Elena Poniatowska
Simbiosis Zapata-Arriaga, Arriaga-Zapata

Nunca soñó Zapata que lo bailarían con música de Pablo Moncayo: Tierra de temporal. Nunca soñó que las mujeres lo llevarían prendido a sus faldas-corolas y lo mecerían entre sus brazos. Nunca supo que su pecho desnudo cruzado de cananas aparecería en escenarios de Europa y Estados Unidos, nunca, ni en el más delirante de sus sueños, adivinó que dos jóvenes danzantes, un hombre y una mujer, una nueva Rocío Sagaón y un nuevo Guillermo Arriaga hijos de tigre pintintos --a lo largo de 43 años de vida--, lo representarían mejor que cualquier discurso del PRI. Emiliano Zapata no supo que la revolución interrumpida se consumaría en un tablado gracias a los pliés, jetteés, relevés, entrechats y piruetas que se irían acumulando año tras año en los tablados ahora sí de sangre, sudor y lágrimas, palabras que acompañan siempre la dura carrera de un bailarín.

Si Zapata no supo que 67 años después de su muerte los campesinos de Morelos propagarían el rumor de su paso por la fauna de Morelos: ``Allí anda por la sierra galopando en su caballo blanco. Yo lo he visto de día y de noche, en la tierra, en el cielo y en todo lugar'', mucho menos pudo imaginar que lo contemplaríamos una y otra vez bajo la luz de los reflectores en palacios de mármol con cortinas de Tiffany. A Zapata le gustaba lucir su traje negro con botonaduras de plata, pero el Caudillo del Sur jamás buscó las candilejas. Cuando tuvo la oportunidad de sentarse en la silla presidencial después del triunfo de Madero, le cedió el honor a Franciso Villa.

``Tengo 70 años de vida y circa de dos mil Zapatas'', sonríe desde su rostro casi escuálido Guillermo Arriaga. Lo de los 70 años nos lo dice por coquetería, porque como ustedes lo verán, el maestro está como quiere. Presume sin quererlo: ``Afortunadamente tengo el mismo peso de mis 18 años. Cuando estoy gordo peso 60, cuando estoy bien, 58, y mido 1.78. Estoy bien flaco pero lo prefiero; como muy poco, sólo lo que el cuerpo me pide: mucha fruta, cereal, gelatina, yoghurt. No soy vegetariano para nada, me puedo echar mi buen T. Bone Steak así, requísimo, pero sólo lo hago de vez en cuando''.

Si está como quiere, baila también como quiere. Ayer en la mañana tuve el privilegio de asistir a un ensayo del Zapata en la Escuela Nacional de Danza, detrás del Auditorio del Bosque de Chapultepec. No sólo lleva el ritmo golpeando el piso con su talón derecho, baila con sus bailarines y es tan ágil dentro de sus jeans luidos en el trasero y su camisa de cuadritos, como cualquiera de los jóvenes que no pasan de los 20 años. Arriaga ordena: ``Contracción'', ``Ahora, échame ojo por favor, mira dónde estás, has perdido el centro; cuiden su centro, por favor, muchachos''. Frente al espejo de pared a pared, los muchachos siguen sus indicaciones. El maestro canta con voz muy entonada porque él, Arriaga, es músico y compositor, y tararea: ``Tralalá, tilalá, tralalá, tilalá no se rebasen muchachos, no se rebasen. Tú, Carmelita: tus brazos, tus brazos, van creciendo tus brazos con la música; bien, bien, vas bien. Contracción''. Arriaga los sigue en sus evoluciones, no les quita los ojos de encima, muy tenso, su cuerpo tendido como un arco va hacia ellos como hacia un blanco de su imaginación. Parece decirles: ``Zapatas míos, zapatitas tiernos: bailen con todo su país adentro, lo bailé en los surcos y en las cañadas, en Chiconcuac y en Anenecuilco, en la hacienda de Chinameca, en la emboscada de Jesús Guajardo, donde caí acribillado por cien mil balazos''.

