En los últimos tiempos se repiten cíclicamente campañas orientadas a condicionar a la opinión pública sobre las supuestas ventajas que una devaluación del tipo de cambio traería para la economía mexicana, incluso desde Washington se acaba de hablar de lo mismo. Pero resulta claro para toda nuestra generación que las devaluaciones del peso de los últimos 20 años han tenido impactos regresivos sin precedente sobre la justicia social. Una nueva devaluación del tipo de cambio fuera de los movimientos normales de la flotación, beneficiaría fundamentalmente a las empresas exportadoras, a las maquiladoras, a quienes tienen sus recursos fuera del país, y a los especuladores. En contraparte, una devaluación brusca del tipo de cambio afectaría severamente a la planta productiva al encarecer la importación de maquinaria, equipo, tecnología y materias primas necesarios para el funcionamiento de nuestro aparato productivo. Al aumentar la tasa de interés desalentaría el ahorro interno, la inversión productiva y el consumo privado. Asimismo, deteriora las expectativas y la confianza.
Es notoria la caída del poder adquisitivo del salario, derivada de la devaluación de 1994, misma que generó una gran presión sobre el nivel general de precios, con el impacto redistributivo y regresivo que ello implica para los asalariados y quienes tienen su ingreso fijo. Y las expectativas de inflación fueron motivo para que la inversión cayese a niveles sin precedente. Además, en épocas de inflación creciente las tasas de interés tienden a crecer más que la propia inflación y ello hace más pesada la carga para los deudores, además de que inhibe el crédito para inversión.
En suma, en 1995 fue impresionante la parálisis de la inversión productiva derivada del ajuste del tipo de cambio, lo cual se tradujo en reducción del uso de la capacidad instalada de nuestra planta productiva y en desempleo.
Apostar a la devaluación como instrumento de competencia comercial resulta irresponsable y no es más que muestra de incapacidad para competir. No obstante, durante lo que va de 1996 ha sido constante la presión de quienes promueven la devaluación del peso e incluso en el propio gobierno de la República, los sectores vinculados a los exportadores son partidarios de la misma.
Al respecto, la política monetaria ha sido prudente, manejada con pinzas, procurando evitar interferencias tanto de las autoridades como de los especuladores. Uno de los aspectos importantes de la autonomía dada al Banco de México consiste precisamente en evitar movimientos artificiales del tipo de cambio. Devaluar significaría violentar una política no intervencionista en el mercado cambiario que, desde mi punto de vista, atinadamente ha realizado el Banco Central.
Por ello debemos ser cuidadosos para no caer en la trampa de no ver que una nueva devaluación aumentaría las ganancias de las empresas exportadoras, generalmente filiales de empresas extranjeras, pero tendría un efecto desastroso sobre el nivel de vida de los mexicanos, sobre el nivel de empleo, sobre la inflación, y se traduciría en una recesión todavía más profunda que la del año pasado, y de la cual apenas empezamos a salir.
En suma, los signos de recuperación que refleja la economía mexicana hoy, tienen mucho que ver con la estabilidad en el tipo de cambio, lo mismo sucede con la reducción de la inflación y la baja en las tasas de interés. Si queremos avanzar en la reactivación de la economía, para que el crecimiento económico se traduzca en más inversión productiva, más empleos, mayor participación de los salarios en el ingreso nacional, no podemos decretar una devaluación artificial del tipo de cambio. Además la confianza, ese ente abstracto pero vital para el proceso de inversión, se derrumbaría, y con ello el sacrificio de estos 20 meses se tiraría al cesto de la basura y entraríamos en una etapa de mayor recesión, más desempleo, inflación y atraso social.