de tomar buenos cursos, asistir a talleres, etcétera (cosa que no siempre sucede, es cierto). Pero como dice el texto evangélico: ``muchos son los llamados y pocos los escogidos''. Aquí no se trata de que sea ningún Dios el que juzgue. Es cuestión de consensos. Se trata de que ``lo que natura non da, Salamanca non presta'', como dice el dicho castizo referido a una de las más antiguas universidades del mundo. Ni modo: el arte que llamamos ``culto'', o simplemente el Arte es más valioso que su contraparte vulgar.
Una película de Wenders o de Antonioni enriquece infinitamente más que una telenovela, las tramas de Shakespeare superan las de las novelas policiacas o sentimentales, Czanne es mejor que los pintores pompier de su época y Vicente Rojo es un creador, dueño de su arte. ¿No será cuestión de gustos o de prejuicios? Creo que no. Toma tiempo como dice mi viejo maestro Sir Ernst H. Gombrich, el que una creación artística pueda fundirse con ``el paisaje del arte'', es decir, que se convierta en una marca en nuestro mapa mental. Cuando se trata de apreciar este tipo de ``paisaje'', llamémosle urbano, salta a la vista que existen multitud de urbanizadores presurosos. Puede ser que lo que digo resulte conservador. No importa. Porque si no nos importa que las fuerzas de la vulgaridad y de la trivia se impongan sobre las necesidades culturales, es seguro que la vulgaridad y el populismo triunfarán. ¿Este juicio será objetivo?. ¿Es posible saber (aun sin argumentar) que un pintor, un escultor, es mejor que otro? La historia dice que sí. La historia del arte se integra del registro de objetos privilegiados, no por uno, sino por varios espectadores simultáneos de todas las épocas. Sería un bárbaro quien dijera que Velázquez no vale la pena (aunque hay unas obras de Velázquez que son mejores que otras). Igualmente sería una insensatez no apreciar a Seurat, a José Clemente Orozco o a Louise Bourgeois: tres artistas opuestos entre sí en cuanto a concepto y ejecución. (Menciono a Seurat, porque sin saberlo a ciencia cierta, creo que es un pintor afín al espíritu de Vicente Rojo).
No es en esta nota, sino en un artículo más amplio, donde he intentado, en la medida en que eso es posible, transmitir mis reacciones ante las obras de Vicente Rojo que en este momento están al alcance de quien quiera apropiárselas con el ojo, en primer término en el Museo de Arte Moderno, extendiéndose a las obras sobre papel que se exhiben en las galería López Quiroga y en la Juan Martín. Los tres sitios de exhibición están cercanos uno del otro.
Yo no mantengo la creencia hegeliana de que los grandes maestros deben adelantarse a su tiempo. No sabemos si las generaciones que nos sucederán tendrán mejor o peor gusto que el nuestro (dando por sentado que el gusto artístico por desgracia es cosa de minorías) No creo que sea posible predecir qué es o qué se apreciará en el futuro. Pero desde Darwin hemos podido entender que no es necesaria una teleología para intuir qué es lo que ofrece solidez y por tanto sobrevivencia y qué lo que sólo es producto de modas (eso, sin despreciar las modas. Son testimonios. Desde luego tienen su valía, en todos los órdenes).
Ciertamente no todos los grupos hacen idénticas exigencias a los artistas y a sus normas. Vicente Rojo se las hace a sí mismo, y los resultados están a la vista.