Los jóvenes lo miran con reverencia. A veces le hacen una pregunta: ``¿A qué altura maestro?'' En el ensayo todo se discute, hasta la altura del calzón de manta. ``¿Tiene que ir a la mitad del chamorro o un poco más alto, o por el contrario un poco más abajo?'' Cuando Guillermo Arriaga se entera, a la hora del ensayo, de que sólo hay un calzón de manta, pregunta: ``¿Un solo calzón de manta en toda la Escuela Nacional de Danza y para todos los ensayos?'' Lo saluda un coro de carcajadas. ``¿No tiene dos calzones la compañía?'', insiste sorprendido. ``Había, pero se perdieron'', contesta el primer bailarín, Alberto. Las muchachas de manos largas y bellísimas, de cabellos negros recogidos o sueltos a destreza, bailan el puño en alto mientras escuchan a Guillermo: ``Suave, suave, suave, chiquito, chiquito''. Sus cinturas diminutas, elásticas, flexibles como juncos al viento, sus pechos inexistentes las hacen más aladas aun. ``Cuiden mucho el centro porque luego se me salen mucho''. El músico José Pablo Moncayo le echó muchas ganas a su Tierra de Temporal, lo hizo grandioso y casi grandilocuente (no sé, habría que preguntarle su opinión a Pablo Espinosa), y resulta tan glorioso como el Concierto para piano número 2 de Rachmaninoff que todos los concertistas quieren tocar porque los lleva al pináculo de las emociones fuertes. En México, todas nuestras orquestas tienen puesta Tierra de Temporal. No hay una que no la cuente en su repertorio.

No sé si los jóvenes estén conscientes que el maestro que los dirige con tanta pasión es mimo, estudió pantomima con Alejandro Jodorowsky y con él fundó el primer grupo de mimos mexicanos. ``Yo le daba clases de danza a Jodorowsky y él me daba clases de pantomima. Era un locote muy talentoso, un mimo excepcional que venía directamente de Marcel Marceau''. Tampoco sé si saben que Arriaga fue alumno de Seki Sano, actuó en varias obras (tiene una muy buena voz de barí-tono que llega lejos) y que a los 65 años --ya que se había retirado en Chiconcuac en una casa apacible al lado de su cuarta mujer-- tuvo que volver a empezar de nuevo porque su esposa le dijo: ``Vete, ya no te quiero''. Sin perder su sentido del humor a pesar de no tener un centavo, Guillermo Arriaga volvió a tocar puertas, recurrir a antiguos amigos, pedir trabajo de maestro y coreógrafo en un mundo que había cambiado. Ya no estaban ni Julio Prieto, ni El Chamaco Covarrubias, ni Fernando Gamboa, ni Pedro Ramírez Vázquez, apasionados de todas las artes. (La danza, recordémoslo es movimiento). Habían cambiado los valores plásticos pero como Guillermo Arriaga es un ser intemporal se lanzó a la experiencia dancística más formidable de su vida: la de su recuperación. Fulgurante, volvió a presentarse. A los 54 años volvió a bailar Zapata.

A Zapata, Guillermo Arriaga lo resucita. Guillermo Arriaga zapatista, el único al que el subcomandante Marcos ha llamado por teléfono dos veces desde su selva chiapaneca (porque Marcos, lo sabemos, también es coreógrafo además de líder moderno de Internet y de modem). Guillermo Arriaga ardiente, espiritutifláutico, dinámico, hombre de una sola vocación y de cuatro mujeres goza de las simpatías zapatistas de los 90, ya que es el que mejor le ha rendido homenaje al que gritó: ``¡Tierra y Libertad!'' encabezando al Ejército Libertador del Sur.

A Emiliano Zapata lo han pintado Diego Rivera, José Clemente Orozco, José Chávez Morado, Leopoldo Méndez, el Taller de Gráfica Popular y muralistas de la calle que lo escogen para sus bardas, chicanos que regresan a Estados Unidos y quieren rendirle homenaje con sus brochas gordas. Se podría hacer toda una iconografía de Zapata si es que no se ha publicado ya.

En cine, los Zapatas han sido Marlon Brando y Antonio Aguilar pero el único que lo ha bailado y ha logrado erguir de nuevo su puño cerrado en el aire, es Guillermo Arriaga.

Zapata que no le obedecía a nadie, ni siquiera a las mujeres que lo amaron, se vuelve un corderito ante Guillermo Arriaga. Arriaga lo zapatea, lo acuna sobre su pecho y entre sus brazos delgados y llenos de gracia, lo lanza al aire en multiplicados jettés, lo hace girar una y otra vez, con él atraviesa el escenario de Bellas Artes y sus desplazamientos abren la tierra, ahondan los surcos, preparan la cuna de la semilla.

