José Cueli
Ondular del aire

¡Qué emoción la de los mexicanos que estuvimos en el estreno mundial de Florencia en el Amazonas, ópera de Daniel Catán, el viernes pasado en el Houston Gran Opera. ¡Qué emoción oír desgranarse su delicioso canto al amor, a la hora en que la dulzura del crepúsculo era ahogada por el clamor y el súbito incendio de los silenciosos rascacielos, que trascendiera Catán con su magia.

La hilera de limusinas formaba un gusano a la entrada del teatro. Una niebla espesa bajaba y enrojecía el resplandor de los faroles, y de la acera se escapaba nuestra folclorismo; vestido de sombrero de charro y mariachi, melancolía mexicana que vaga siempre, insospechada y muda, con el mirar apenado; el andar silencioso y la esperanza de los viejos amores; en calles silenciosas de antiguos barrios, en las sombras de las noches.

Todo como anticipo a la magia musical de Daniel, sus románticas notas que jugueteaban en la barca que se deslizaba por el Amazonas, y en la que viajaba Florencia Grimaldi, la reina de la ópera, en busca de Cristóbal su antiguo amado, cazador de mariposas verdes, al que dejó por la fama. Catán nos intensificaba la vida y con una dulzura vestida de tiernos matices románticamente embriagaba.

Recuerdos en movimiento a los que somos tan afectos los mexicanos --nostalgias y añoranzas-- a los que nos asomábamos desde los miradores del teatro. La barca turbadora del silencio vagaba por el agua y se recreaba en aquellas divinas estancias perfumadas con aromas de rosas, donde la canción de plata de los arroyos próximos, semejaba los trinos de los ruiseñores que se desprendían de los violines y las voces de los cantantes, en la emoción gustada de momentos fugaces. Los que conforman la vida y se van, como se va el amor ilusionado, contrastado por Catán, con el amor desgastado por el tiempo.

Tenía tanta fuerza la música de Daniel Catán, que el espíritu se nos dilataba y se abría a una ponderación de goces ya entrevistos. La emoción era cada segundo más intensa y los pálpitos de la piel se aceleraban y permitían la diabólica ensoñación de placeres desconocidos y un prestigio de torvo misterioso y exotismo encantador, que se encontraba con ese dejo musical de sabor tropical y olor a selva.

Delicioso canto al amor, la ópera de Catán no sólo nos emocionó a los mexicanos presentes y a él mismo, sino al público estadunidense, que sin darse cuenta, se dejó apresar por la magia musical romántica de Daniel, sintiéndose arrullado por la alegre canción del agua que ensanchaba el espíritu y la alegría del vivir, y despidió al compositor mexicano con una ovación acompañada de ``¡bravos!'' que parecían nunca terminar. Horas después, la emoción de esa noche se quedaba y quedó... con todo y su magia embriagadora en los aficionados al bel canto.