En todas las reuniones políticas del país (incluida naturalmente la 17 Asamblea Nacional del PRI al arrancar sus trabajos) hay agitación, urgencia por tomar posiciones y, de ser ciertos los escenarios que se dibujan, la alarma está justificada.
Lo que se evoca con más angustia es el proceso de militarización, y esto en sus dos vertientes: por un lado una serie de grupos, cuyo calado social está por precisarse, han tomado la vía de las armas y las están haciendo funcionar; por otro, el Ejército mexicano se expande en una serie de funciones de la política-política del país que van desde la batalla contra la delincuencia urbana y rural, pasando por la lucha contra el narco, hasta la persecución de los grupos disidentes, pacíficos o armados, que aceptan negociar o que se niegan a ello.
El argumento optimista ante un escenario tan alarmante es que, sea como sea, el Presidente se encuentra aún ejerciendo sus funciones, y lo mismo puede decirse de los partidos políticos y de los poderes legislativos (aunque lo judicial sí parece perder terreno).
Ahora bien, que el Ejército tenga que pasar al centro de la escena, a la manera de los años 70, como respuesta al surgimiento de grupos armados es grave, pero lo verdaderamente alarmante es que todo ello se da en un ambiente general de descrédito de las instituciones gubernamentales debido a su insistencia por llevar adelante esta política económica, al grado de que hasta el Banco Mundial ha externado su preocupación en un documento muy poco publicitado, y la propia asamblea del PRI lo manifestó a gritos antes de ser sometida al Tlatoani, para no hablar a de lo puesto en evidencia por las encuestas de Alianza Cívica. Hechos como estos han provocado que el discurso presidencial pierda fuerza y contenido: no se puede anunciar cada tercer día durante dos años que la crisis está por tocar fondo; no se pueden presentar unas cifras triunfalistas del PNB una semana antes del Informe presidencial ante el azoro de todos, comenzando por el empresariado, y en contra de todas las evidencias, a menos que el objetivo sea, justamente, provocar el descrédito del régimen y la incertidumbre.
Sin duda un punto de vista ecuánime es aquel de quienes nos recuerdan que si las cosas están tan mal, lo conducente es darle todo el poder al votante y hacer eficaz la reforma que está en marcha, comenzando por lo electoral: convertir a los comicios de 1997 en una arena eficaz de enjuiciamiento de este desastre que ya alcanza tres sexenios.
Sin embargo, para otros aquí está justamente el problema: el endeble Tlatoani que hoy busca gobernarnos ha optado por el disciplinamiento y la represión en el interior mismo de su partido; ha sometido a un PRI que le ofrecía en bandeja un programa mínimamente nacionalista --potencialmente democrático-- y unas bases sociales vivas, para ir con fuerza a las elecciones del año entrante. Pero hay quienes afirman que el acto de sumisión del último domingo no fue decisión suya sino de las fuerzas que lo rodean en el interior mismo de la clase político-económica (particularmente de los grupos del estado de México). Esto podría significar que dentro del poder se haya tomado la decisión de no seguir haciendo política pública, ciudadana, electoral, sino más bien de enfriar el espacio de la política, ante el pavor que les produce la falta de liderazgo de cara a unos comicios de 1997 que se anuncian como adversos.
Hay en el ambiente, dicen estos enfoques, una concatenación de elementos que podrían dar paso, en el extremo, a una fujimorización, es decir, al advenimiento de alguna forma de liderazgo presidencial necesariamente autoritario que pondría en sordina a los partidos políticos, a las cámaras y a los liderazgos sociales. Dicha personalización del poder encontraría terreno favorable en el llamado a poner orden por parte de una ciudadanía desesperada por el ascenso de la delincuencia y la violencia política, y tendría su plataforma ni más ni menos que en las propias fuerzas armadas crecientemente protagónicas (ya todos sabemos que a partir de este diciembre un eventual relevo en la Presidencia no exigiría de elecciones).
A su vez, para el sometimiento de las fuerzas no oficialistas que esto exigiría, nada mejor que unas organizaciones políticas y social-populares divididas y enfrentadas entre sí, y qué mejor instrumento que agitar las diferencias entre los partidarios de condenar a los grupos armados y los que se esfuerzan por hacer regresar al diálogo a esos movimientos y organizaciones sociales sumidos en la desesperanza y la represión.