La desurbanización, como es obvio gramaticalmente, es lo opuesto a la urbanización. Significa exactamente lo contrario de ésta, digamos disminuir el tamaño de la población, perder o sustituir funciones propiamente urbanas y regresar tierras al estado natural que tuvieron antes de sumarse a la ciudad.
En la antigüedad este fenómeno no era imposible. Incluso hoy en el mundo desarrollado varias ciudades ya se dirigen en esa dirección, entre otras razones porque concluyeron ya su fase de crecimiento urbano expansivo y porque, con el posfordismo y las innovaciones tecnológicas, la aglomeración dejó de ser un requisito para el desarrollo económico. Sin embargo, también en el mundo desarrollado y desde luego en el subdesarrollado, la desurbanización desde el punto de vista cultural es lo opuesto al proceso civilizatorio.
La urbanización, no obstante los efectos perversos que trae consigo, es parte del gran proceso civilizatorio por el que transita la humanidad desde siempre. En el pasado se urbanizaban las sociedades porque de esa manera también avanzaba su civilización, pero hoy, por ejemplo en la ciudad de México, se vive una paradoja: la ciudad sigue creciendo en todos sentidos, pero dominada por una desurbanización cultural que interrumpe el proceso civilizatorio y nos enfrenta a todos contra todos.
La desurbanización en nuestro medio se manifiesta como violencia e ingobernabilidad, que a su vez acarrea más violencia y mayor ingobernabilidad. Acaso por eso son muchos ya los sectores de la población que como medida de seguridad se pronuncian por la desurbanización de sus barrios y colonias sin reparar que con ello contribuyen a que siga creciendo la violencia y la ingobernabilidad de las que quieren protegerse. También el gobierno cree que impidiendo el uso del espacio --desurbanizandolo-- se resuelven los problemas de la ciudad. Puede que de esa manera se controlen a corto plazo, pero a largo plazo se está incubando una gran presión social que buscará sus propias salidas no ya en nombre de una ideología o un proyecto político determinado, sino simplemente para sobrevivir.
En los sesenta aquí y en otros países la juventud se manifestó contra lo angustiante y obsoletas que resultaban ya las instituciones autoritarias de la posguerra. En su momento esas expresiones alcanzaron apenas un éxito parcial y, sin embargo, su influencia cultural se proyecta aún hasta el presente. Pervive el espíritu libertario que las animó. No así las ciudades, por cierto, que en general se mantienen como instituciones autoritarias, entre otras cosas porque ese espíritu fue modelado por los actores políticos que entienden a la sociedad como estructuras, y no los sociales que la ven como escenario para la acción.
Parece, pues, que la frecuencia con que los medios de todo el país narran los enfrentamientos por el espacio urbano entre gobierno y sociedad es un signo inequívoco de la desurbanización, que no del ordenamiento territorial. Está faltando un proyecto de ciudad que se pronuncie por la urbanización en sentido civilizatorio, no únicamente técnico o político.