1. No comprendió la historia. Debió entrarle por debajo de la conciencia, a través de la piel, vehículo y conducto de una suerte de bomba de sodio, un ir y venir de partículas sensibles y químicamente activas.
Las membranas no piensan, que se sepa, se dejan atravesar, es todo.
2. La adolescencia, esa edad confusa y exasperante, abriga recuerdos excesivos, idealizados como cielo o catástrofe, pero, ¿un recuerdo auténtico, sentida cicatriz, es idealizable?
Lo doloroso de esas edades del humano es que la experiencia es siempre literal. Si sexo, si pensamiento, si el adiestramiento en alguna pericia, si actividad corporal disciplinada. Al que le da por el suicidio, capaz que lo cumple sin haber pensado bien, como si solito se hubiera empujado a una protesta sin regreso.
Si lo que llega es una iluminación corporal, una lección de sensaciones y una forma especial de expresarlas, su futuro queda peligrosamente garantizado. Si corre con sabia fortuna, la experiencia será memoria, certidumbre, trauma tal vez, abracadabra para experiencias superiores, peldaño indispensable como el parto mismo, pero ya moldeado por el corazón espiritual de un mono sapiens, única especie animal que le da por diferenciarse y sucumbe al fantoche de lo individual.
3. Las buenas y terribles historias de formación no tienen dos personajes sino tres, pues tendencia es de tal edad tomar el dolor y el placer del mundo que se nos revela. Así, ellos eran tres, como la rara pezuña del agur, el simpático mamífero que ramonea en las colinas de Sadul.
Vivían en la ciudad, la madeja de calles grises, pero una rara condición de libertad obtenida ya entonces los llevó con harta frecuencia a los contornos. El mundo era menos inseguro. Iban a las playas, a los apretados trópicos, y a las colinas de Sadul.
Como el agur, Melina, Orasta y Nerio pisaban blando el suelo. Su presencia, resultaba una fiesta para los comprensivos adultos que tuvieron la suerte de tener en circunstancia. Para los demás jóvenes eran certidumbre, perfil acabado, y nada anhelan más que ser ya, no sentirse apenas experimento de persona. Melina, Orasta y Nerio aparecían a todos como una experiencia que existe para siempre. Inmortal por lo pronto.
En aquel entonces, ellos tres eran serios. Hablaban entre sí y con los demás como videntes, como si supieran, como severos jueces, como transmisores lúcidos de alguna verdad inmaculada.
Sin darse cuenta, conocían también los peligros de la soberbia, una lección para la cual no estaban preparados aún.
Melina y Nerio se amaban con entregada pasión, parecían perfectos, los asuntos de uno eran del otro con abierta libertad. Juntos encontraron la virginidad y la perdieron, lo que hacía que, juntos, siguieran para el mundo vírgenes.
Nerio sabía de máquinas, las entendía con el talento natural de la mocedad postecnológica. Melina estudiaba las piedras. Pronto irían a la universidad; pero entonces no existía el futuro.
Melina y Orasta se querían con dulzura de infancia, se gustaban y aproximaban con serena pasión. Eran vírgenes la una para la otra, fieles a un pacto de sangre y fuego urdido de temprano.
Por tanto, Nerio y Orasta estaban dulce y secretamente enamorados, y nada más apacible que el amor recíproco que se sabe y quiere imposible. Los dos amaban a Melina, y eso era mucho más que suficiente, les proporcionaba un gusto que no cambiarían por nada. Ni siquiera por sí mismos. Tanto así la amaban.
Una tarde de mayo, sin avisar a las familias (que siempre los imaginaron juntos, aunque no lo estuvieran), escalaron las colinas de Sadul. Era un día caluroso, de altos pastizales y manzanillas. Pronto les estorbaron las ropas, como si llegaran al mar. Entre ellos no existía pudor, su desnudez era una y la misma.
Llegaron a la cima, sofocados y sonrientes. Orasta cantaba un madrigal en lengua saritia. Melina rozó a Nerio con la duración de un pasto en la línea de la cintura. Lo deseaba. Bueno, es inexacto decirlo así: ¿se puede desear lo que ya se tiene? Se miraron largo. Nesio frotó el hombro de ella, tan suavemente que Melina se sobrecogió hasta la frente y cerró los ojos. Cuando los abrió, Nerio besaba a Orasta. Caminó a ellos, los abrazó, amplia, y les regaló su boca, su boca sola, toda su boca.
Supieron a la vez que el futuro, ese país extraño, los separaría hasta volverlos diferentes, y se juraron en silencio que sólo una vez en la vida se dirían adiós, pues si no era todo, sería nada. Es decir, otra cosa; para ellos la nada no existiría nunca.
Un viento fresco peinó el pasto y les secó las formas, que se habían humedecido. Se tiraron al azar, como palillos chinos, y así quedaron invisibles entre la hierba, hablando, cantando, contando chistes, historias, hasta que salió la luna.
Un agur, viéndolos tan quietos, se acercó a olisquearlos, uno por uno. Igual que Melina, Orasta y Nerio sintieron la fría nariz del animalito sobre la piel regocijada, y disfrutaron la inmovilidad como cuando de niños se hacían el muerto.
La suma de la vida es nula.
Mas la vida tiene tal poder
que, en la oscuridad absoluta,
como líquido, circula.
Carlos Drummond de Andrad