Desde su llegada al poder, el gobierno del bloque Likud, encabezado por Benjamin Netanyahu, ha emprendido sistemáticas acciones de provocación en contra de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), hasta el punto de que, hoy, el esperanzador e histórico proceso de paz y distensión iniciado en 1993 por Yitzhak Rabin y Yaser Arafat cuelga de un hilo.
Con sus acciones, los gobernantes israelíes han conseguido el triste logro de revivir, en Al Qods --la Jerusalén palestina-- y en la Cisjordania ocupada, escenas de violencia y muerte como las que se veían en tiempos de la Intifada.
Al mismo tiempo, Netanyahu y su equipo han puesto a la ANP y a Arafat entre la espada y la pared: por un lado, las autoridades palestinas deben, en defensa de los intereses de su pueblo, mantenerse apegadas a los acuerdos de paz y responder con extrema prudencia a las provocaciones del gobierno israelí, como hasta ahora lo han hecho; pero, por el otro, esta actitud ofrece un significativo margen de maniobra política a las organizaciones palestinas extremistas y violentas, las cuales encuentran justificaciones inesperadas para sus viejos argumentos en contra del proceso de paz palestino-israelí.
En este terreno, la irracionalidad y el fanatismo de los gobernantes de Tel Aviv es de tal magnitud que les impide percibir el daño que causan con esta clase de acciones a los propios intereses nacionales de Israel, en la medida en que socavar el liderazgo de la ANP entre los palestinos puede dar, en ese ámbito, un impulso de consecuencias incalculables a los integrismos y a las posiciones delirantes que aún sueñan con la destrucción del Estado judío. Asimismo, el constante accionar de Netanyahu en contra de la autoridad palestina podría provocar una regresión a los tiempos en los que el conflicto bélico en la vieja Tierra Santa no podía desempantanarse porque Israel carecía de interlocutores aceptables del lado palestino.
Este empecinamiento del gobierno israelí en contra de la paz ha dejado, en horas recientes, un resultado de decenas de muertos y centenares de heridos. Si esa actitud no cambia, en los próximos días y meses las cifras de la muerte y la destrucción podrían multiplicarse y, más grave aún, el proceso de paz podría llegar a su fin. Ante esta perspectiva, la comunidad internacional --en primer lugar el Consejo de Seguridad de la ONU, la Unión Europea y el gobierno estadunidense-- debe reaccionar con rapidez y eficacia para detener al régimen de Netanyahu e impedir que consiga su propósito de darle el tiro de gracia a las perspectivas de pacificación entre los dos pueblos.
A diferencia de otros tiempos, cuando no existía la ANP, hoy está abierta la posibilidad de que esta entidad nacional pida el despliegue de fuerzas de la ONU en Jerusalén, Gaza y Cisjordania, una medida que debe ser seriamente considerada por las potencias mundiales. En un sentido más general, y en aras de preservar la seguridad de israelíes y palestinos, es urgente que los organismos internacionales y los gobiernos de Estados Unidos y Europa le envíen a Netanyahu el mensaje inequívoco de que debe respetar los términos del acuerdo de paz de 1993 y abstenerse de toda acción provocadora contra los palestinos. A fin de cuentas, el conflicto árabe-israelí --cuyo componente central fue el sojuzgamiento y el despojo de los palestinos por el gobierno de Tel Aviv-- ha sido por décadas un factor de grave inestabilidad internacional, y el bloque Likud no tiene derecho a poner en peligro la paz en el mundo