No es posible poner en duda la gravedad del conflicto engendrado por las continuas violaciones israelíes de los acuerdos de Oslo y, a últimas fechas, por la provocatoria decisión de cavar bajo las mezquitas de la zona árabe de Jerusalén (cuyo estatuto, precisamente, debió haberse discutido hace ya meses, según dichos acuerdos). Por lo tanto, toda tentativa de mediación y de pacificación no puede ser sino bienvenida. Sin embargo, la convocatoria a una miniconferencia cumbre sobre el Cercano Oriente por el gobierno de Washington plantea grandes interrogantes.
En primer lugar, los acuerdos de Oslo tienen como garantes también a la Unión Europea, Rusia, China y Japón y no sólo al gobierno de Washington, y es obvio que esas naciones tienen algo qué decir sobre el repudio del gobierno de Benjamin Netanyahu a la firma que le valió a Yitzhak Rabin, su antecesor, el premio Nobel de la Paz. Por lo tanto, dejar de lado a los demás integrantes permanentes del Consejo de Seguridad (que se acaban de oponer a la política de Israel, mientras Estados Unidos se abstuvo incluso de apoyar una tibia resolución de condena) genera serias sospechas de que la Casa Blanca aprovecha la crisis en el Cercano Oriente para impedir en la zona el retorno de Rusia (que apoya a los palestinos) y la presencia de Francia (preocupada desde siempre por la presión israelí contra Líbano y Siria, su vieja área de influencia), así como para mantener a las grandes potencias del Extremo Oriente fuera de todo lo que, directa o indirectamente, afecte el control mundial del petróleo, cuyo monopolio indiscutido pretende conservar.
En segundo lugar, Netanyahu no sólo ha violado los acuerdos de Oslo en lo que respecta a Palestina, sino que ha pretendido extender su control militar en el sur de Líbano y ha reforzado su presencia armada en las alturas del Golán, que debería devolver a Damasco. Una discusión sobre la paz en Palestina sin Siria ni Líbano no incluye, pues, a buena parte de quienes tienen pendientes problemas con Israel. Además, el desequilibrio en la mesa de negociaciones prevista para el martes (Netanyahu, no lo olvidemos, tiene en su contra la mitad del electorado israelí) parece pensado en realidad para arrinconar a Yasser Arafat.
En efecto, la OLP, si no contase con el respaldo de Egipto, tendría que enfrentarse al bloque formado por el gobierno ultraderechista de Israel, por Estados Unidos (que financia a éste con más de 3 mil millones de dólares anuales) y por la monarquía de Jordania. Cuando lo que está en juego es nada menos que el respeto al carácter árabe de Jerusalén oriental y a las mezquitas sagradas del Islam, para no hablar de la existencia misma de los palestinos; una mesa de negociaciones así compuesta no ofrecería garantías de paz.
Todo hace creer, por lo tanto, que Clinton ha sido forzado por Netanyahu a intervenir, pero lo hace pensando no en la paz sino en las elecciones estadunidenses. Quien debería mediar parece querer bañarse en el río sin mojarse la ropa y conservar el voto judío sin tener que respaldar a Tel Aviv ni renegar de su propia firma en las tratativas de paz. Esta, evidentemente, no puede depender de las intenciones de Washington y requiere, exige, la firme intervención independiente de la comunidad internacional.