Jorge Legorreta
Pactos de civilidad

Afortunadamente la ciudad está pasando de la barbarie a la civilización. Pero desafortunadamente no en el camino deseado. La propuesta de firmar un pacto de civilidad política para evitar reglamentar las manifetaciones, ya rechazada por el PAN y el PRD, intenta en el marco electoral pasar de la política del garrote a la de los acuerdos civilizados. Es un intento que representa sin duda un avance, pero a condición de enmarcarse en una dimensión política más general. En materia de marchas y plantones será un fracaso porque no resuelve su genésis, el centralismo político.

De las 450 manifestaciones en 1995, el 92 por ciento fueron reclamos políticos por incumplimientos económicos, laborales, electorales y, las más, por servicios públicos. El 35 por ciento fueron reclamos originados en otras entidades del país, lo que demuestra el grado de centralismo político federal y del propio gobierno de la ciudad. Cientos y miles de ciudadanos originarios de cualquier rincón de nuestra patria tienen que venir hasta el Zócalo y Los Pinos para esperanzados dar solución a sus problemas. ¿No es absurdo?

Otros rasgos de las manifestaciones: no todos están representados en los partidos y organizaciones politicas; sectores de altos ingresos de Polanco y las Lomas han marchado tomando calles y plazas; cuatro millones de peregrinos atraviesan cada año el área metropolitana hacia La Villa. En el caos vial atribuido a los manifetantes hay que sumar la contribución de la policía de tránsito, pues marchas relativamente pequeñas son motivo de bloqueos innecesarios de amplias zonas, jutificables sólo para aumentar la irritación ciudadana contra los marchistas. Impotencias y malestares por el caos vial y horas perdidas en auto son también generadas por las ineficientes desviaciones al construir obras como los puentes vehiculares de Periferico y Viaducto, o por la inadecuada planeación de las estaciones del Metro, como Indios Verdes y Chilpancingo, rodeadas de microbuses que obstaculizan el tránsito. Culpar a las manifetaciones del incremento de la contaminación es, por eso, una visión parcial del problema que, es cierto, se ha vuelto tan complejo que difícilmente se podrá enfrentar con un simple pacto de civilidad del gobierno con las representaciones políticas. El centralismo y las burocracias son, en efecto, el meollo del asunto. He aquí dos ejemplos ilustrativos: el martes pasado comprobamos cómo el agua sucia de los lavaderos públicos en San Gregorio Xochimilco se vertían directamente en los canales chinamperos, precisamente a unos metros de las descargas de agua tratada de la planta de San Luis, de las más caras del país. Los vecinos indicaron que desde hace 20 días solicitaron a la delegación el destape del drenaje pluvial, y nada, están organizando ir hasta el Zócalo para ser atendidos. Los chinamperos están obviamente molestos por los daños que ocasiona el agua jabonosa en sus parcelas y en la producción de hortalizas. Un grupo de vecinos de igual conciencia nos manifestó los innumerables avisos a la delegación de Coyoacán para evitar los depósitos de basura en el Canal Nacional, uno de los últimos ríos recuperados hace unos años con agua tratada. No les han hecho caso y estan juntando firmas para, en su caso, marchar hasta el Zócalo. Miles de casos como éstos se impactan diariamente en las estructuras burocratizadas de las delegaciones, carentes de eficacia y decisiones políticas por no ser electas, sino designadas por la autoridad superior. Cientos de manifestaciones podrían evitarse si las autoridades cumplieran con prontitud los reclamos ciudadanos.

Las manifestaciones públicas son derechos irrenunciables y constitucionales que no pueden ser normados o reglamentados. No es un problema jurídico de modificar layes o estatutos de gobierno. Es un asunto político, de pactos de civilidad, pero orientados a aminorar el centralismo político de las estructuras gubernamentales; de diseñar los cauces y los mecanismos de representación más democráticos entre los ciudadanos con reclamos y la autoridad. Al parecer las funciones de la ARDF y los consejeros ciudadanos son todavía limitadas para conformar las bases que suprimían el carácter administrativo del gobierno y le confieran una capacidad politica mas democrativa. Un gobierno que resuelva los reclamos sociales de los ciudadanos, con eso, simplemente con eso, se acabarán las manifestaciones.