Gilberto Guevara Niebla
Educación: el sectarismo de unos y otros

En la crítica reciente de la Iglesia católica a la educación pública, hay dos elementos que merecen rescatarse para el análisis. No me refiero al rechazo del laicismo, que enciende pasiones y que ha provocado, y seguirá provocando, una respuesta casi unánime de desaprobación de una sociedad que, innegablemente, ha hecho de él un valor cultural propio.

Me refiero a dos ideas concretas que fueron señaladas por los jerarcas de la Iglesia y que, lamentablemente, han sido desestimadas en el debate. La primera, es el señalamiento de que el gobierno mexicano viola la Declaración de Derechos Humanos de la ONU al cancelar la posibilidad de que los padres de familia participen en la definición de la educación que reciben sus hijos. La segunda, es la teoría del ``doble pago'', a saber: que los padres de familia que envían a sus hijos a escuelas particulares están pagando el servicio educativo dos veces: una, a través de sus impuestos (se colige que con ellos se adquiere el derecho a recibir servicios educativos; otra, a través de las cuotas que pagan en la escuela particular. Por razones de espacio, en esta oportunidad me ocuparé sólo de la primera idea.

La Iglesia católica desatina cuando recurre a posturas pasionales --que rápidamente se interpretan como revanchistas-- y rehúsa ajustarse a los términos de un diálogo democrático. Pero acierta al insistir en que es necesario renovar los vínculos entre la familia y la escuela, entre los padres de familia y los maestros. No creo que este acierto se explique por su preocupación por el interés general: no es difícil advertir que cuando la cúpula del catolicismo insiste en este punto, lo hace con base en sus ambiciones de hegemonía espiritual.

En efecto, durante mucho tiempo tanto las autoridades como la Iglesia han pensado que las organizaciones escolares de padres de familia pueden ser un caballo de Troya que le permitirán a esta última invadir el recinto escolar y, eventualmente, cambiar al laicismo por la educación religiosa. Al menos así pareció suceder durante la querella en torno a la educación socialista (1934-1935) en la cual muchas agrupaciones de padres tomaron partido contra el socialismo. A partir de esta experiencia se imprimió un cambio en las relaciones de la escuela con su entorno y, desde el gobierno de Manuel Avila Camacho (1940-1946), las autoridades educativas optaron por disminuir la significación de las asociaciones de padres y reforzar el aislamiento de la escuela.

Después de 60 años, la desagregación de la escuela y del sistema escolar respecto a la sociedad ha alcanzado un grado extremo. Es obvio, sin embargo, en que este aislamiento, inspirado en la hipótesis de la ``amenaza de la Iglesia'', no tiene razón de ser. Hay varios argumentos contundentes que lo demuestran. Primero, un temor sectario en ningún caso puede ser usado para cancelar un derecho universal; segundo, la experiencia de la escuela rural mexicana (1920-1940) confirmó que se pueden obtener logros maravillosos una vez que la escuela estrecha sus vínculos con los padres de familia y con la comunidad donde se ubica; tercero, son innumerables las investigaciones educativas contemporáneas que confirman que cuando existe un vínculo fuerte entre la familia y la escuela los resultados educativos (de aprendizaje) se disparan hacia arriba (Véase, al respecto, el número 8, enero de 1996, de la revista Educación 2001); cuarto, el laicismo no es una ideología sectaria ni antireligiosa (como se le tomó, tal vez, en otra época) detentada exclusivamente por los gobernantes, sino un valor compartido por una sociedad que, quiérase o no, se ha modernizado.

Todos estos argumentos fueron decisivos para que la reforma educativa de 1992-93 recogiera la idea de los consejos escolares y la consagrara en la Ley General de Educación. Sin embargo estos consejos siguen siendo letra muerta. Se han topado con la resistencia de las fuerzas que detentan la hegemonía política dentro del sector educativo (léase SNTE) y que temen que el hacer de los padres de familia y las comunidades actores educativos implique, de alguna manera, su desplazamiento de las posiciones que detentan.

Sin embargo el romper el aislamiento corporativo del sistema educativo mexicano es un imperativo insoslayable. No se trata de desplazar a nadie, sino de dar un lugar dentro del sector a quienes no lo tienen. Los padres de familia son, también, actores educativos, negar este hecho es un absurdo insostenible. Por lo demás, no es posible concebir una sociedad democrática donde se le otorga a un interés particular poder para determinar un interés general, como sucede en la educación. Es más, una clave decisiva de la modernización --si se quiere atender a la moderna realidad de la ``sociedad educativa''-- es, precisamente, involucrar a toda la sociedad en los asuntos educativos.