Una de las múltiples y destructoras batallas que se libran en el México salino-zedillista, que dividen y debilitan al desgobernado país, tiene lugar en la lucha desencadenada entre los miles y miles de deudores de la banca, angustiados por su incapacidad de pagar todas las deudas vencidas y sus accesorios que les reclaman y, por otra parte, los pocos cientos de usureros, disfrazados de banqueros reprivatizados, apoyados por el régimen neoliberal y plutocrático que ``gobierna'' a México desde hace 14 años.
Esa batalla entre deudores acosados y banqueros protegidos constituye un frente más de la guerra generalizada que sostienen los campesinos sin tierras ni esperanzas, los trabajadores sin empleo o con salarios ínfimos, los niños sin escuela, sin agua potable y sin medicinas, los enfermos y los desvalidos con una seguridad social cada vez peor, y las grandes muchedumbres de ciudadanos desesperados contra los funcionarios públicos enriquecidos o concesionarios y mercachifles protegidos por extranjeros y nacionales, cuya única finalidad es el lucro desmedido, obtenido de la explotación de los grandes sectores humildes, cada día más empobrecidos de nuestra población.
En ocasiones surgen algunas esperanzas de que ese gran enfrentamiento no habrá de ensanchar la injusta, inhumana y antisocial brecha entre pobreza extrema de los más y enriquecimiento inmoral de unos cuantos.
Cuando los bancos, actualmente reprivatizados, fueron sometidos a un peculiar procedimiento de reprivatización, se expidió una nueva Ley Bancaria o de Instituciones de Crédito, en cuyo artículo 7o. transitorio se concedía al Presidente de la República de entonces, que era Carlos Salinas, la facultad de transformar los entes públicos bancarios en nuevas sociedades anónimas, cuyas acciones volvían a particulares. Para operar esa transformación y el nacimiento de las nuevas entidades privadas bancarias, el Congreso en ese mismo precepto fijó un plazo de 360 días para que el Presidente llevara a cabo la expedición de los decretos de privatización de cada entidad concreta.
Frente a los funcionarios públicos enriquecidos y prepotentes, y a las acciones codiciosas de los particulares autorizados, concesionados o protegidos, en ocasiones surgen algunas esperanzas ciudadanas de que ese gran enfrentamiento no habrá de ensanchar definitivamente la brecha entre pobreza extrema y enriquecimiento inmoral y corrupto, pese a la ayuda que el gobierno neoliberal presta a la oligarquía, con la benevolencia de Wall Street y la Casa Blanca.
Cuando los bancos actualmente reprivatizados fueron sometidos a un peculiar procedimiento de reprivatización, diseñado por los técnicos financieros y jurídicos del régimen dominante, se expidió una nueva Ley Bancaria o de Instituciones de Crédito (D.O., 18 de julio de 1990) en cuyo artículo 7o. transitorio se concedía al Presidente, por un plazo de 360 días, la facultad de expedir acuerdos para transformar los entes públicos bancarios que la nacionalización Lópezportillista había creado, en nuevos entes privados, con figura mercantil de sociedades anónimas, cuyas acciones caían en manos de particulares. Para operar esa transformación, el Congreso facultó excepcionalmente al Presidente por un plazo muy preciso para expedir los decretos particulares relativos a cada banco. Evidentemente, los decretos posteriores al vencimiento del plazo estaban afectados de nulidad por la evidente falla de facultades vivas de quien los expedía. Esa nulidad de los decretos extemporáneos afectó gravemente la existencia y la operación de las instituciones bancarias a las que Salinas dejó huérfanas.