Alberto Palacios
El peso de la cronicidad

Las enfermedades son catástrofes. Derrumban fragmentan, aislan a las personas y a sus familias. Si son momentáneas, como sucede con las heridas, las infecciones agudas o las apendicitis, el daño es limitado. En tales casos, se hace necesario un reajuste familiar, cubrir los gastos de exámenes de laboratorio, de la operación o los medicamentos, hasta que se resuelve el episodio. El sentido de pérdida y el duelo son transitorios, y el individuo y su familia vuelven a la normalidad en un período aceptablemente corto.

En contraste, la enfermedad crónica se convierte en la historia misma del individuo. Significa la pérdida de confianza en la propia salud y en los procesos orgánicos. ¿Por qué a mí? ¿Qué me va a pasar? ¿Qué espero del futuro, del tratamiento, de los demás? Es la confrontación interna de una debacle. Tal como si el cuerpo dejara de pertenecernos para devenir con su gradual deterioro en un recordatorio constante de la muerte lenta e ineluctable.

Primero, el diagnóstico. Por muy dramático que resulte, la necesidad de operar el apéndice o tratar una pulmonía con antibióticos tienen un inicio y un desenlace predecibles. Los padecimientos agudos pueden ser experiencias dolorosas, inquietantes y hasta graves; pero siempre nos dejan ver la luz al final del túnel. Si hago lo que me dice el médico, si me tomo los medicamentos, si me hospitalizo y me opero, me curo. Esta certidumbre es determinante. Aún si se trata de mutilaciones o cicatrices, el resto del cuerpo, pasado el trance, seguiría funcionando normalmente. Esa es la garantía de recuperación.

En contraste, a un enfermo crónico no se le puede ofrecer curación.

Su artritis estará acechándolo, su diabetes podrá mantenerse bajo control pero nunca desaparecer, su esclerosis múltiple puede asaltar el sistema nervioso el día menos pensado. Por ello el diagnóstico debe hacerse con cautela y precisión. Implica dictar sentencia sobre la vida del paciente. Así, el detalle crucial estriba en ofrecer consuelo, seguridad y esperanza; no falsas promesas. Más allá del compromiso inmediato de su médico, quien padece una enfermedad crónica no podrá perdonar los engaños ni las mentiras. Sin embargo, con el tiempo aceptará las limitaciones del doctor y de la ciencia médica en general si mantiene una relación de empatía e intencionadamente reparadora. Dejará de buscar remedios caseros o medicinas alternativas, para acogerse a la calidez y a la honestidad de su médico, cuando éste se dispone a sobrellevar la carga correspondiente del dolor de su paciente crónico.

El curso de una enfermedad crónica es como un volcán: amenaza con irrumpir constantemente. Cualquier cambio tiene consecuencias, algunas impredecibles. El enfermo crónico se transforma en un observador atento de sus síntomas, de sus funciones corporales, de su equilibrio físico y emocional. Ha dejado de confiar en la integridad de su cuerpo y voltea a verlo para asegurarse de que no lo traicionará de nuevo. En esta incertidumbre encarnan el enojo, la confusión, la soledad, el sentido de pérdida, los celos hacia quienes están sanos, y el desconsuelo. Es preciso distinguir estas modulaciones del espíritu lastimado y afrontarlas en perspectiva. Esta es la verdadera historia del enfermo, la que merece un interrogatorio cuidadoso, su relación más íntima con el sufrimiento crónico.

Además, el enfermo se explica su padecimiento de acuerdo a las determinantes culturales y emocionales que aprende desde niño, que le son cercanas. Puede tener prejuicios, fantasías y expectativas inadecuadas, pero él vive la enfermedad. La obligación del médico es tratar con respeto estas creencias, darles un lugar justo en el lamento profundo del enfermo. Pero ante todo, debe escuchar, desgranar con paciencia el dolor que se va acumulando y transformando con los años: el enemigo dentro de la propia trinchera. Las enfermedades crónicas, como otros tantos infortunios, moldean nuestras vidas y nuestro comportamiento. Determinan nuestras fuerzas y forjan nuestros límites. Nos ponen continuamente a prueba. Una de las peores tragedias imaginables es la del enfermo o incluso la del viejo que no tiene quien lo escuche, que no encuentra quien preste atención a su historia, entrañablemente unida a sus padeceres. Coincido con el doctor Arnoldo Kraus; pese a todo, la cronicidad tiene también su empuje creativo. Floreciendo por encima de la negación y los escombros del cuerpo, el alma se reconoce a sí misma, se nutre de la experiencia dolorosa y se adhiere a los vivos, con cariño, con una dosis soterrada de melancolía que brinda equilibrio y permite los reencuentros. Matisse creó desde su lecho de enfermo crónico formas de expresión originales y hermosas. Borges descubrió la luminosidad del lenguaje desde el oscuro pedestal de su ceguera.

Pero no dejemos al enfermo crónico solo, aunque su soledad resulte edificante.

El buen médico debe aprender a reconocer no sólo la enfermedad, sus matices cambiantes, sus signos inefables y sus avatares pronósticos.

Debe percibir, debajo de ese organismo alterado en sus funciones y deformado por la enfermedad, al ser humano que pide ayuda, al individuo que se debate contra sí mismo y sus dolores al acecho de la muerte. Un enfermo crónico es una delgada voz que emerge desde el fondo del abismo de nuestras imperfecciones. Es un otro yo que grita nuestro temor de muerte, que nos enseña día con día la decrepitud inevitable que nos trae la vida.