A Guillermo Arraiaga, posiblemente, no debe gustarle ni tanto esta simbiosis Zapata-Arriaga como si fuera lo único que ha hecho cuando tantos ballets lo acompañan. No sé si para su felicidad (desde luego sería la mía) morirá con ella, así como María Felix es La Doña a partir de su interpretación de Doña Bárbara de Rómulo Gallegos. Su primer ballet fue Balada del venado y la luna, con música de Jiménez Mabarak. Fue Ana Mérida quien le dio ``El Venado'', pero el Zapata, Arriaga se lo regaló a sí mismo.

Miguel Covarrubias lo invitó a hacer su primera coreografia El sueño y la presencia sobre el Día de los Muertos. En esa época los escenógrafos eran Carlos Mérida, Gabriel Fernández Ledesma, José Chávez Morado, Toño López Mancera, Juan Soriano; los músicos, Blas Galindo, Rodolfo Halffter y Jiménez Mabarak, y los pilares de la danza en nuestro país dos grandes mujeres: Ana Sokolow y Waldeen, que se mexicanizó al grado de morir en Cuernavaca, entre nosotros. También nos visitaban los grandes: José Limón que puso el ballet Tonantzintla, Martha Graham, fascinada por el arte de México y sus expresiones en la vida cotidiana.

Lo que muchos seguramente no recuerdan --por su juventud-- es que en México vivieron y bailaron Diaghilev Massine, Lichine, Antono Dolin, Alicia Markova, Baronova, que en los 40 vinieron a hacer una temporada en Bellas Artes, en nuestro país, y se dieron cuenta que era mucho más barato sostener su Ballet Theater en México que en Estados Unidos, y permanecieron un año entre nosotros.

Roberto Montenegro hizo entonces las escenografías de sus nuevos ballets, entre nosotros el Ballet Theater aumentó su repertorio y es muy probable que siga montando allá lo que aquí produjo. Guillermo Arriaga tuvo la experiencia única de ver a Marc Chagall hacer la escenografía, los vestuarios y presenciar, --desde el tercer piso, gayola para que nadie lo viera-- cómo Chagall corregía aquí y allá y gritaba órdenes desde el foro para que la escenografía no estorbara las evoluciones de figuras tan notables como Lichine y Anton Dolín.

Los bailarines del mundo deberían ser guadalupanos porque México, país danzante desde antes de la Conquista, país de concheros, chirimías y teponaxtles, cubre de bendiciones a quienes saben moverse. (No sean mal pensados, no me refiero a la política). Aquí entre nosotros, la Pavlova bailó de puntitas el Jarabe Tapatío, háganme favor, y Guillermo Arriaga descubrió en El mundo ilustrado que Isadora Duncan se había presentado en el Teatro Arbeu. Las pesquisas de Guillermo Arraiga, hombre de pasión y de coraje, escritor y poeta a sus horas, son parte de un libro sobre la danza en México de próxima publicación.

Guillermo Arriaga, aquí presente, ya ni siquiera lleva la cuenta de todos los ballets que ha creado, interpretado, y llevado a escena (ningún Zapata se presenta sin su supervisión). Ha sabido conservar la misma frescura y sencillez de su juventud. Guillermo Arriaga no se cree, no se da taco, conserva a los 70 años su maravillosa cara de niño travieso, sus ojos chispeantes de picardía ante nuestra irremediable condición de paquidermos.

Gran artista es también un hombre desinteresado. Nunca cobra o casi. Todo lo hace por amor al arte. Si el tiene mala memoria, espero que nuestro país, por una vez, sí tenga muy buena memoria y atienda el canto del zenzontle, pájaro de 400 voces, y escuche también nuestras voces de hombres y mujeres que amamos el arte. Al igual que se concedió hace algunos años el Premio Nacional de Artes y Letras, nuestro máximo galardón, a una mujer: Guillermina Bravo, pedimos que se le conceda ahora a un ser excepcional, un artista de altura, no sólo por sus grand-jettés, sino por la altura de sus miras, la altura de su vocación y la altura de su actitud ante la vida.