La expropiación del petróleo fue una limpia aplicación del espíritu y la letra del artículo 27 de la Ley Suprema. Con los debates del Constituyente a la mano, la información periodística de entonces y los libros de los que vivieron ese ambiente, como los del poblano Pastor Rouaix, no hay duda alguna de las trascendentales banderas revolucionarias izadas en las decisiones adoptadas por los diputados, al declarar tanto el derecho eminente de la Nación sobre los recursos del territorio cuanto su facultad para moldear y regular la propiedad privada en función del interés público, con el propósito de garantizar una equitativa distribución de la riqueza.
Con esta norma se da cabal respuesta a la desastrosa situación económica y social en que el porfirismo había hundido al país, y también a dos objetivos centrales: garantizar su libre autodeterminación en las relaciones mundiales, dotándolo con un patrimonio que le asegurara una calidad par en esas negociaciones, e igualmente con vistas a la administración, por el Estado, de los bienes fundamentales en el desenvolvimiento económico. Es decir, el artículo 27 fue sancionado para impedir que México fuera en lo sucesivo --así ocurrió en la dictadura-- un mero comodín del capitalismo industrial trasnacional concentrado, hacia la primera posguerra, en la patria del autor de Corazón delator; sin olvidar por supuesto que ese patrimonio cimentador de la soberanía se viese tonificado con un desarrollo material y cultural igualitario y sano. Así fue como el Constituyente tradujo en mandamientos jurídicos los valores revolucionarios de una soberanía y crecimiento económico enmarcados en la justicia social.
Por otra parte, en el momento en que la Carta Magna otorga al Estado la potestad de administrar los bienes de la Nación, en el sentido señalado antes, lo convierte en el director o encauzador responsable de la economía general en los términos del diverso artículo 26 reformado en febrero de 1983, por virtud del cual se establece una planeación democrática y equitativa de las relaciones productivas, orientada a fortalecer la independencia y la dignidad de la sociedad. Vale preguntarnos ahora cuáles fueron los recursos que el Constituyente reservó a la Nación, en la inteligencia de que la respuesta no se deja esperar si se repasan los parágrafos cuarto, quinto y sexto del mencionado artículo 27, que subrayan, entre otros, la propiedad inalienable, imprescriptible y directa del ``petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos'', sin ninguna distinción como ahora se pretende, entre estratégicos y no estratégicos o básicos y no básicos, de lo que resulta que estas materias pertenecen por igual al pueblo, sean en estado natural, industrializadas --los petroquímicos-- y comercializadas, por lo que ninguna podría venderse o subastarse sin transgredir la Carta Magna.
Las anteriores reflexiones imponen consecuencias que no pueden eludirse más que de manera arbitraria. Una de estas es que el parche con que se remendó en febrero de 1983 el original artículo 28 constitucional, en lo relativo a petroquímica no básica, es nulo de pleno derecho por dos razones: la primera, al estrechar el patrimonio nacional y abrir la puerta a la enajenación de sustancias inalienables, y la segunda por ser disposición de autoridad incompetente por origen --la legislatura ordinaria no tiene capacidad para restringir disposiciones del Constituyente, dotado por su naturaleza del mandamiento inmediato y soberano de la nación; la legislatura ordinaria sólo goza de un mandamiento derivado del Constituyente. Interpretar o utilizar de otra manera el artículo 135 constitucional es lo que ha derogado el Estado de derecho creado en 1917, a partir de los numerosos golpes contraconstitucionales y contrarrevolucionarios que inició Alvaro Obregón al reelegirse como Presidente.
Creo que ni la Revolución ni el Constituyente estarían conformes con la privatización de una petroquímica que la ley reglamentaria recientemente aprobada del 27 constitucional clasifica como secundaria. Esto es indudable, claro y evidente a la luz de lo que los diputados revolucionarios de 1917 sancionaron en el ahora llamado Teatro de la República.
Nuevo Pacto, nuevo fracaso, me dijo un sabio colega universitario al comentar el reciente acuerdo económico suscrito por el gobierno y los líderes de empresarios y obreros. La experiencia precedente no puede taparse con un dedo: los 15 ó 17 pactos anteriores han servido sólo para empobrecer a los pobres y repletar los bolsillos de los acaudalados; las previsiones sobre el comportamiento de algunas variables macroeconómicas casi nunca se han cumplido; y los efectos ayer y hoy son los mismos: crecen los precios y se aprietan los cinturores de los más. La historia universal y mexicana dan cuenta de una economía de las ganancias y de una economía de la justicia; por desgracia México se mueve en la primera y no en la segunda. ¿Acaso ya no habrá en nuestra existencia un nuevo amanecer?