La vuelta al nacionalismo y a la Revolución, dos premisas ideológicas que parecían sepultadas por la realidad, fueron, al final del día, el único hallazgo de la asamblea priísta, cuyas energías acumuladas sirvieron, entre gritos y sombrerazos, para aprobar una reforma interna que hoy nadie sabe si ayuda o perjudica.
La invocación ritual del nacionalismo revolucionario ejercida con pasión por la asamblea resulta una grotesca caricatura de otras épocas, un gesto vacío, útil para acompasar el ritmo de las emociones pero vacuo como formulación objetiva de un proyecto de futuro. Y de eso se trataba, de anunciar las líneas maestras de un programa convincente. Nunca llegó.
El PRI ha renunciado en esta asamblea a la (última) oportunidad que la realidad le ofrecía para adoptar un curso más apegado a sus orígenes, desde luego, pero también a las circunstancias del mundo contemporáneo. No lo hizo: prefirió el atajo de la tradición consagrada, la ruta del verbo complaciente e inmovilista: en vez de preguntarse por el sentido de la cuestión social en la transición democrática a fines de siglo, que es el eje de un planteamiento avanzado para un nuevo proyecto nacional --sobre todo si hablamos de un partido que reclama la herencia de una revolución popular-- ha cerrado filas en torno a una abstracción de corte universalista que desarma al partido pero, además, lo contrapone al gobierno, es decir, a la política real que dice sostener, sin que a nadie le preocupe mayormente.
Mientras la dirigencia priísta siga sin reconocer que, para bien o para mal, el ciclo histórico de ese gran movimiento social que llamamos Revolución mexicana está definitivamente concluido, no logrará cambiar, convertirse en un verdadero partido. Es verdad que muchas de las demandas originarias de la Revolución tienen vigencia, y algunas resultan hoy más urgentes e inaplazables que nunca, pero decir que ésta ``continúa'' solamente porque ``sus objetivos no se han cumplido'' y, al mismo tiempo, reconocer que los métodos, las alianzas y las instituciones que en el pasado sirvieron para enfrentarlos ya no funcionan --el presidencialismo, en primer lugar-- es, cuando menos, una incoherencia. Lo social no es lo corporativo. No lo fue nunca.
Incapaz de promover un cambio de fondo, la asamblea dio entrada una reforma interna altamente defensiva, pragmática y revanchista, cortada a la medida del entorno, capaz de darle alas a los ``cuadros'' pero carente de atractivo para quienes aún esperan de sus presuntos representantes políticas claras, es decir, una línea para construir alianzas y alternativas.
El PRI mixtifica la realidad, su lugar como partido en la historia de México al creer que, en verdad, es la militancia partidista --sea lo que esto signifique en la vida real de dicho partido-- la que define o determina el sentido de la política dominante o a las desviaciones tecnocráticas o neoliberales, como si la alta burocracia no hubiera sido el partido real que ha gobernado a México y el PRI su agencia electoral más antidemocrática. Y, sin embargo, después de esta asamblea nada será como antes. La victoria táctica contra los llamados tecnócratas y demás expertos con vocación de mando (¿a favor de quién?) acota los poderes del Presidente, pero también reduce la autonomía del partido --no la de su peculiar nomenclatura-- para ejercer su libre voluntad. La historia continúa...