Desde hace varios meses los conflictos agrarios han vuelto al orden del día en Brasil. Y mientras el presidente Fernando Henrique Cardoso sigue preocupado por su reelección en 1988, las tensiones rurales se agudizan peligrosamente.
Perdida la paciencia, el Movimiento de los Sin Tierra (MST) se ha lanzado a ocupar las superficies ociosas de algunos de los mayores latifundios del país. Y en los últimos días parecería a punto de resurgir la vieja Unión Democrática Ruralista que, entre fines de los ochenta y comienzos de los noventa, funcionó como brazo armado de los terratenientes y como instrumento de presión política sobre el gobierno.
El problema es evidentemente difícil y complejo. No se resuelven en pocos días problemas acumulados a lo largo de décadas. Brasil buscó por mucho tiempo un camino de modernización rural a través de gigantescas unidades productivas con un uso extensivo de la tierra y muy escasa generación de empleo. Mientras los procesos de industrialización avanzaban con algún dinamismo, los agudos desequilibrios rurales tuvieron en la urbanización acelerada una válvula de escape. Pero desde que el empleo industrial y las diferentes oportunidades de empleo urbano comenzaron a estancarse (desde fines de los setenta) aquel problema irresuelto, cuyos ruidos de fondo parecían atenuarse, volvió al centro del escenario con un gigantesco potencial de confrontación social.
En agricultura --en Brasil como en cualquier otro país-- los problemas irresueltos producen gangrena. Las dificultades y las tensiones no se resuelven solos. No hay sustituto eficaz a la voluntad política de cambio. Y el problema es que a lo largo de décadas se consolidaron en Brasil no solamente intereses agrarios poderosos y excluyentes, sino que, alrededor de estos intereses, terminaron por conformarse estructuras locales de poder y complicidad entre esquemas económicos ineficientes e instancias políticas sin la capacidad ni la voluntad para modificar el estado de las cosas.
El MST ha roto la paz social construida sobre la exclusión y la pobreza en el campo. Ha vuelto a poner en el centro de la atención nacional una prioridad olvidada. Pero el peligro es evidente y consiste en la posibilidad de que se incruste en la realidad rural brasileña una especie de guerra civil de baja intensidad. A nadie convendría que las ocupaciones de tierra siguieran en forma desordenada, con resistencia armada de los terratenientes y la difusión de un clima de ingobernabilidad. Hasta ahora el gobierno de Fernando Henrique Cardoso ha capoteado los nubarrones con algunas expropiaciones y el otorgamiento de tierras en zonas de colonización. Pero esto está muy lejos de ser suficiente.
Ha llegado para el gobierno del país el momento de promover una profunda reforma agraria, de romper nexos de complicidad regional con los terratenientes y promover un nuevo sistema de alianzas sociales en el campo. Sería muy peligroso que las autoridades brasileñas supusieran que las tensiones actuales puedan resolverse con maniobras políticas de corto plazo. La política necesita proponerse desde el Estado como instrumento de cambio y de construcción de nuevas convergencias entre fuerzas sociales.
Hay momentos en los cuales decisiones políticas valerosas resultan imprescindibles para evitar daños mayores. El problema agrario brasileño no es sólo un problema, ya grave, de estabilidad social, es también un problema de activación de energías económicas dirigidas a la modernización de estructuras productivas anquilosadas. Es problema de consolidación del mercado nacional, de generación de empleos, de reducción de los flujos descontrolados de urbanización, de fortalecimiento de los nexos productivos entre los distintos sectores de la actividad productiva.
Pero ninguna de estas cuestiones puede comenzar a encaminarse hacia alguna solución de largo plazo sin el despliegue de iniciativas políticas de gran envergadura de parte del Estado. Queda por saber si Fernando Henrique Cardoso sabrá asumir el reto que la historia de su país le plantea en la actualidad. De no hacerlo, la búsqueda de la paz con conservación de las actuales estructuras agrarias podría producir tensiones crecientes. Y, de paso, el fin de la carrera política de otro presidente latinoamericano modernizador.