Jorge Alberto Manrique
Kiyoshi Takahashi, escultor

Kiyoshi Takahashi, vástago de una familia de samurais y partícipe por tanto del código de honor que le es propio, padeció las consecuencias del moderno militarismo japonés. Sufrió la guerra mundial y estaba estudiando en una escuela militar cuando ocurrió la catástrofe infame de la bomba atómica en Hiroshima, no muy lejos de su lugar de reclutamiento.

En el país, primero devastado por la guerra, y luego en franca, meritoria y sorpresiva reconstrucción tomó su decisión por la escultura. Un premio-beca para jóvenes artistas, el premio Sin shun saku, le dio la oportunidad de salir de su patria. El tiempo de posguerra en Japón era, más todavía que antes de la aventura militar, un tiempo de occidentalización; quizá mejor decir que, ambiguamente, tiempo de occidentalización y universalización y de mantenimiento y recuperación de las grandes centenarias tradiciones niponas. Como su generación, como tantos otros, Takahashi está cogido en esa contradicción: ser japonés y ser moderno, ser deudor de la vieja cultura y abrirse a la modernidad. En todo caso decide una alternativa sorprendente que, luego de él, otros seguirían formando una especie de reducida tradición de artistas japoneses residentes temporal o definitivamente en México (tradición que por cierto había tenido un antecedente 50 años antes con el pintor Kamiyi Kitagahua).

Conociendo, como conocía por una buena formación y por su personal interés artístico los procesos de la escultura europea, prefiere hacer el viaje en el otro sentido, a través del Pacífico, ni siquiera para Estados Unidos que en esa posguerra empezaría a ``robarse el arte moderno'', sino a México. De este país, nos contaría a menudo a sus amigos, le atraían dos cosas: la antigua escultura pétrea prehispánica, fundamentalmente la olmeca y la mexica, y la todavía prestigiada pintura muralista. Había visto en Tokio la gran exposición mexicana de mediados de los 50 y eso le había abierto un mundo nuevo. Vino a buscar esa otra tradición y esa otra modernidad. De la primera tomaría mucho, hasta sus obras recientes y últimas --sin que nunca una pieza suya tenga el menor parecido con una prehispánica: era el sentido de la forma, la profundidad de la concepción, el respeto y el amor a la materia--, para la otra, para los grandes Orozco, Rivera y Siqueiros mantendría una profunda admiración, pero no un acercamiento desde el punto de vista artístico.

Para finales de los años cincuenta que Takahashi llega a México, la pintura mexicanista ha pasado su ápice y la escultura se encuentra en un momento mortecino y oscuro. Pero está ahí el gran Tamayo, de quien aprende cómo beber del universo prehispánico la savia y la esencia sin hacer imitaciones superficiales. Y está la generación de ruptura, en plena guerra por transformar el arte mexicano. Es con ella con la que se relaciona, por coincidencia de edades y sobre todo por similitud de intereses artísticos.

Kiyoshi, en la generación del cambio en su país, viene por casualidad o por destino a participar en el gran cambio del arte mexicano. Su presencia, su capacidad creadora marcan nuestro ambiente artístico y muy especialmente el escultórico. Se hace camino al andar. Con muy serios principios, es aquí sin embargo donde Takahashi realiza su obra y se define como artista: al hacerlo, forma a otros artistas, y deja establecidas otras concepciones de la escultura.

Cierto, aquí estaban Manuel Felguérez y Pedro Coronel, escultores que dividían su tiempo con la pintura; habían ya llegado el sueco Sjšlander y los alemanes Goeritz y Hofmann-Isenberg; y casi coincidiendo con Kiyoshi, el francés Olivier Sguin; algún otro. Lo demás era un páramo, y en él araron ellos y el japonés para abonar los nuevos frutos de la escultura mexicana, hasta sus secuelas actuales, aunque no siempre se sea consciente de ello.

La actividad de Kiyoshi Takahasi se despliega en México y en Jalapa. Se centra principalmente en la segunda. Allá, con la complicidad de amigos intelectuales, entre ellos el entonces jovencísimo Guillermo Barclay, o como Emilio Carballido, los rectores de la Universidad Veracruzana, Aguirre Beltrán y Fernando Salmerón, hacen un contrato con el escultor, que lo compromete a enseñar en la escuela de Bellas Artes (donde interviene fundamentalmente en la formación de un grupo formidable de artistas) y realizar obra para la Universidad. Acuerdo que le permite al artista la dedicación plena a su trabajo, y a la Universidad el hacerse de una valiosísima colección de piezas de diverso formato, incluso de numerosas monumentales.

En Jalapa desarrollaría Takahashi su obra, yendo del expresionismo y sincretismo formal a la abstracción, aplicando su código ético samurai a su quehacer artístico, con ese respeto impresionante a los mandatos del material con que trabajaba. Es la suya una obra en que la forma y el manejo de la materia están encaminados por una razón moral.

Vuelto un rato a Japón para casarse, regresó con su esposa Reiko a Jalapa, donde nacieron sus dos hijas. Nunca cortó sus lazos mexicanos, ni su admiración por la escultura antigua ni su amistad con artistas. Ya con un pie en el estribo, Goeritz le solicitó una pieza en 1968 (las dos semiesferas) para la Ruta de la Amistad. Su obra está abundamentemente en la Universidad Veracruzana, en el Museo de Arte Moderno, en el Museo Tamayo, en Tokio y en otras ciudades japonesas, y en numerosas colecciones de México, Jalapa, Japón y otros países. Hace unos años, ya enfermo, el Museo Tamayo pudo presentar su gran retrospectiva, en la que tenía tanto empeño, más que en otras importantes exposiciones, precisamente por ser en México, su tierra adoptiva, y en el museo del artista que más admiró.

De mal de Parkinson, el pasado viernes 20 de septiembre (jueves en Tokio) murió el gran artista. No dejaremos de recordarlo.