Concluyó la edición número 17 de las asambleas del PRI, y parece que no hay muchos comentaristas dispuestos a creer que ese partido se haya reencontrado realmente con la ideología del nacionalismo revolucionario, esa ideología en la que, según dicen, fundó su grandeza numérica y su longevidad histórica. Pero esa incredulidad es maliciosa porque, bien vistas las cosas, el abandono duró poco, y tal vez ni siquiera fue un abandono propiamente dicho, sino sólo una desviación menor, un desliz experimental bajo la instigación, digamos, del demonio del mediodía.
Al conmemorar uno de los aniversarios de la Revolución, cierto joven de brillante porvenir fustigó al populismo pero aclaró, en seguida, que éste ``no debe confundirse con la política revolucionaria y popular de algunos periodos de nuestra historia, como el Cardenismo'' (así, pronunciado y escrito con mayúscula, para que no quedara duda alguna sobre su respeto al periodo). Reconoció que había una grave crisis, la peor del último medio siglo, pero aseguró que al año siguiente tendríamos de nuevo aguas tranquilas, gracias a la inspiración de los principios nacionalistas y revolucionarios que marcaban el camino. Porque ``¿qué otro camino se puede ofrecer al pueblo de México, que sea eficaz, equitativo, y no traicione sus valores más sentidos?'', se preguntaba el joven, con una sabiduría política que seguramente le venía de las charlas familiares de sobremesa. Era noviembre de l983, y el orador habría de tener ocasión de poner en práctica por sí mismo sus encendidos ideales, porque se llamaba Carlos Salinas de Gortari.
En eso el joven seguía fiel y aventajadamente a todo un maestro del nacionalismo revolucionario, que por entonces era el jefe de la Nación. Hasta el último momento de su mandato, Miguel de la Madrid vibró con la evocación de Morelos y sus Sentimientos de la nación, y con la sola idea de la justicia social, porque, como bien lo sabían él y su partido, ``sin justicia social no hay ni libertad ni democracia, y sin justicia social se pone en riesgo la independencia y la soberanía''. Algunos, poco entendidos en materia de política económica, le reprochan el asunto de la apertura comercial y el inicio de los severos programas de ajuste. Pero lo cierto es que él sólo trataba de ponerse al día en punto a comercio y teoría económica, y de hacer algunos cambios estructurales para que el país no se quedara atrás y pudiera acomodarse a un mundo que nos sorprende cada día con nuevas formas de interdependencia. Pero puede decirse que cada uno de sus actos de gobierno tenía la marca del nacionalismo revolucionario, para no hablar de esa renovación moral a la que tanto debemos.
Por razones de rigor, debe decirse que el nacionalismo revolucionario es hijo del liberalismo mexicano de la pasada centuria, y concretamente del liberalismo social, asignatura favorita del maestro Jesús Reyes Heroles. En la entraña del liberalismo, hombres tan irrecusables como Mariano Otero e Ignacio Ramírez, El Nigromante, buscaban radicar la cuestión social y hablaban, particularmente el primero, de un Estado que tutelara tanto los derechos individuales como los derechos sociales de los mexicanos. Propiedad privada, libre mercado y democracia electoral, todo eso estaba muy bien, pero los mexicanos acababan de salir de guerras y más guerras, y había otras en el horizonte, y eran tan pobres que entre ellos abundaban los limosneros, con el agravante de que no había siquiera a quién pedirle limosna, como no fuera a la gente del clero, que a su vez la solicitaba institucional y consuetudinariamente. Pasaron los años, las décadas, y el componente social del liberalismo seguía pendiente. Así, la Revolución fue un recordatorio sangriento, y desde l917 tenemos un derecho social que coexiste con los derechos individuales. A esa coexistencia o conjunción, se le llama precisamente nacionalismo revolucionario, que también podría definirse como el sueño de los liberales decimonónicos.
Por eso resulta un tanto desconcertante que los asambleístas del PRI hayan confirmado su nacionalismo revolucionario a expensas del liberalismo social. Quizá es sólo porque están muy enfadados con el neoliberalismo, al que ciertamente no se le encuentran raíces históricas y que debe ser idea de cierto francés. Pero entonces hay un malentendido. El propio Carlos Salinas, como ya hemos visto, era nacionalista revolucionario, y precisamente de raigambre agraria. Por serlo, le molestaba tanto el apodo de neoliberal que un día declaró expresamente que su ideología era afín al liberalismo social, lo que casa muy bien con el nacionalismo revolucionario. Pero aunque haya lagunas y titubeos respecto del origen remoto, lo sobresaliente es que los priístas han reencontrado su ideología, saben ya de qué hablar y a dónde apuntar los dardos de la crítica. La importancia de todo esto sólo pueden negarla los comentaristas que, contrariando su oficio, no aman las palabras y están siempre exigiendo hechos y más hechos, cuando es bien sabido que una bella frase vale más que mil aumentos de sueldo.