La descomposición orgánica ha invadido de tal manera al partido oficial, que aun en las ocasiones más propicias para captar alguna simpatía popular expele tal cantidad de vapores malignos, de fétidos olores, que no logra ni un aplauso más o menos prolongado.
Desaparecida la más leve esperanza de que el PRI luche contra la corrupción de que se han favorecido muchos de sus altos dirigentes, y perdida la esperanza de que se empeñe en una lucha contra la miseria y la desocupación, que son consecuencias inevitables de la política económica salino-zedillista dizque de orientación neoliberal, aún quedaba la ingenua esperanza de que el mencionado partido, en ocasión de su XVII Convención Nacional, plantearía cuestiones tan esenciales y tan popularmente apoyadas, como el mantenimento cabal de la nacionalización de la industria petrolera, con toda sus ramas y secciones, o la política salarial, fundada en mejores salarios reales y mayor amplitud en la ocupación, o la necesidad de revivir el derecho de los campesinos a disfrutar y utilizar la tierra y sus accesorios fundamentales, como el agua, la semilla, los aperos de labranza, el crédito necesario, o la realización de procesos electorales que garanticen a la ciudadanía el sufragio efectivo por el que se viene luchando desde hace décadas.
Fue tan intensa la presión de la base popular que aún manipula la ya plenamente desprestigiada dirección nacional, que según las crónicas unánimes de la prensa nacional y las declaraciones de abundantes priístas, la XVII Asamblea Nacional referida tomó tres acuerdos, de enorme significación:
a) Rechazar el intento de privatización y extranjerización de la industria petroquímica nacional.
b) Combatir la tendencia neoliberal que ha predominado en la política económica del gobierno salino-zedillista y que tiene su origen cronológico desde el periodo lamadridista y su fuente de inspiración en la ideología imperialista del gobierno y de la oligarquía de Norteamérica.
c) Proclamar requisitos para la selección de los candidatos priístas a puestos de elección popular, que garanticen una militancia partidista y una convicción democrática que elimina a ``los tecnócratas'' y a los ``gobernantes de alcurnia'' de las candidaturas oficiales.
Las tres decisiones de la base del partido oficial tenían sentido positivo y democrático, de nacionalismo revolucionario y beneficio colectivo, que la dirección del propio partido y los funcionarios correspondientes del gobierno federal rápidamente trataron de desvirtuarlos o de negarlos, volviendo así a la ya conocida tradición liberal, entreguista y `` globalizadora'' que ha caracterizado al régimen priísta desde el advenimiento del Presidente de ``la renovación moral''.
Algunos ciudadanos que aún creemos con cristiana ingenuidad en la posibilidad de arrepentimiento de los militantes del PRI, nos sentimos contentos y hasta emocionados al imaginar que la descompuesta ciudadanía sometida a la línea liberal, había enderezado la espalda y había decidido retornar a los principios del nacionalismo revolucionario de honradez y elecciones limpias, legales y confiables. Pero es necesario reconocer que esa capacidad de arrepentimiento y de corrección que invadió a la mayoría de la base del PRI que tomó los mencionados acuerdos, no tuvo la fuerza de llegar a los cerebros ni a los corazones de los dirigentes del Estado y del partido oficial, quienes, pasando por alto los acuerdos mayoritarios, siguen en el sendero de la privatización integrista, en el del neoliberalismo corrupto y empobrecedor de los más y en el de seleccionar a sus candidatos de entre ``Los tecnócratas'' y los herederos de los grandes benefactores personales de los puestos públicos espléndidamente remunerados, con retribuciones legales o ilegales.
Sería una postura absurdamente maniquea sostener que todos los priístas, por serlo o por haberlo sido, están condenados al fuego eterno y a la condenación sin perdón. Parece más humano, más lógico, más democrático y hasta más cristiano, exaltar la posición de la base mayoritaria y exigir --aún sea desde fuera del círculo infernal del partido del Estado-- que la dirección del PRI acepte su obligación de dar por democráticamente válidos los tres acuerdos de la XVII Asamblea Nacional, antes precisados.
Si no ocurre así y los dirigentes gubernamentales y partidistas continúan con las líneas que la base mayoritaria desechó, habremos de invitar a los integrantes de buena fe de esa base a que se unan a la gran mayoría del pueblo mexicano, que claramente está en contra de la privatización entreguista de la petroquímica, contra el neoliberalismo que nos ha llevado a la grave crisis en que vivimos, y contra la corrupción administrativa y electoral que nuestros gobernantes priístas nos han impuesto.
Así, reitero un cordial saludo a los priístas que se atrevieron a saltar la tranca (no la negada ``línea'') y la invitación a que sostengan firmemente su opinión.
Creo que resultaría ocioso señalar que, por una nueva ocasión, los pequeños adelantos democráticos de México, desde hace muchos años, están estrechamente vinculados con los descalabros priístas. Así, el estruendoso fracaso de la XVII Asamblea Nacional ha sido el podio para que la base de ciudadanos modestos haya encontrado una tribuna de alcance nacional para expresarse.