Una vez más México se viste de luces, al auspiciar la firma del acuerdo para la paz en Guatemala. Y una vez más el sastre es la política exterior del país. Misma política que por enarbolar tradicionalmente las mejores causas de la humanidad, y por contrastar claramente con los desvaríos en política interior, llegó a alimentar el dicho: Candil de la calle (política exterior)... oscuridad de su casa (política interior).
Lo cierto es que, por gajes de la globalización, tiende a borrarse la línea que separa a lo interno de lo externo. Y por gajes de nuestra modernización desnacionalizadora, la sincronización de ambas políticas tiende a consumarse de la peor manera: emparejándolas hacia lo peor (la política interior) y no hacia lo mejor (la exterior).
En consecuencia, también la política exterior de México comienza a desfigurarse. O, si se prefiere, comienza a contaminarse de los desvaríos internos del país. Estos cobran hoy tal fuerza, que prácticamente absorben, anulan, o le quitan el piso a los aciertos en política exterior. En el mejor de los casos, los desvaríos en política interior restan credibilidad a los aciertos en política exterior, de por sí ya escasos y discutibles.
Debilitada la defensa de otros principios, la tradición pacifista de México va quedando como el principal soporte de nuestra política exterior. Es una larga tradición que hunde sus raíces en el apotegma juarista ``El respeto al derecho ajeno es la paz''. Y que cuenta con importantes frutos, tales como el Tratado de Tlatelolco (1967) para la desnuclearización de América; la participación en el Grupo de los Seis, junto con India, Suecia, Tanzania, Grecia y Argentina, creado en 1986 en busca del desarme mundial, sin faltar el Premio Nobel de la Paz otorgado al mexicano Alfonso García Robles. A lo cual se suma un activo papel de México en la finalización de largas y cruentas guerras lo mismo en Nicaragua y El Salvador que, ahora mismo, en Guatemala.
Es entonces que afloran paradojas en verdad punzantes: México, el país pacifista por excelencia, a punto de sumergirse en una guerra interna tan larga y devastadora como la que más; México, el eterno crítico del armamentismo, armándose hasta los dientes. México, la orgullosa excepción frente a las dictaduras latinoamericanas, ahora coqueteando con una militarización total. En fin, México, el hábil mediador en guerras de otros países, hoy incapaz de llevar a buen puerto las negociaciones con los nuevos movimientos insurgentes (EZLN, EPR... y los que siga generando nuestra modernización neoliberal).
¿Cuánta credibilidad puede tener, entonces, la política pacifista de México en el mundo? ¿Ya ni siquiera podremos mantener el respeto a nuestra tradición pacifista? ¿Ya ni siquiera seremos candil de la calle, sino pura oscuridad, adentro y afuera?
Todo indica que la hora de la verdad también llegó para nuestra política exterior. Llegó la hora de ponerla al servicio de México mismo, y no de quienes gustan presumirla como fuente de brillo internacional y de legitimación interna. Ahora es cuando hay que aplicar toda nuestras tradiciones y habilidades pacifistas, para alcanzar nuestra propia paz. Y no una paz cualquiera. No una paz de zopilotes, sino la única paz duradera: la que lleva por cimientos a la democracia y al bienestar de todos. Al ayudar a la paz en Centroamérica, ¿cuántas veces el gobierno mexicano dijo que la causa de los conflictos no era la pugna Este-Oeste, sino la pobreza y la antidemocracia en la región?
Es hora de un gobierno y de una política mínimamente consecuentes. Si al tratarse de conflictos en otros países siempre se ha pugnado por el diálogo y la negociación, ¿por qué ahora, ante nuestro propio conflicto, nos deslizamos más y más hacia una solución de fuerza? Si antes luchamos para que a los movimientos insurgentes de Centroamérica se les reconocera como algo legítimo, ¿por qué a los nuestros queremos descalificarlos, y matarlos de antemano, con el estigma de terroristas?
Pero concluyamos con lo más importante: si la estrategia de ``modernización'' ensayada desde 1982, probadamente aumenta tanto pobreza como autoritarismo, ahora hasta con tintes militaristas, ¿por qué no ensayamos una modernización distinta, en verdad democrática?