Jorge Carpizo
Los ninfeas de Monet

Claude Monet es un gran pintor, es una de las cumbres del impresionismo. De toda su obra, mi predilección es su serie sobre los nenúfares o ninfeas --lirios de agua-- y dentro de ella las ocho secuencias que se exhiben en el Museo de la Orangerie en París.

Monet pintó sus nenúfares durante casi treinta años, a partir de 1897. Sin embargo, según testimonios de Clemenceau, gran amigo suyo, Monet pintó alrededor de 500 cuadros de nenúfares pero si no quedaba plenamente satisfecho de ellos, los destruía.

Monet bautizó a sus cuadros de nenúfares como nymphas --ninfeas-- palabra que nos recuerda a las ninfas mitológicas, las flores convertidas en esas bellas y seductoras deidades de las aguas y de los bosques; también las llegó a denominar ``Paisajes de agua''.

Toda pintura implica una combinación y proporción de color y luz; en los ninfeas existe otro elemento esencial: el agua. Una concepción del mundo a partir de la humedad, un universo líquido por el cual se deslizan plantas vivaces, misteriosas, de origen mitológico desde los tiempos egipcios; en algunos de sus ninfeas, Monet alcanzó la desfiguración de la forma de manera casi completa, pero siguen siendo ninfeas en un cosmos de agua.

Los ninfeas de la Orangerie me gustan especialmente porque constituyen un conjunto de manchas de colores que se convierten en lirios en un mundo acuífero a través del cual lentamente se desplazan y se van acercando al espectador entre los reflejos de las plantas situadas alrededor del estanque, especialmente los de los sauces llorones.

Todo este ambiente está envuelto por una suave bruma, que a veces se espesa, y que pone su toque misterioso al paisaje.

Los ninfeas morados y violetas --¿también rosados y rojos?-- se recuestan graciosamente en el agua y pintan el entorno de su propio color el cual va adquiriendo otras tonalidades y otros morados que se convierten en azules; los colores se van agitando e inquietan a los ninfeas que comienzan a moverse con un poco más de velocidad, pero sin ningún apresuramiento. Como la noche va llegando, los colores se van ensombreciendo pero resulta fácil reconocer a los ninfeas.

En otras secuencias, los colores se intensifican, el día va alcanzando su madurez y los colores explotan: azules pero también verdes, muchos verdes y descargas de amarillos; el estanque se llena de lirios que compiten con los árboles y arbustos que buscan su lugar, reflejándose en ese mundo líquido.

El espectador se sumerge en este universo y sus sentidos se van relajando. La sensación de tranquilidad lo va absorbiendo, gran tranquilidad, más tranquilidad, inmensa tranquilidad; paz interna, armonía del cuerpo y de la mente, paz a los sentidos, paz al cerebro; paz, paz y más paz; tranquilidad, placidez, dejadez. El espectador se deja ir, está ahí, con él mismo, con paz, con tranquilidad y con serenidad, con mucha agua que lo limpia y purifica; está ahí y el tiempo se detuvo, ya no existe; él está completamente inmerso en el agua, en los reflejos en el agua, en las manchas de color que son ninfeas y en el ambiente, en la atmósfera que es morada, azul, verde, amarilla. Paz y más paz. Tranquilidad y mucha más tranquilidad. Serenidad y más serenidad. Los ninfeas le proporcionan al espectador una tregua consigo mismo; él comienza a ser parte de esa creación de agua, luz y color, de esa humedad que todo lo ha impregnado; él está inmerso en un cosmos infinito; él es ya parte de ese infinito.